Telón (23 page)

Read Telón Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: Telón
12.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Subí para acostarme a las once menos cuarto. No quise entrar en la habitación de Poirot. Podía haber estado durmiendo. Además, no tenía ganas de seguir pensando en Styles y sus problemas. Deseaba dormir... Quería entregarme al sueño y olvidarlo todo.

Me hallaba medio amodorrado cuando oí un sonido. Pensé que alguien acababa de llamar a la puerta de mi cuarto.

—¡Entre! —dije.

Como no me contestara nadie encendí la luz. Luego, me levanté, echando un vistazo al pasillo.

Norton acababa de salir del cuarto de bañó, entrando en su habitación. Llevaba una bata a cuadros, de un color particularmente raro. Tenía los cabellos erizados, como de costumbre. Después de entrar en su dormitorio, cerró la puerta. Luego, hizo girar la llave en la cerradura.

Sobre mi cabeza, escuché un vago rumor de truenos. Se acercaba la tormenta.

Me volví a la cama, presa de una ligera inquietud, suscitada precisamente por el sonido de aquella llave al girar...

Sugería, levemente, siniestras posibilidades. ¿Cerraba Norton siempre la puerta con llave por la noche?, me pregunté. ¿Le había prevenido Poirot que debía proceder así? Recordé con un repentino sobresalto entonces que la llave de la puerta de la habitación de Poirot había desaparecido misteriosamente.

Me tendí en la cama. Mi inquietud iba en aumento. El rugido de la tormenta, sobre mi cabeza, contribuía a incrementar mi nerviosismo. Me levanté, por fin, cerrando mi puerta con llave. Seguidamente, volví a la cama, quedándome dormido.

2

Entré en la habitación de Poirot antes de trasladarme a la planta baja para desayunar.

Estaba acostado. A mí me impresionó mucho su mal aspecto. Tenía unas profundas ojeras y todo delataba un gran cansancio en su rostro.

—¿Cómo se encuentra usted, amigo mío?

Poirot me miró, parpadeando.

—Simplemente: existo. Todavía existo.

—¿Le duele algo?

—No... Sólo me encuentro cansado —suspiró, añadiendo—: muy cansado.

Guardé silencio un momento, preguntándole a continuación:

—¿Qué pasó anoche? ¿Le dijo Norton lo que vio aquel día?

—Me lo dijo, sí.

—¿Y qué fue?

Poirot se quedó pensativo largo rato antes de contestar:

—No estoy seguro, pero me inclino a pensar, Hastings, que lo mejor es no decírselo. Usted pudiera dar una interpretación equivocada...

—¿De qué me está hablando?

—Norton —manifestó Poirot, resueltamente— dice que vio a dos personas...

—Judith y Allerton —puntualicé—. Es lo que me figuré desde el primer momento.


Eh bien
, non. No se trataba de Judith y Allerton. Me imaginé que llegaría usted a una interpretación errónea... ¡Es usted un hombre obsesionado por una sola idea!

—Lo siento —repuse, azorado—. Explíquese.

—Se lo explicaré todo mañana. Deseo reflexionar ahora sobre varias cosas.

—¿Contribuye... eso a aclarar el caso?

Poirot asintió. Cerró los ojos, echándose hacia atrás, recostándose en las almohadas.

—El caso ha terminado. Sí. Ha quedado liquidado. Sólo nos quedan por atar unos cuantos cabos. Váyase a desayunar, amigo mío. Haga el favor de enviarme a Curtiss.

Salí de allí. Quería ver a Norton. Sentía mucha curiosidad por saber qué le había dicho a Poirot.

No me sentía del todo satisfecho. La falta de alegría en los gestos de Poirot me había sorprendido desagradablemente. ¿Por qué aquella persistente reserva? ¿Por qué aquella profunda e inexplicable tristeza? ¿Qué verdad existía detrás de todo aquello?

Norton no se encontraba, en el comedor.

Unos minutos después, fui al jardín. Tras la tormenta, podía respirarse allí un aire puro, fresco, que ensanchaba los pulmones. Observé que había llovido mucho. Boyd Carrington estaba dando un paseo. Me alegré de verle y me hubiera gustado entonces confiar a él mis pensamientos. Hacía varios días que sentía tales deseos. Ahora me inclinaba más que nunca a proceder así. Poirot, realmente, no era el hombre idóneo ya para llevar adelante aquel asunto.

Esta mañana, Boyd Carrington se presentaba ante mí animado por una gran vitalidad. Me sentí seguro de mí, cordial.

—Hoy se ha levantado tarde, ¿eh? —señaló Boyd Carrington.

Hice un gesto de afirmación.

—Es que me acosté bastante tarde también —repuse.

—Anoche hubo una tormenta regular. ¿No oyó los truenos?

Recordé que en pleno sueño había sido consciente de oírlos.

—Ayer no me sentía muy bien, por efecto del tiempo, supongo —declaró Boyd Carrington—. Hoy me encuentro mucho mejor.

Mi interlocutor estiró los brazos, bostezando.

—¿Dónde para Norton? —inquirí

—No creo que se haya levantado todavía. Es muy perezoso, por lo visto.

Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, los dos levantamos la vista al mismo tiempo. Las ventanas de la habitación de Norton quedaban ante nosotros, precisamente. Experimenté cierta extrañeza. En el muro que teníamos delante, las únicas ventanas que seguían cerradas eran las de Norton.

—¡Qué raro! —exclamé—. ¿Se habrán olvidado de llamarle?

—Resulta chocante, sí. Espero que no esté enfermo. Vayamos a verle.

Subimos al piso. La doncella, una criatura de aire bastante estúpido, se encontraba en el pasillo. Respondiendo a la pregunta que le formulamos, contestó que el señor Norton no le había contestado al llamar a su puerta. Había repetido la llamada con idéntico resultados, dos o tres veces. La puerta estaba cerrada con llave.

Me invadió un desagradable presentimiento. Apliqué los nudillos a la puerta con fuerza, diciendo al mismo tiempo:

—¡Norton! ¡Norton! ¿Está usted despierto?

Y con creciente inquietud, repetí:

—¿Está usted despierto, Norton?

3

Cuando tuvimos la certeza de que no íbamos a obtener contestación, nos fuimos en busca del coronel Luttrell. Nos escuchó atentamente. Sus azules ojos reflejaron una vaga alarma. Se tiró nerviosamente de las puntas de su bigote.

La señora Luttrell, siempre inclinada a adoptar decisiones radicales, no se anduvo, tampoco ahora, con rodeos.

—Hay que abrir esa puerta como sea. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Por segunda vez en mi vida, dentro de Styles, veía una puerta abierta violentamente. Y ahora tenía ocasión de contemplar lo mismo que viera en la primera ocasión.

Norton estaba tendido en su lecho embutido en su bata. En uno de los bolsillos de ésta se hallaba la llave de la puerta. En la mano tenía una pequeña pistola, un juguete, a primera vista, pero capaz de producir los mismos efectos que cualquier otra arma de mayor tamaño. Exactamente, en el centro de su frente, se advertía un menudo orificio.

Por espacio de unos minutos, no acerté a concretar lo que me recordaba aquello. Se trataba, seguramente, de algo muy viejo...

Me encontraba también demasiado cansado para recordar.

Nada más entrar en la habitación de Poirot, éste supo interpretar lo que reflejaba mi rostro.

Inquirió, rápidamente:

—¿Qué ha pasado? ¿Norton... ?

—¡Ha muerto!

—¿Cómo? ¿Cuándo?

Le expliqué brevemente lo ocurrido.

Añadí fatigado:

—Aseguran que se trata de un suicidio. ¿Qué otra cosa puede afirmarse? La puerta estaba cerrada con llave. Las ventanas, también. La llave estaba en el bolsillo de su bata. ¡Pero si en realidad yo llegué a verle entrar en su habitación y le oí cerrar la puerta!

—¿Le vio usted, Hastings?

—Sí, anoche.

Le di unas explicaciones complementarias.

—¿Está seguro de que era Norton?

—Desde luego. Hubiera podido identificar esa terrible bata en cualquier parte.

Por un momento, Poirot volvió a ser el hombre de los viejos tiempos.

—¡Ah! Es un hombre lo que está usted identificando, y no una bata. ¿No lo comprende?
Ma foi!
Cualquier persona sería capaz de embutirse en una bata.

—Es verdad —reconocí— que no llegué a verle la cara. Pero aquéllos eran sus cabellos, y la figura cojeaba un poco...

—¡Cualquiera es capaz de cojear,
mon Dieu!

Miré a Poirot, sobresaltado.

—¿Quiere usted sugerirme, Poirot, que no era Norton el hombre que yo vi?

—No estoy sugiriendo nada de eso. Me siento, simplemente, enojado por las razones tan poco científicas que aduce a la ahora de asegurar que se trataba de Norton. No, no... Ni por un solo instante he querido sugerir que no fuera Norton aquel hombre. Resulta difícil que se tratara de otro... Todos los hombres de la casa son altos, mucho más altos que él... En fin, no se puede ocultar la talla. Él mediría un metro y sesenta y cinco centímetros, diría yo.
Tout de même
, eso es como un truco de prestidigitador, ¿no? Entra en su habitación, cierra la puerta con llave, se guarda la misma en un bolsillo de la bata, y es encontrado horas más tarde con una pistola en la mano... y la llave en su bolsillo.

—Así pues, ¿usted no cree que se suicidara?

Lentamente, Poirot movió la cabeza, denegando.

—No. Norton no se suicidó. Norton fue asesinado.

4

Bajé las escaleras. Mi mente era un hervidero de revueltas ideas. Aquello resultaba en extremo inexplicable. Puede perdonárseme, en consecuencia, que no advirtiera el siguiente paso, inevitable. Estaba ofuscado. Mi cerebro no funcionaba adecuadamente.

Y sin embargo, ¡era todo tan lógico! Norton había sido asesinado... ¿Por qué? Porque alguien había querido impedir que dijera lo que había visto... Es lo que yo creía.

Pero él había confiado a otra persona aquel conocimiento. Por tanto, esa persona se encontraba también en peligro... Estaba en peligro y, además, se hallaba imposibilitada. Hubiera debido darme cuenta de eso. Hubiera debido preverlo —
Cher ami!
—había exclamado Poirot cuando yo abandoné la habitación.

Fueron aquéllas las últimas palabras que había de oír de sus labios. En efecto, cuando Curtiss entró en la habitación para atenderle encontró a su señor muerto...

Capítulo XVIII
1

No quisiera escribir sobre esto una sola línea. Quería pensar en ello lo menos posible. Hércules Poirot había muerto... Y con él había muerto también buena parte de Arthur Hastings.

Facilitaré los hechos escuetamente, sin adornos literarios. No podría proceder de otro modo.

Poirot murió, se dijo, por causas naturales. Concretamente, murió a consecuencia de un fallo cardíaco. Franklin declaró que había esperado en todo momento que falleciera de eso. Indudablemente, la muerte de Norton le había producido una intensa emoción. Por un descuido, al parecer, las ampollas de nitrato de amilo no se encontraban en la mesita de noche, junto a su cama.

¿Se trataba de un descuido realmente? ¿Las quitó alguien deliberadamente de allí? Tenía que haber habido algo más. X no podía contar solamente con el ataque cardíaco.

Lo confieso: me niego a creer que la muerte de Poirot fuese debida a causas naturales. Poirot fue asesinado... Lo mismo que Norton, igual que Bárbara Franklin. Y yo no sé por qué murieron estas personas... ¡Y no sé quién las asesinó!

Se celebró una encuesta con motivo de la muerte de Norton, siendo promulgado un veredicto de suicidio. El único punto dudoso fue el expuesto por el forense, quien manifestó que resultaba muy difícil para una persona dispararse un tiro en el centro exacto de su frente. Pero se trataba únicamente de la sombra de una duda... Todo aparecía muy claro, muy sencillo. La puerta de la habitación había sido cerrada con llave por dentro; esta llave fue encontrada en uno de los bolsillos de la bata que vestía la víctima; las ventanas estaban cerradas; una de las manos del muerto empuñaba una pistola... Norton se había quejado con frecuencia de que sufría agudos dolores de cabeza. De otro lado, últimamente, había efectuado erróneas inversiones de dinero. No eran éstas unas razones muy sólidas para explicar un suicidio, pero fueron traídas a colación...

La pistola, al parecer, era suya. La doncella del piso la había visto en un par de ocasiones sobre la cómoda, durante su estancia en Styles. En eso habla quedado todo. Otro crimen bien montado. ¿Con qué otra solución podía darse?

En el duelo entablado entre Poirot y X, X había ganado la partida. Había llegado para mí la hora de actuar. Entré en la habitación de Poirot, llevándome su cartera de mano. Sabía que me había nombrado su albacea, de maque yo tenía perfecto derecho a comportarme así. La llave colgaba de un hilo, sujeto al cuello. Una vez en mi cuarto, abrí la cartera a fin de examinar su contenido. Inmediatamente, sufrí un fuerte sobresalto. Los dossiers referentes a los casos de X habían desaparecido. Los había visto yo allí un día o dos antes, cuando Poirot abriera la cartera. De haber necesitado una prueba de la intervención de X, ya la tenía. Una de dos: o Poirot había destruido aquellos papeles por sí mismo (cosa improbable), o bien era X quien había procedido de este modo.

X... X... Siempre aquel condenado enemigo denominado X.

Pero la cartera no estaba vacía. Recordé unas palabras de Poirot: éste me había prometido que encontraría otras indicaciones cuya existencia ignoraría X.

¿Se hallaban allí tales indicaciones?

Localicé en la cartera un ejemplar, en edición barata, de una de las obras de Shakespeare: Otelo. El otro libro hallado fue John Fergueson, de St. John Ervine. Contenía un marcador en las páginas del tercer acto.

Me quedé absorto, contemplando los dos libros, sin saber qué pensar.

Aquéllas eran las pistas que Poirot me había dejado... ¡A mí no me decían nada!

¿Qué podían significar realmente?

Sólo se me ocurrió una idea: ¿me encontraría frente a una especie de código o clave? Podía tratarse, sí, de un código de palabras basado en las obras.

Pero, en tal caso, ¿cómo podía valerme de él?

Allí no había palabras ni letras subrayadas, para hacerlas resaltar. Realicé distintas combinaciones, sin el menor resultado.

Leí con toda atención el tercer acto de John Fergueson, desde la primera hasta la última página. Hay en él una admirable, una emocionante escena, con parlamentos de Clutie John, escena que termina con la salida del joven Fergueson, que marcha en busca del hombre que ha engañado a su hermana. Se trata de un personaje magistralmente descrito, pero... ¡yo no podía pensar que Poirot se empeñara en mejorar mis gustos literarios!

Other books

War and Peace by Leo Tolstoy
CA 35 Christmas Past by Debra Webb
The Last Card by Kolton Lee
The Dower House by Malcolm MacDonald
Retaliation by Bill McCay
The Twelve Stones by Rj Johnson
Echoes by Robin Jones Gunn