Authors: Agatha Christie
—Oh! Usted debe de ser el capitán Hastings, ¿verdad? —inquirió—. ¡Vaya! Aquí me tiene con las manos sucias de tierra. Ya ve que no me es posible estrecharle las suyas... Nos sentimos encantados de verle por aquí... ¡La de cosas que hemos oído contar acerca de su persona! Bueno, debo presentarme... Soy la señora Luttrell. Mi esposo y yo compramos esta finca en un arrebato de locura y estamos intentando hacer de ella un pequeño negocio. No sé cuándo llegará ese día... He de hacerle una advertencia, no obstante, capitán Hastings. Soy una mujer de negocios. Suelo amontonar extra sobre extra y si no los hay, me los invento.
Los dos nos echamos a reír como si se hubiera tratado de una broma del mejor gusto. Pero yo pensé que lo que acababa de decir la señora Luttrell era, probablemente, la verdad. Tras sus maneras de mujer ya entrada en años y cortés vislumbré una dureza de pedernal.
Aunque la señora Luttrell ocasionalmente afectaba un leve acento irlandés, no corría sangre irlandesa por sus venas. Me encontraba ante una pose.
Pregunté por mi amigo.
—¡Oh! ¡Pobre monsieur Poirot! ¡Con qué ansiedad ha esperado su llegada! El corazón se le derretiría a una, aunque lo tuviera de piedra... Me ha tenido muy preocupada, al verle sufrir como sufre.
Estábamos avanzando ya hacia la casa. Ella empezó a descalzarse los guantes para jardinería que había estado usando.
—Algo semejante me ha ocurrido con su preciosa hija —continuó diciendo la señora Luttrell—. Es una muchacha encantadora. Todos la admiramos muchísimo. Sin embargo, yo, por el hecho de ser una mujer de otro tiempo, estimo que es una pena, y hasta un pecado, que una joven como ella, que debería estar asistiendo constantemente a fiestas y bailando con chicos de su edad, se pase la vida entre conejillos de Indias e inclinada sobre un microscopio. Estas tareas deben ser desempeñadas por otra clase de mujeres...
—¿Dónde está Judith? —pregunté—. ¿Anda cerca de por aquí?
La señora Luttrell hizo una mueca.
—¡Pobre muchacha! Se pasa la vida encerrada en el estudio que se encuentra hacia el fondo del jardín. Se lo alquilé al doctor Franklin, quien lo ha llenado de todo género de chismes y bichos: conejillos de Indias, ratones, etcétera. ¡Animalitos! Bueno, creo que no soy una persona enamorada de la Ciencia, capitán Hastings... ¡Oh! Aquí viene mi esposo.
El coronel Luttrell acababa de doblar la esquina de la casa. Era un hombre alto, de suaves maneras, con muchos años encima, una faz cadavérica, y unos ojos azules y cálidos que contrastaban con los de su esposa. Tenía la costumbre de darse continuos tirones de una de las puntas de su pequeño y blanco bigote.
Tenia unos modales, casi constantemente, de persona indecisa, nerviosa.
—¡George! El capitán Hastings acaba de llegar.
El coronel Luttrell estrechó mi mano afectuosamente.
—Ha llegado usted en el tren de las cinco y cuarenta, ¿eh?
—¿En qué otro tren hubiera podido llegar presentándose a esta hora? —inquirió la señora Luttrell, con viveza—. Bueno, ¿y eso qué más da? Enséñale su habitación, George. Luego, puede ser que desee ver a monsieur Poirot. ¿O prefiere usted que antes de nada le sirvan una taza de té?
Le aseguré que no me apetecía tomar una taza de té en aquel momento y que lo que realmente ansiaba era saludar cuanto antes a mi amigo.
El coronel dijo:
—De acuerdo. Vámonos. Espero... ¡ejem!... que su equipaje haya sido llevado arriba... ¿eh, Daisy?
La señora Luttrell respondió, muy ásperamente:
—Eso es cosa tuya, George, Yo he estado ocupada con el jardín. No puedo encargarme de todo, ¿verdad?
—No, no, claro. Yo... yo me ocuparé de eso, querida.
Seguí al hombre hasta la escalinata de acceso, en la entrada principal de la casa.
Aquí nos encontramos con un individuo de grisáceos cabellos, de constitución no muy robusta, que salía a toda prisa, armado con unos grandes prismáticos. Cojeaba levemente y su rostro tenía una expresión ansiosa, infantil. Manifestó, tartamudeando un poco:
—Junto al sicómoro hay un par de nidos...
Al entrar en el vestíbulo, Luttrell me dijo:
—Ése es Norton. Es un tipo muy agradable. Los pájaros le traen loco.
Vi junto a una mesita un hombre de gran talla que, evidentemente, acababa de telefonear. Levantando la vista, declaró:
—Daría cualquier cosa por poder colgar, arrastrar y descuartizar a todos los promotores y constructores. Nunca hacen nada que esté bien, malditos sean.
Su ira era tan cómica y desesperada que los dos nos echamos a reír. Me sentí inmediatamente atraído por aquel desconocido. Era muy bien parecido, pese a haber rebasado ya los cincuenta años, y su faz estaba muy curtida por el sol. Daba la impresión de haber vivido siempre al aire libre. Podía considerársele perteneciente a un tipo de hombre cada vez más y más raro, un inglés de la vieja escuela, directo, franco, aficionado a los grandes espacios. Parecía estar impreso en él el don del mando.
No me quedé nada sorprendido cuando el coronel Luttrell me lo presentó, diciéndome que se trataba de sir William Boyd Carrington. Había sido, según supe, gobernador de una de las provincias de la India, en cuyo cargo había sabido cosechar muchos éxitos. Era renombrado como una escopeta de primera clase, habiendo practicado durante años la caza mayor. Me dije, entristecido, que en los días de degeneración que vivíamos ya no se daba aquella clase de hombres.
—Muy bien —dijo sir William—. Me alegro de ver en persona a un famoso personaje:
mon ami
Hastings —se echó a reír—. Ese viejo y querido belga se pasa los días hablando de usted, ¿sabe? ¡Ah! También está su hija. Una chica preciosa, por cierto.
—No creo que Judith hable mucho de mí —repuse, sonriendo.
—Naturalmente. Es demasiado moderna para eso. Las chicas de ahora parecen sentirse molestas cuando se ven obligadas a admitir la existencia de un padre o una madre...
—Los padres —contesté— son una desgracia, prácticamente.
Mi interlocutor se echó a reír.
—Bien. No hay que tomar las cosas por lo trágico. Yo no tengo hijos, lo cual es peor. Su Judith es una muchacha muy agraciada, pero terriblemente seria. Es algo que me parece bastante alarmante —el hombre descolgó el teléfono de nuevo—. Espero, Luttrell, que no le importe que envíe al diablo a la primera telefonista que me atienda. No soy un ser muy paciente, como ya sabe.
—Desahóguese —replicó Luttrell.
Empezó a subir por la escalera y yo le seguí. Me llevó hacia el ala izquierda del edificio y al final de un pasillo. Comprendí que Poirot había hecho reservar para mí la habitación que ocupara anteriormente.
Se habían efectuado algunos cambios allí. Avanzando por el pasillo, gracias a que había algunas puertas abiertas, vi que los grandes dormitorios de antaño habían sido convertidos en otros de menores dimensiones.
Mi habitación seguía igual, casi. Ahora contaba con agua caliente y fría, y una pequeña parte de ella había sido acotada con un mamparo divisorio, para que tuviera cuarto de baño. Había sido dotada de esos muebles modernos y baratos que tanto me disgustaban. Hubiera preferido para ella otros que se hubiesen avenido mejor con el estilo de la vivienda.
Mi equipaje estaba en la habitación. El coronel me explicó que la de Poirot quedaba exactamente enfrente. Se disponía a llevarme hasta ella cuando se oyó un grito abajo, en el vestíbulo:
—¡George!
El coronel Luttrell se sobresaltó como un caballo nervioso. La mano derecha se le fue a los labios.
—Yo... yo... ¿Seguro que le agrada todo lo que ha visto? Utilice el timbre cuando desee algo...
—¡George!
—Ya voy, ya voy, querida.
El coronel se alejó corriendo por el pasillo. Me quedé un momento inmóvil, mirándole. Luego, con el corazón latiéndome más aceleradamente, eché a andar, llamando a la puerta de la habitación de Poirot.
A mi juicio, no existe ningún espectáculo tan triste como el de la devastación física, producida por el paso de los años.
¡Pobre amigo mío! Lo he descrito muchas veces. Ahora, es el lector quien puede apreciar las diferencias existentes con otras descripciones anteriores... La artritis le había obligado a acomodarse en una silla de ruedas, de la cual tenía que valerse para ir de un sitio para otro. Su cuerpo, en otro tiempo relleno, parecía haberse vaciado en parte. Era un hombre pequeño y delgado, ahora. Tenía el rostro cubierto de arrugas. Sus cabellos y su bigote seguían siendo negros, es verdad, de un negro intenso, pero esto constituía un error por su parte, si bien yo no se lo hubiera dicho jamás, por temor a herir sus sentimientos. En las personas, llega un momento en que el tinte se hace demasiado evidente. Había habido un momento en que me sentí sorprendido, años atrás, al descubrir que el negror de los cabellos y el bigote de Poirot procedían de una botella, de un frasco del renglón de la cosmética. Ahora, la falsedad saltaba a la vista, llegando a causar la impresión de que utilizaba una peluca, haciendo pensar además que se había adornado el labio superior con un poco de vello para que se divirtieran los chicos que tuvieran ocasión de verle.
Solamente sus ojos eran los de siempre, astutos, vivos. En aquella ocasión, su expresión se había dulcificado por efecto de la emoción que sentía.
—¡Ah!
Mon ami
Hastings!
Mon ami
Hastings!
Me incliné y de acuerdo con su costumbre de siempre me abrazó cordialmente.
—
Mon ami
Hastings!
Se echó hacia atrás, inclinando levemente la cabeza a un lado para inspeccionarme.
—Sí... Sigue como antes... La espalda bien derecha, los hombros anchos, unas cuantas canas en los cabellos...
Très distingué
. Mi querido amigo: se ha ido usted desgastando inteligentemente.
Les femmes
... ¿Todavía le inspiran interés? ¿Es cierto?
—¡Poirot, por favor! —protesté—. ¿Es necesario que... ?
—Le aseguro, amigo mío, que se trata de un «test»... Es el «test». Cuando las chicas jóvenes se le acercan a uno para hablarle cortésmente, amablemente... ¡oh!, ha llegado el fin. «Pobre viejo», suelen comentar. «Tenemos que ser atentas con él, sí. Debe de ser terrible llegar a su edad.» Pero usted, Hastings...
vous êtes encore jeune
. Todavía se enfrenta usted con determinadas posibilidades. No hay que abandonar el bigote, ni encoger los hombros... Cuando se llega a esto, uno pierde todo el aplomo, toda la confianza que tenía en sí mismo.
Me eché a reír.
—Es usted tremendo, Poirot. Bueno, ¿y cómo se encuentra usted actualmente?
Poirot hizo una expresiva mueca.
—Ya lo ve —respondió—. Estoy hecho un despojo, una ruina. No puedo andar. Soy un inválido. Por fortuna, todavía soy capaz de comer sin ayuda de nadie, pero por lo demás soy como una criatura. Me tienen que echar en la cama, han de lavarme y vestirme. En fin, esto no tiene nada de divertido. Por suerte, aunque la fachada se deteriora, lo de dentro todavía se mantiene en orden.
—Le creo, por supuesto. Ese cuerpo suyo alberga el corazón mejor del mundo.
—¿El corazón, dice usted? Tal vez no haya querido referirme a él. Pensaba más bien en el cerebro,
mon cher
, al aludir a lo de dentro. Mi cerebro funciona todavía magníficamente.
Comprendí, en efecto, que no se había producido ninguna deterioración del cerebro en lo tocante a la modestia.
—¿Y se encuentra a gusto aquí? —le pregunté.
Poirot se encogió de hombros.
—Esto me basta. Esta casa, ya se hará usted cargo, no es el Ritz, por supuesto, pero... La habitación que me dieron al llegar aquí era pequeña y se hallaba inadecuadamente amueblada. Me mudé a ésta sin que me incrementaran el precio. En cuanto a la cocina... La cocina es inglesa, en la peor de sus manifestaciones. Nos sirven unas coles de Bruselas enormes, duras, el tipo tan del gusto inglés. Las patatas no conocen términos medios: unas veces son sólidas como piedras y otras aparecen desmenuzadas. Las verduras saben, en general, a agua. En los platos brilla por su ausencia la sal, y también la pimienta...
Poirot hizo una expresiva pausa.
—Me está usted pintando un cuadro terrible —dije.
—No me quejo —respondió Poirot, prosiguiendo, sin embargo, con sus lamentaciones—: Piense, además, en la modernización del lugar. Tenemos los cuartos de baño, los grifos y lo que nos llega por éstos. Agua tibia,
mon ami
, durante casi todas las horas del día. En cuanto a las toallas, ¡son tan finas!... Yo diría que se transparentan.
—No hay más remedio que añorar los viejos tiempos —manifesté, caviloso.
Evoqué mentalmente las nubes de vapor que habían salido siempre del grifo del agua caliente en el único cuarto de baño que había tenido originalmente Styles, un cuarto en el que se veía una inmensa bañera con los costados de nogal, plantada orgullosamente en el centro del recinto. Recordé también las inmensas toallas y los brillantes recipientes de latón destinados a contener el agua caliente...
—Pero uno no debe quejarse —insistió Poirot—. Me alegro de sufrir... Es por una buena causa.
Me asaltó de repente una idea.
—Poirot: supongo que... ¡ejem!... supongo que no se habrá quedado usted sin nada... Sé muy bien que la guerra ha afectado terriblemente a ciertas inversiones y...
Poirot se apresuró a tranquilizarme.
—No, no, amigo mío. Me encuentro en unas condiciones económicas excelentes. En realidad, soy un hombre rico. No es la cuestión económica el origen de mi presencia aquí.
—Pues entonces ya sé a qué atenerme —repuse—. Sí; ya sé lo que le pasa. A medida que uno avanza en la vida tiende más y más a volver a los viejos tiempos. Uno se empeña en revivir antiguas emociones. En cierto modo, supone algo doloroso para mí estar aquí ahora... No obstante, revivo antiguos pensamientos y emociones que ya casi había olvidado. Me imagino que a usted le sucede lo mismo.
—Nada de eso. Está usted en un error.
—Fueron unos días magníficos aquéllos —dije, entristecido.
—Usted puede decir eso por lo que a su persona se refiere, Hastings. Mi llegada a Styles St. Mary me hace pensar en una época, triste, dolorosa. Yo era un refugiado, un herido, un exiliado de mi hogar y de mi patria, que vivía por caridad en una tierra extraña. No... Aquello no tenía nada de alegre. Yo no sabía entonces que Inglaterra sería mi segunda patria y que encontraría aquí la felicidad.