Authors: Agatha Christie
—¿Un deber? —inquirí, nada convencido.
Judith se volvió hacia mí.
—Sí. Un deber. Es necesario el concurso de alguien de mente clara, que acepte la responsabilidad de la acción.
Boyd Carrington denegó con un movimiento de cabeza.
—¿Para acabar en el estrado de los acusados, como responsable de un asesinato?
—No es ineludible eso. Y de todas maneras, si usted ama a alguien sabrá encajar el riesgo.
—Bueno, bueno, Judith —medió Norton—. Ésa es una responsabilidad muy grave, casi aterradora...
—Yo no pienso igual. La gente tiene demasiado miedo a las responsabilidades. Aceptan éstas cuando se refieren, por ejemplo, a un perro... ¿Por qué no obrar lo mismo tratándose de un ser humano?
—Bueno... Eso es otra cosa muy distinta, ¿no?
Judith afirmó:
—Pues... sí. Es más importante.
Norton murmuró:
—Me deja usted sin aliento.
Boyd Carrington preguntó, curioso:
—En consecuencia, usted aceptaría el riesgo, ¿no?
—Creo que sí. A mí no me da miedo afrontar peligros.
Boyd Carrington volvió a mover la cabeza, convencido.
—No se puede proceder así, sin embargo. No es posible tolerar la existencia dentro del país de personas que se tomen la justicia por sus manos, decidiendo cuando se tercie sobre materias tan graves como son la vida y la muerte.
Norton manifestó:
—A mí me parece, Boyd Carrington, que sucedería esto: a la mayor parte de la gente le faltaría valor para aceptar esa responsabilidad —sonrió débilmente al mirar a Judith—. No creo que usted reaccionara así llegado el momento.
Judith repuso, muy serena:
—Nunca se posee una absoluta seguridad en nada. No obstante, pienso que no me faltaría ese valor.
Norton repuso, con un ligero pestañeo:
—No procedería así, Judith. Es decir, a menos que tuviera un motivo personal.
La joven se ruborizó ligeramente ahora, apresurándose a contestar, con viveza:
—Sus palabras demuestran que no me ha comprendido. De poseer yo un móvil de tipo personal, ya no podría hacer nada. ¿Es que no lo ven? —agregó Judith, mirándonos a todos alternativamente—. Tiene que ser una cosa totalmente impersonal. Uno puede asumir la responsabilidad de... acabar con una vida siempre y cuando esté seguro del móvil que le impulsa. Ha de ser una acción desprovista por entero de egoísmos.
—Con todo —insistió Norton—, usted no haría eso.
Judith replicó, terca:
—Sí que lo haría. Empezaré por decirle que yo no considero la vida una cosa sagrada, como ustedes la ven. Hay que echar a un lado las vidas inútiles, las que no sirven para nada. Somos muchos. Solamente quienes estén en condiciones de prestar un servicio honesto a la comunidad tienen derecho a sobrevivir. Los demás deben ser eliminados, evitándoles totalmente el dolor.
La joven apeló de repente a Boyd Carrington,
—Usted está de acuerdo conmigo, ¿verdad?
Él respondió, hablando lentamente:
—En principio, sí. Únicamente deben sobrevivir quienes valen la pena.
—¿No se tomaría usted la justicia por su mano, de ser necesario?
—Quizá —dijo Boyd Carrington, vacilante—. No lo sé...
Norton señaló, sereno:
—En teoría, encontrará mucha gente que esté de acuerdo con usted. Ahora bien, en el terreno práctico, la cosa cambia.
—Eso no es lógico.
—Desde luego que no —manifestó Norton, impaciente—. Todo queda reducido, realmente, a una cuestión de
courage
. No todo el mundo posee el arranque preciso para eso, por así decirlo.
Judith guardó silencio. Y Norton continuó hablando:
—Con franqueza, Judith: usted sería de las personas faltas del valor indispensable llegado el momento crítico.
—¿Usted cree?
—Estoy seguro.
—A mí me parece que está usted en un error, Norton —manifestó Boyd Carrington—. Yo creo que Judith posee suficiente valor para proceder en el sentido indicado. Por suerte, esas ocasiones a que ha aludido no se presentan con frecuencia.
Llegó hasta los oídos de todos el sonido del gongo, en la casa.
Judith se puso en pie.
Marcando bien las palabras, la joven dijo a Norton:
—Está usted en un error. Yo tengo más valor... mucho más valor del que usted me supone.
Judith echó a andar rápidamente hacia el edificio. Boyd Carrington la siguió.
—¡Eh! Espere un momento, Judith.
Yo eché a andar también, Tras ellos. Sin saber concretamente por qué, me sentía profundamente abatido. Norton, especialmente sensible ante ciertas actitudes, quiso consolarme.
—No vaya a tomar sus palabras en serio —me dijo—. ¿Qué cerebro juvenil no ha albergado alguna vez esas ideas? Por fortuna, luego no se practica nada de lo pensado. Y todo se queda en puro parloteo.
Creo que Judith le oyó, pues volvió la cabeza para dispensar a mi acompañante una furiosa mirada.
Norton bajó la voz.
—Las teorías no tienen por qué preocuparnos. Son sólo eso: teorías... Sin embargo, Hastings...
—¿Qué?
Norton me dio la impresión de sentirse un tanto embarazado.
—No quisiera que me juzgara un entrometido, pero... ¿Qué sabe usted de Allerton?
—¿De Allerton?
—Sí... Lamento inmiscuirme en cosas que... Con franqueza: yo, en su lugar, no dejaría que Judith frecuentara mucho esa amistad. Goza el hombre de una reputación no muy buena...
—Puedo ver por mí mismo qué clase de individuo es —contesté, con amargura—. Sin embargo, no es fácil intervenir en casos como éste.
—¡Oh! Ya sé. Todas las chicas afirman que saben cuidar perfectamente de sí mismas. Y es verdad, muchas veces. Pero sucede que Allerton dispone de una técnica personal para las «resistentes» —Norton vaciló unos segundos antes de añadir—: Creo que tengo la obligación de contárselo... Sé una cosa relacionada con ese individuo que revela perfectamente su catadura moral.
Norton me refirió sobre la marcha una historia indignante, que más adelante yo podría comprobar en todos sus detalles. Protagonista de aquélla: una chica segura de sí misma, moderna, independiente. Allerton se había visto obligado a emplear todos sus recursos. Luego, llegó el aspecto real, feo, de la aventura. Y posteriormente, el final trágico: la muchacha burlada se había quitado la vida ingiriendo una dosis mortal de somníferos.
Lo peor del caso era que aquella joven era del estilo de Judith: rabiosamente independiente, decidida a valerse siempre por sí misma. Esta clase de mujeres, por añadidura, cuando se enamoraban lo hacían con una entrega total, con un apasionamiento que ni siquiera era capaz de imaginar una chica vulgar.
Al entrar en el comedor me sentía terriblemente preocupado.
¿Le preocupa a usted algo,
mon ami
? —me preguntó Poirot aquella tarde. No contesté nada. Me limité a mover la cabeza a un lado y a otro. Pensaba que no tenía derecho a inquietar a Poirot con lo que era realmente un problema estrictamente personal. Por otro lado, ¿qué podía hacer?
Judith no hubiera aceptado ninguna protesta por mi parte. Habría acogido mis palabras con la sonrisa de desdén típica en los jóvenes cuando se ven forzados a escuchar los consejos de los mayores.
Judith, mi Judith...
Aquél fue un día muy malo para mí. Posteriormente, pensando en el mismo, he llegado a la conclusión de que pesaba también sobre mí la especial atmósfera de Styles. Era lógico que entonces mi fantasía se disparara. Contaba el triste pasado de la mansión, los siniestros momentos de entonces... La sombra de un crimen... Un asesino que andaba suelto por la casa, moviéndose libremente.
Y yo estaba convencido de que ese asesino era Allerton. ¡Y Judith se estaba enamorando de él! Esto resultaba increíble, monstruoso. Yo no sabía qué determinación tomar.
Tras la comida, Boyd Carrington me llevó aparte para hablar conmigo. Se aclaró la garganta brevemente antes de abordar el tema. Por fin, me dijo, muy serio:
—No quisiera que me juzgara mal, pero me creo en el deber de advertirle que es necesario que hable con su hija. Póngala en guardia. Usted ya sabe que Allerton es un individuo que goza de pésima reputación... Judith no saldrá ganando nada con esa amistad.
A un hombre que no tiene hijos le resulta muy fácil expresarse en estos términos. Mi hija no aceptaría nunca mis consejos.
¿De qué podía servir mi intervención? ¿No empeoraría la situación con mis palabras?
Admito que sentí la tentación de mantenerme aparte, de callar. Pero después me dije que esta actitud suponía una cobardía tan sólo. Decidí, por último, poner las cartas sobre la mesa. Estaba atemorizado. Tenía miedo de que a mi bella Judith, joven, inexperta a pesar de todo, le ocurriera algo desagradable.
Fui de un lado a otro del jardín. Mis pensamientos eran progresivamente más confusos. En uno de aquellos precipitados paseos fui a parar al macizo de las rosas7 donde, inesperadamente, descubrí a Judith, sentada. Nunca he visto en un rostro femenino una expresión mayor de preocupación.
Su presencia decidió mi conducta, sin más reflexión.
Me acerqué a ella. Únicamente entonces me vio.
—Judith —le dije—. Judith, por amor de Dios, no estés tan preocupada.
Se volvió hacia mí, con un sobresalto.
—¿Qué quieres decir?
Las palabras acudían atropelladamente a mis labios. Pensé que sería terrible si se resistía a continuar escuchándome...
—Mi querida Judith... No vayas a pensar que no lo sé, que no acierto a verlo. Él no vale la pena... ¡Oh! Créeme: no vale la pena.
Judith escrutó mi faz, alarmada. No obstante, respondió con serenidad:
—¿Crees realmente saber de qué estás hablando?
—Sí... A ti te atrae ese hombre, pero escúchame, querida: no te conviene, no...
Ella esbozó una sonrisa de tristeza, una sonrisa que me partió el corazón.
—Eso lo sé yo tan bien como tú, quizá.
—No, no lo sabes... ¡Oh, Judith! ¿Qué puedes sacar de todo esto? Se trata de un hombre casado. ¿Qué porvenir hay aquí para ti? Es algo que sólo puede acarrearte sufrimientos, algo con un desenlace saturado de amargura.
Su sonrisa se acentuó Y aún me pareció más triste.
—Con qué facilidad te expresas, ¿eh?
—Renuncia, Judith...
—¡No!
—Él no es digno de ti, querida.
Judith repuso, serenamente:
—Estás en un error, padre. Él se lo merece todo.
—No, no, Judith. Por favor, te ruego que...
La sonrisa se desvaneció. Judith se volvió hacia mí, furiosa, irguiéndose un poco.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Por qué has de entrometerte en mis asuntos? ¡Es que no lo soporto! No vuelvas a hablarme en ese tono de nuevo. Haces que te odie. Eso no es de tu incumbencia. Se trata de mi vida... ¿Con qué derecho te inmiscuyes en mis asuntos privados?
Judith se puso en pie. Con firme mano, me echó suavemente a un lado, alejándose. Había salido disparada, hecha una furia. Me dejó profundamente abatido.
Un cuarto de hora más tarde continuaba en el mismo sitio, incapaz de decidir qué debía hacer seguidamente.
Elizabeth Cole y Norton se unieron luego a mí.
Los dos, según comprendí más adelante, fueron muy amables conmigo. Ambos debieron de darse cuenta de mi turbación mental en aquellos momentos. Comportándose con mucho tacto, no aludieron para nada a esto. Me obligaron a dar un paseo con ellos. Mis acompañantes eran, indudablemente, amantes de la naturaleza. Elizabeth Cole me habló de las flores silvestres que íbamos encontrando al paso. Norton me forzó a utilizar sus prismáticos en varias ocasiones para que pudiera contemplar a gusto unos pájaros.
Sus palabras eran interesantes. A mí me sirvieron de sedante. La conversación se centró exclusivamente en los graciosos seres alados y en la flora de la comarca. Poco a poco, fui volviendo a la normalidad. Sin embargo, por debajo de aquella aparente calma me poseía todavía un gran desasosiego.
Yo me inclinada a pensar, como suele pasar en tales situaciones, que todo lo que pudiera ocurrir tendría a la fuerza que ver con mi personal perplejidad.
Por consiguiente, cuando Norton se llevó a los ojos sus prismáticos, para señalar que acababa de localizar a un pájaro carpintero de determinadas características, guardando silencio de pronto, recelé inmediatamente algo anormal. Alargué la mano para que me diera los gemelos.
—Déjeme ver.
Pronuncié estas dos palabras en un tono apremiante.
Norton se mostró inexplicablemente reacio, contestándome, nervioso:
—Me... me he equivocado. El pájaro ha volado... Creo que era un ejemplar corriente, la verdad.
Se había puesto muy pálido. Rehuía nuestras miradas. Parecía encontrarse sumamente desconcertado.
Llegué a una conclusión que incluso ahora estimo razonable: Norton acababa de contemplar algo que no quería que viera yo.
Fuera lo que fuera aquello, se había quedado tan desconcertado que Elizabeth Cole y yo no tuvimos más remedio que advertirlo.
Había enfocado con los prismáticos una zona de bastante vegetación que quedaba distante. ¿Qué era lo que había descubierto por allí? —Déjeme los prismáticos un instante —insistí.
Se los arrebaté, casi. Él hizo un movimiento instintivo de resistencia. Actuó con torpeza. Y yo me mostré más bien brusco.
Norton murmuró, débilmente:
—En realidad, no era Bueno, el pájaro ha remontado el vuelo. Yo quisiera...
Mis manos temblaban levemente cuando empecé a ajustarme los prismáticos a los ojos. Eran éstos de gran potencia. Los enfoqué sobre el punto que a mi juicio había estado estudiando Norton.
Pero no vi nada... Bueno, distinguí algo blanco (¿un vestido femenino blanco?) que se perdía entre los árboles.
Sin pronunciar una sola palabra, devolví a Norton sus prismáticos. No me miró siquiera. Me dio la impresión de que se hallaba preocupado, perplejo.
Emprendimos el regreso a la casa juntos. Recuerdo que Norton no habló en todo el camino.
La señora Franklin y Boyd Carrington entraron poco después de haber vuelto nosotros. Él la había llevado en su coche a Tadcaster porque su acompañante pretendía comprar algunas cosas.
Ella había aprovechado bien el desplazamiento, según deduje. Del coche salieron numerosos paquetes. La señora Franklin estaba muy animada. No paraba de hablar ni de reír. Sus mejillas habían tomado un poco de color.