Telón (11 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Telón
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Me excusé lo mejor que pude. Ella se apresuró a interrumpirme.

—¡Oh! Yo no me he referido para nada a eso... Por favor, no siga excusándose. Le he señalado que yo no sabía nada. Es cierto. Nunca supe lo que significaba ser «joven». Jamás lo he pasado bien en la vida...

Algo extraño que advertí en su voz, una amargura infinita, un profundo resentimiento, me dejó perplejo. Contesté, lacónico, pero sincero:

—Lo siento.

Mi interlocutora sonrió.

—¡Oh! No importa ya. No se muestre tan afectado, capitán Hastings. Hablemos de otra cosa.

Obedecí.

—Cuénteme algo sobre las otras personas que se alojan en la misma casa que nosotros —le pedí—. A menos que le sean desconocidas.

—Conozco a los Luttrell de toda la vida. Resulta triste que se vean obligados a intentar esto... Especialmente, por lo que a él respecta. Es un hombre excelente, Y ella es mejor de lo que puede usted estar pensando. Ha tenido que pasarse toda su existencia arañando de aquí y de allá, tornándose al final rapaz. Es lo que suele ocurrir en estos casos. Lo que más me disgusta de ella es que sea tan dada a toda clase de extremos.

—Hábleme del señor Norton.

—Poco se puede decir acerca de él. A mí me parece muy amable, más bien tímido... Quizá pueda ser tachado de estúpido. Siempre estuvo delicado físicamente. Vivió con su madre, una mujer regañona, necia como el hijo. Tenía mucho ascendiente sobre él; murió hace unos cuantos años. Norton es muy aficionado a los pájaros y a las flores, y otras cosas de la naturaleza. Es muy atento... Y a él no se le escapa nada.

—¿Gracias a sus prismáticos, tal vez?

La señorita Cole sonrió.

—Bueno, no me refería exclusivamente a ellos. Es que le considero un buen observador, con prismáticos y sin ellos. Esta cualidad suele darse con frecuencia en las personas que son como él. No le juzgo egoísta, desde luego. Está siempre pendiente de los demás... Sí que podríamos aplicarle en cambio el calificativo de inefectivo... No sé si me entiende.

Asentí.

—¡Oh, sí! La comprendo muy bien.

Elizabeth Cole manifestó de súbito, y una vez más advertí en su voz la inflexión de amargura de antes:

—He aquí la faceta deprimente, la que se aprecia en todos los sitios como éste. Casas de huéspedes regidas por gentes venidas a menos... Se localizan fallos enormes... Se trata en general, siempre, de hombres y mujeres que jamás llegaron a ninguna parte, que nunca llegarán a ningún sitio... Son gentes quebrantadas, derrotadas por la vida, gentes ya viejas, cansadas... liquidadas.

Su voz fue perdiendo intensidad progresivamente. Sentí una tristeza inmensa. ¡Cuánta razón tenía! En aquella casa nos habíamos congregado unas cuantas personas situadas en el crepúsculo de la existencia. Cabezas grises, corazones grises, grisáceos sueños... Yo me sentía melancólico y solitario; a mi lado tenía una mujer amargada, saturada de desilusiones. Pensé en el doctor Franklin con sus ambiciones, para las cuales era un serio obstáculo su mujer, una inválida... Me acordé del simple Norton, en todo momento pendiente de los pájaros... Hasta Poirot, él en otro tiempo brillante Poirot, era un anciano recluido en un sillón de ruedas.

¡Qué diferente todo de lo que viviéramos antaño, cuando yo visitara por vez primera Styles! Esta reflexión me afectó mucho. A mis labios afloró una exclamación medio ahogada que traducía mi dolor y mi pesar.

Mi acompañante inquirió, rápidamente:

—¿Qué le ocurre?

—Nada. Me he sentido impresionado por el contraste... Yo estuve aquí, ¿sabe?, hace muchos años, siendo todavía un joven. Pensaba en lo que separaba esto que veo ahora a mi alrededor de lo que contemplé antes.

—Ya. ¿Era esto un hogar feliz entonces? ¿Eran felices todos los que aquí vivían?

Es curioso. A veces, los pensamientos de uno danzan en una especie de caleidoscopio. Es lo que me pasó en aquellos instantes. De repente, barajé caprichosamente numerosos recuerdos. Finalmente, las piezas de aquel mosaico se ordenaron correctamente, como debía ser.

Había sentido pesar por el pasado en sí, no por la realidad. En aquella época, ya lejana, de mi vida, tampoco había encontrado la felicidad en Styles. Evoqué desapasionadamente los hechos. Mi amigo John y su esposa, nada felices, luchando constantemente con la vida, se vieron obligados a irse. Laurence Cavendish se hallaba hundido en la melancolía. Cynthia era una figura juvenil que se desdibujaba, perdiendo todo su brillo, a causa de su falta de independencia. Inglethorp se había casado con una mujer rica, por su dinero y nada más que por su dinero... Ninguna de aquellas personas había sido feliz. Y ahora, todo se repetía, en otros seres. Styles en sí era, decididamente, una mansión desdichada.

Confesé a la señorita Cole:

—He estado dejándome llevar de falsos sentimentalismos. Aquí no se ha conocido jamás la felicidad. Todo sido siempre como es ahora. Estos muros sólo albergado personas desgraciadas.

—Bueno, bueno. ¿Ha pensado en su hija?

—Judith no es una muchacha feliz. Formulé esta declaración con todo aplomo, igual e si ella hubiera acabado de hacerme la revelación.

—En cuanto a Boyd Carrington... —murmuré, dudoso—. El otro día estaba diciendo que se sentía muy solo... Yo, aparte de eso, creo que está disfrutando lo suyo, con la casa y con unas cosas y otras... La señorita Cole me contestó, con viveza:

—¡Oh, sí! Pero el caso de sir William es distinto. Él pertenece a este mundo como el resto de nosotros. Él procede de un mundo exterior, el mundo del éxito y de la independencia. Ha triunfado en la vida y lo sabe. Sir William no figura en el grupo de los... mutilados.

La señorita Cole había escogido un curioso vocablo expresar su manera de pensar. La miré fijamente.

—¿Quiere usted decirme por qué se ha valido de esa palabra? —le pregunté.

Impulsada por una feroz energía, me contestó, de pronto:

—Responde perfectamente a la verdad. Hablo de la verdad referida a mi persona, claro. Yo soy una persona mutilada.

—Me doy cuenta de que ha tenido usted que ser muy desgraciada —contesté, dando a mis palabras una inflexión de sincera simpatía.

Me indicó, serenamente:

—Usted no sabe quién soy yo, ¿verdad?

—¡Ejem!... Su apellido, Cole...

—Cole no es mi apellido... Era el de mi madre, de soltera. Luego..., decidí utilizarlo. Yo me apellido realmente Litchfield.

Durante unos momentos, aquél no me dijo nada.

Se me antojó, eso sí, vagamente familiar. Por fin, recordé.

—Matthew Litchfield.

Ella asintió.

—Veo que sabe de qué le hablo. A mi caso deseaba referirme... Mi padre era un inválido y un tirano. No nos permitía que lleváramos una vida normal. No podíamos llevar a nuestros amigos a aquella casa. Nos negaba casi del todo el dinero. No vivíamos en un hogar: estábamos en una prisión.

Mí acompañante hizo una pausa. Sus oscuros y bellos ojos se dilataron.

—Y después, mi hermana... mi hermana...

La señorita Cole hizo una pausa.

—Por favor, no siga. Todo esto es demasiado doloroso para usted. Sé qué fue lo que paso. No es necesario que me lo explique.

—Usted no lo sabe. No puede saberlo. Maggie... Es inconcebible... increíble. Yo sé que fue en busca de la policía, que se entregó a ella, que confesó. Pero... a veces ¡me resisto a creerlo! Estoy convencida de que aquello no era cierto... que aquello no pudo pasar como ella dijo...

—¿Quiere usted decir que... ? —Vacilé—. ¿Quiere usted decir que todo sucedió de otro modo?

—No, no es eso. Imposible. Lo que contó no encajaba en su manera de ser. No... ¡no pudo ser Maggie!

Las palabras temblaban en mis labios. No llegué a pronunciarlas, realmente. No había llegado el instante de poder decirle:

—Tiene usted razón: ¡no pudo ser Maggie!

Capítulo IX

Debían de ser alrededor de las seis cuando apareció el coronel Luttrell. Llevaba un rifle en las manos y un par de palomas que acababa de matar.

Se sobresaltó cuando le di una voz. Se sorprendió al verme en compañía de la señorita Cole.

—¡Hola! ¿Qué hacen ustedes aquí? Este cenador no ofrece ninguna seguridad, ¿saben? Se está cayendo poco a poco. Cuando menos nos lo figuramos... Se pondrá usted perdida de polvo aquí, Elizabeth.

—¡Oh! No hay cuidado. El capitán Hastings ha ensuciado uno de sus pañuelos para evitar que yo me manchara el vestido.

El coronel murmuró:

—¿Sí? De ser así...

Se quedó plantado, mordiéndose el labio inferior. Nosotros nos pusimos en pie, uniéndonos a él.

El hombre parecía estar a muchos kilómetros de allí, Se le veía distraído. Hablando por hablar, seguramente, nos explicó:

—He estado intentando abatir unos cuantos palomos de éstos. Suelen hacer mucho daño, ¿saben?

—He oído decir que es usted un excelente tirador —manifesté.

—¿Cómo? ¿Quién le ha dicho eso? ¡Oh! Boyd Carrington, me figuro... Lo fui, en otro tiempo. Pero eso ya pasó. Los años cuentan mucho.

—¿Qué tal anda usted de la vista? —le pregunté, cortésmente.

—Igual que siempre. De lejos veo perfectamente. Para leer, en cambio, he de utilizar gafas.

Dos minutos después, insistía:

—Sí... Muy bien... Claro qué... ¿qué más da eso?

La señorita Cole miró a su alrededor, comentando:

—¡Qué hermosa tarde!

Tenía razón. El sol había descendido mucho hacia el oeste y la luz era dorada, produciendo en la vegetación, especialmente en las sombras, un bello efecto. Reinaba una extraordinaria paz a nuestro alrededor. Era aquélla una tarde típicamente inglesa, por así decirlo, de las que se añoran cuando uno se encuentra en cualquier lejano país del trópico.

Hablé de esto...

El coronel Luttrell asintió.

—Sí, sí... Muchas veces, cuando me encontraba en la India, pensaba en estos atardeceres únicos. Eran momentos de nostalgia, durante los cuales pensaba con ansiedad en el retiro, en la vuelta a la patria, al descanso...

El coronel hizo una pausa. Luego, continuó hablando, pero con otro tono de voz:

—¡Oh, la vuelta al hogar!... Todo resulta siempre distinto de lo imaginado...

Me dije que esto era cierto en su caso, especialmente. Aquel hombre no debía de haber pensado nunca en estar al frente de una casa de huéspedes, tratando de hacerla rentable, en compañía de una esposa huraña, regañona, que se quejaba a cada paso, no dejándolo vivir.

Echamos a andar lentamente hacia la casa. Norton y Boyd Carrington se encontraban sentados en la terraza. El coronel y yo nos unimos a ellos. La señorita Cole se perdió en el interior del edificio.

Estuvimos charlando durante unos minutos. El coronel Luttrell parecía haberse animado. Dijo dos o tres cosas chistosas. Nunca lo había visto yo tan optimista, tan despierto.

—Ha hecho mucho calor hoy —comentó Norton—. Estoy sediento.

—¿Quieren ustedes echar un trago, amigos? A cuenta de la casa, ¿estamos?

El coronel estaba contento, evidentemente. Era feliz en aquellos instantes.

Le dimos las gracias, aceptando su invitación. Él se levantó y se fue.

La parte de la terraza en que nos encontrábamos era la que daba al comedor, cuyo ventanal se hallaba abierto.

El coronel acababa de entrar allí. Abrió uno de los aparadores, sacó una botella y la descorchó. Nosotros no le veíamos. Nos guiábamos por los diversos ruidos, todos ellos identificables.

Y luego, incisiva, enérgica, llegó a nuestros oídos la voz de la esposa del coronel.

—¿Qué haces aquí, George?

—Pues...

La voz del coronel no era más que un susurro. Percibimos unas cuantas palabras de su entrecortado discurso: «...los amigos de ahí fuera... », «... beber algo... »

A sus frases correspondió la mujer con otras bien terminantes y claras.

—No harás tal cosa, George. ¿Cómo se te ha pasado por la cabeza tal idea? ¿Cómo voy a conseguir hacer de esta casa un negocio rentable si tú te pasas la vida yendo de un sitio para otro, invitando a todo el mundo? Las bebidas, aquí, hay que pagarlas. Ya que tú no tienes el menor instinto comercial, me molestaré en recordarte esto cada vez que sea necesario. Bueno, de no ser por mí, en unos días te encontrarías arruinado, en la calle. Tengo que cuidar de ti como si fueras una criatura. Sí: igual que si fueras un crío. No tienes ningún juicio. Dame esa botella. Te he dicho que me la des.

Oímos un nuevo y angustioso murmullo de protesta.

La señora Luttrell contestó, más seca que nunca:

—Me tiene sin cuidado el comentario que ellos puedan hacer. La botella ha de volver al sitio que ocupaba en el aparador, el cual, por cierto, pienso cerrar ahora mismo con llave.

Percibimos el ruido de una llave al girar en su cerradura.

—Ya está. Así es cómo debemos proceder.

Ahora, la voz del coronel llegó con claridad a nuestros oídos:

—Creo que vas demasiado lejos, Daisy. Podría ser que esto no pudiera soportarlo...

—¿Y qué es lo que tú tienes que soportar aquí? ¿Quién eres tú, me gustaría saber? ¿Quién gobierna esta casa? Yo, ¿verdad? Pues procura no olvidarlo.

Otro rumor leve, en estos momentos de ropas agitadas La señora Luttrell, evidentemente, había salido a buen paso del comedor.

Transcurrieron unos segundos antes de que reapareciera en la terraza el coronel. En unos minutos había envejecido, se había vuelto más débil. Ésta fue, al menos, la impresión que experimentamos.

Todos, estoy seguro, lamentábamos profundamente el bochornoso incidente. Todos habríamos asesinado de buena gana en aquellos momentos a la señora Luttrell.

—Lo lamento, amigos —dijo el coronel, en un tono de voz quebrada, nada natural—. Por lo visto, nos hemos quedado sin whisky.

Debió de comprender entonces que nosotros nos hallábamos al tanto de lo que había sucedido. De no haberse dado cuenta de ello, lo hubiera advertido de todas maneras, por nuestra actitud. Nos sentíamos profundamente incómodos, molestos... Norton perdió la cabeza, apresurándose a decir que en realidad a él no le apetecía beber nada, estando la cena tan cerca como estaba... Luego, de pronto, cambió de tema de conversación, formulando una serie de observaciones que no venían a cuento. Fueron aquellos unos momentos malos, verdaderamente. Yo no sabía qué hacer. Boyd Carrington, que era el único que hubiera podido poner remedio a aquella situación airosamente, perdió todas las oportunidades a causa de los parloteos absurdos de Norton.

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