Authors: Agatha Christie
—Usted ha aludido a un tercer método —le recordé.
—¡Oh, sí! El tercer procedimiento exige el mayor ingenio. Hay que adivinar cómo y cuándo va a ser asestado el golpe; hay que estar dispuesto a intervenir en el momento exacto. Es preciso sorprender al asesino, si no
in fraganti
, sí como culpable de unas censurables intenciones, más allá de toda duda.
»Eso, amigo mío —prosiguió diciendo Poirot—, es un asunto extraordinariamente difícil y delicado. Ni por un momento me atrevería yo a garantizar el éxito del procedimiento. Puede que a mí se me tenga por engreído, pero la verdad es que no llego a serlo en tal medida.
—¿Qué método se propone usted aplicar aquí?
—Los tres, probablemente. El primero es el más difícil.
—¿Por qué? A mí se me antoja el más fácil.
—Sí, en el caso de saber cuál es la víctima. Pero, ¿es que no se ha dado cuenta, Hastings, de que aquí no tengo la menor idea sobre la identidad de la víctima?
—¿Cómo?
La pregunta se me escapó instintivamente. Luego, empecé a apreciar las dificultades de la situación. Había, tenía que haber, algo que sirviera de eslabón, que uniera a toda aquella serie de crímenes, pero desconocíamos aquél. No sabíamos cuál era el móvil, el vitalmente importante móvil. Y sin conocer este dato nos era imposible decir quién se veía amenazado.
Poirot hizo un gesto de asentimiento al advertir por la expresión de mi rostro que yo me hacía cargo de las dificultades de la situación.
—Ya ve usted, amigo mío, que la cosa no es tan fácil.
—No —repuse—, no es fácil, en efecto. ¿No ha podido usted hasta el momento presente relacionar de alguna manera los diferentes casos?
Poirot movió la cabeza, denegando.
Reflexioné de nuevo, preguntándole:
—¿Está usted seguro de que no existe un móvil de tipo económico, hábilmente disfrazado, algo semejante, por ejemplo, a lo que descubrió en el caso de Evelyn Carlisle?
—No hay nada por el estilo. Y usted sabe, mi querido Hastings, que lo primero que suelo considerar cuando trato de aclarar enigmas de este tipo es la cuestión económica.
Esto era cierto. Poirot se había mostrado siempre un hombre radicalmente cínico en lo tocante al dinero.
Me quedé pensativo nuevamente. ¿Había por en medio una «vendetta» de una clase u otra? Esto se hallaba más de acuerdo con los hechos. Pero aun así faltaba el eslabón buscado. Recordé una narración que yo había leído referente a una serie de crímenes... La pista la había dado el hecho de haber formado todas las víctimas parte de un jurado, siendo los crímenes cometidos por un hombre a quienes los desaparecidos habían condenado. Algo de ese género tenía que concurrir en el caso que examinábamos. Me siento avergonzado al confesar que me reservé la idea. Me hubiera apuntado un tanto muy bueno de haber podido presentarme más tarde ante Poirot con la solución.
Opté por preguntar a Poirot:
—¿Quiere usted decirme ahora quién es X?
Con gran irritación por mi parte, mi interlocutor hizo un decidido movimiento denegatorio de cabeza.
—Eso, amigo mío, no pienso decírselo.
—¡Qué tontería! ¿Por qué razón?
Poirot parpadeó varias veces.
—Porque usted,
mon cher
, sigue siendo el Hastings de antes. Conozco perfectamente algunas de sus actitudes. No quiero dar lugar, ¿me comprende?, a que se quede sentado ante X con la boca abierta y diciendo claramente, con la expresión de su cara: «Esta persona... que estoy contemplando ahora... es un asesino».
—Usted sabe también que soy capaz de disimular cuando resulta necesario.
—Cuando usted se esfuerza por disimular algo, todo sale peor aún. No, no,
mon ami
. Hemos de actuar ambos de riguroso incógnito, usted y yo. Más tarde, cuando ataquemos, atacaremos de golpe.
—Es usted endiabladamente obstinado —repuse—. Yo me las arreglo muy bien cuando...
Guardé silencio de pronto porque alguien acababa de llamar a la puerta.
—¡Adelante! —dijo Poirot.
Entró en la habitación mi hija Judith.
Me gustaría describir a Judith, pero la verdad es que ninguna vez se me ha dado bien esta clase de cosas.
Judith es alta y camina siempre con la cabeza bien erguida. Tiene unas cejas finas y oscuras y el óvalo de su cara es perfecto, siendo su expresión severa. Hay una nota de desdén en su rostro. He pensado a menudo que sugiere algo trágico.
Judith no se acercó a mí para darme un beso. No es de esa clase de muchachas. Se limitó a sonreír, diciéndome:
—Hola, padre.
Su sonrisa era tímida, de reserva, pero me hizo sentir que a pesar de su falta de efusión experimentaba alguna alegría al verme.
—Bien. Aquí me tienes —contesté.
Frecuentemente, ante los representantes de la generación actual me siento absurdamente nervioso.
—Has hecho muy bien en venir a esta casa —declaró Judith.
—Le estaba hablando de nuestra cocina —explicó Poirot.
—¿Es mala? —inquirió Judith.
—Tú no debes hacer esta pregunta, muchacha. ¿Es que no aciertas a pensar más que en los tubos de ensayo y los microscopios? Uno de tus dedos está manchado de azul de metileno. Malas perspectivas se le ofrecen a tu esposo si no te interesas por su estómago.
—Yo me atrevería a decir que no voy a tener nunca ningún esposo de que ocuparme.
—Ciertamente que lo tendrás. ¿Para qué te creó el
bon Dieu
?
—Supongo que para muchas cosas —manifestó Judith.
—La primera de ellas es
le marriage
.
—Perfectamente —contestó mi hija—. Usted me encuentra un esposo agradable y yo cuidaré con la máxima atención de su estómago.
—Esta chica se ríe de mí —indicó Poirot—, Algún día se dará cuenta de lo sabios que resultan ser los viejos.
Hubo otra llamada a la puerta, entrando entonces el doctor Franklin. Era un hombre de unos treinta y cinco años de edad, alto, angular, con una mandíbula voluntariosa, cabellos rojizos y ojos azules, muy brillantes. Nunca había visto yo un individuo más desgarbado que él. Tropezaba con todo distraídamente.
Tropezó con el biombo que se encontraba cerca de la silla de Poirot y volvió a medias la cabeza, murmurando automáticamente:
—Perdone.
Me dieron ganas de echarme a reír, pero observé que Judith continuaba manteniéndose muy seria. Me imaginé que estaba habituada a aquella clase de cosas.
—Usted se acordará de mi padre —dijo Judith.
El doctor Franklin experimentó una especie de sobresalto, contemplándome con los párpados entreabiertos. Seguidamente, me tendió una mano, diciéndome, vacilante:
—Desde luego, desde luego... ¿Cómo está usted? Oí decir que iba a venir... —volviéndose hacia Judith—. ¿Cree usted que es necesario que nos cambiemos de ropas? En caso contrario, podríamos trabajar durante un rato después de la cena. Si lográramos dejar preparadas unas cuantas placas más para el microscopio...
—Yo deseaba hablar con mi padre —señaló Judith.
—¡Oh, sí! Sí, desde luego —de repente, el doctor esbozó una sonrisa de excusa, una sonrisa infantil—. Lo siento... Siempre pienso en lo mismo. Resulta imperdonable... Me he vuelto egoísta. Perdónenme.
El reloj de la habitación dio unas campanadas y Franklin echó un vistazo al suyo.
—¡Santo Dios! ¿Tan tarde es ya? Me van a dar un disgusto. Le prometí a Bárbara que le leería un poco antes de la cena.
Nos miró alternativamente y se encaminó apresuradamente hacia la puerta, tropezando con el marco de la misma al salir.
—¿Cómo está la señora Franklin? —pregunté.
—Lo mismo que antes. Peor, quizá —respondió Judith.
—Es una pena que se haya convertido en una inválida —comenté.
—Es algo enloquecedor para un médico —subrayó Judith—. A los médicos les gusta la gente llena de salud.
—¡Qué duros sois los jóvenes! —exclamé.
Judith respondió, fríamente:
—Me he limitado a señalar un hecho.
—Sin embargo —dijo Poirot—, el buen doctor se apresura a ir en su busca para leerle un poco...
—Una estupidez —sentenció Judith—. La enfermera que la atiende puede hacer eso perfectamente... Personalmente, me resulta insoportable oír a alguien leyéndome algo en voz alta.
—Bueno, cada uno tiene sus gustos —manifesté.
—Esa mujer es una estúpida —declaró mi hija.
—Un momento, un momento,
mon enfant
—dijo Poirot—. No estoy de acuerdo contigo.
—Sus preferencias se inclinan siempre hacia la novela de escasa calidad. Jamás se interesa por el trabajo de su marido. No se mantiene al corriente de las nuevas ideas. Se dedica exclusivamente a hablar de su salud a todos los que tienen paciencia suficiente para escucharla.
—Continuó opinando —insistió Poirot— que esa mujer emplea su sustancia gris, querida niña, de una forma acerca de la cual tú no sabes nada.
—Es un tipo de mujer muy femenino —dijo Judith—. Le gustan los arrullos, los runruneos... Me imagino que a usted le agradan esas mujeres, tío Hércules.
—En absoluto —declaré—. A él le gustan grandes, impresionantes, y de nacionalidad rusa, a ser posible.
—Así es cómo me delata usted, ¿eh, Hastings? Tu padre, Judith, siempre tuvo debilidad por los cabellos de tono castaño rojizo. Esta clase de cabellos le han traído complicaciones muchas veces.
Judith nos miró a los dos, sonriendo, indulgente.
—¡Qué pareja tan chocante forman ustedes dos!
Dio media vuelta y se fue.
—Tengo que ordenar mis cosas. Es posible que me bañe antes de cenar.
Poirot oprimió un botón que se hallaba al alcance de su mano. Unos momentos después, entraba en el cuarto su criado. Me quedé sorprendido. Aquél era un rostro desconocido para mí.
—¿Cómo es eso? ¿Dónde está George?
George había estado junto a Poirot varios años.
—George ha vuelto a su casa. Su padre se encuentra enfermo. Me imagino que acabará por unirse a mí de nuevo. Entretanto... —Poirot sonrió, mirando al hombre— es Curtiss quien cuida de mí.
Curtiss correspondió a estas palabras con una discreta sonrisa. Era un individuo corpulento, en posesión de un rostro bovino, casi estúpido.
Al ir a cerrar la puerta, observé que Poirot hacía funcionar el cierre de la cartera de mano que contenía los papeles que yo había estado leyendo.
Mi mente era un verdadero torbellino de pensamientos en el instante en que crucé el pasillo para entrar en mi habitación.
Bajé a cenar aquella noche experimentando la impresión de que de pronto, todo lo que estaba en contacto conmigo se había vuelto irreal.
En una o dos ocasiones, mientras me vestía, llegué a calibrar la posibilidad de que Poirot hubiera imaginado cuanto me había referido. En fin de cuentas, mi amigo era ahora un viejo que sufría un grave quebranto de salud. Me había dicho que su mente seguía funcionando a la perfección, como antes... Sin embargo, ¿era esto así? Se había pasado la existencia estudiando el crimen. ¿A quién podía extrañar que al final viera crímenes donde éstos no se habían dado nunca?
Obligado a llevar una vida inactiva, debía de sentirse profundamente irritado. ¿Qué de particular tenía que un hombre como él se inventara una historia capaz de mantener ocupada su imaginación? Le apetecía lanzarse como otras veces a la caza del hombre. Se trataba de una neurosis perfectamente razonable.
Había seleccionado una serie de sucesos públicamente conocidos, viendo en ellos algo inexistente... Él pensaba en una figura misteriosa, en un asesinato en alta escala. Lo más probable era que, efectivamente, la señora Etherington hubiese dado muerte a su esposo, que el trabajador agrícola hubiese matado a su mujer, que una joven hubiera administrado deliberadamente una fuerte dosis de morfina a su vieja tía, que una esposa celosa hubiese eliminado a su marido, tal como había amenazado hacerlo, que una solterona demente hubiese cometido realmente el crimen de que se acusara luego... En efecto, ¡aquellos crímenes venían a ser exactamente lo que parecían!
A este punto de vista (seguramente el dictado por el sentido común) sólo podía oponer mi fe en la perspicacia de Poirot.
Poirot aseguraba que se estaba planeando un crimen. Por segunda vez, Styles se convertía en escenario de un suceso de ese tipo.
El tiempo confirmaría o negaría su aserto, pero de ser verdad a nosotros nos correspondía la misión de impedir un hecho semejante.
Cuanto más pensaba en aquello, más enojado me sentía. Con franqueza: Poirot acababa de obrar muy arbitrariamente. Solicitaba mi colaboración y, sin embargo, se negaba a confiar en mí por completo.
¿Por qué? Me había dado una razón... ¡Una razón muy inadecuada, seguramente! Yo estaba cansado de aquella necia broma acerca de mi «elocuente compostura». Yo era una persona que sabía guardar un secreto como pocas. Poirot había insistido siempre en algo que resultaba humillante para mí: me tenía por un hombre de mente «transparente», afirmando que cualquiera podía leer en mi rostro lo que pasaba por mi cerebro. Muchas veces había intentado atenuar el golpe atribuyéndolo todo a mi carácter honesto, que detesta todas las formas del engaño y la hipocresía.
Desde luego, me dije, si aquella historia era una quimera, alumbrada por la imaginación de Poirot, su reticencia quedaba fácilmente explicada.
No había llegado a formular conclusión definitiva alguna en el instante en que sonó el gongo, y bajé al comedor con una mente abierta, pero con los ojos alerta, con objeto de detectar, si era posible, el mítico personaje llamado X por Poirot.
De momento, estaba dispuesto a aceptar todo lo que mi amigo me dijera como si hubiese sido una verdad del Evangelio. Bajo aquel techo se encontraba una persona que había asesinado ya cinco veces, hallándose dispuesta a matar de nuevo.
¿Quién era esa persona?
En el salón, antes de entrar en el comedor, fui presentado a la señorita Cole y al comandante Allerton. La señorita Cole era una mujer alta, todavía hermosa, que contaría treinta y tres o treinta y cuatro años de edad. Instintivamente, me desagradó el comandante Allerton. Era un hombre bien parecido, entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años, de ancha espalda, con la piel bronceada. Hablaba mucho y la mayor parte de las cosas que decía tenían un doble significado. Bajo sus ojos se veían esas bolsas que casi siempre dibuja una vida disipada. Me imaginé que era un individuo que no paraba un momento, que jugaba o que bebía demasiado. Y, desde luego, tenía que ser, antes que otra cosa, un mujeriego empedernido.