—Pero ¿qué dices? Benedetta, la que tú creías que era una santa, Paoletti, ¿te acuerdas? La pillaron en el baño del Piper arrodillada en santa adoración oral con un tal Max que había conocido en la pista de baile. Tiempo para conocerse: medio disco de Will Young… La carátula de los Doors, «Light my fire». Después de haber sido presa de un extraño fuego, cantó al micrófono e incluso se dejó pillar. ¿Y Paola Mazzocchi? ¿Sabes que la sorprendieron en el baño del colegio con el profe de educación física, Mariotti? ¿Lo sabes o no?, fue al cabo de una semana de empezar las clases. ¡La adoradora de los canutos sicilianos de crema! Ese apodo circuló por todo el colegio. ¿Y sabes por qué la llamaban así? Porque Mariotti lleva el pelo teñido de rubio y es de Catania.
—Sí, pero eso son leyendas urbanas. Mariotti siguió dando clases, ¿te parece normal que lo pillaran y no lo echaran?
—Ah, y yo qué sé. Sólo sé que Mazzocchi sacaba de todos modos un cuatro en Educación física…
—¿Y qué tiene que ver?
—Qué tiene que ver, qué tiene que ver… Pues que ni siquiera sabía hacer una mamada.
—¡Estás loca, Ele! Encima vas presumiendo de tu habilidad… Yo te degüello de verdad.
A Marcantonio le gusta contarlo.
—Le hice
body art
.
—¿Qué quieres decir?
—¿Tú vienes de Nueva York y no lo sabes? Bueno, yo tendría una disculpa: he pasado mis vacaciones en Castiglioncello… Pero tú, ¿has estado en la Gran Manzana y no sabes de qué te estoy hablando?
Resoplo y sonrío mirándolo.
—Sé qué es. Pero qué quiere decir es otra pregunta.
—Ah, eso, así me gusta. Le pinté el cuerpo; la desnudé totalmente y después empecé a pintarla. Pinceles con tempera caliente, suaves, sobre su cuerpo, arriba y abajo, sumergiéndolos de vez en cuando en el agua caliente de un frasquito. Resbalaba arriba y abajo dándole placer, mirándola. Hasta sus mejillas adquirían color sin que yo interviniera.
Le pinté encima las braguitas que acababa de quitarle y después, poco a poco, el claroscuro sobre sus pezones que, cada vez más turgentes, parecían enloquecer ante las pinceladas calientes de placer.
—¿Y luego?
—Presa de un orgasmo cromático, ella quiso darle color a mi pincel.
—¿Que traducido quiere decir?
—Que me hizo una mamada.
—Vaya, pues si es así…
—¿Tienes esperanzas puestas en la amiga? ¿Es en eso en lo que estás pensando?
—Pensaba en voz alta, equivocadamente… ¿Y después?
—Después nada, nos quedamos charlando de esto y de lo otro, picamos un poco de la comida japonesa que había sobrado y la acompañé a casa.
—Anda ya, ¿y después de la mamada no te la follaste?
—No, no quiso.
—Pues explícamelo. La mamada sí y el polvo no, ¿qué sentido tiene eso?
—Tiene una filosofía propia. Al menos, eso me dijo.
—¿Y no te dijo nada más?
—Sí, me dijo: «Hay que saber contentarse.» Mejor dicho, no: dijo que quien se contenta disfruta. Y después se echó a reír.
—Perdona, Ele, pero para eso podrías haberte acostado con él. Puestos a practicar sexo…
—¿Y qué tiene que ver? Follar es otra cosa, es la unión perfecta, la implicación total. Él dentro de ti, la hipótesis de un hijo… ¿No lo ves? Una mamada es otra cosa.
—¡Claro, cómo no!
—Para mí es como un saludo más afectuoso… Exacto, como un apretón de manos.
—¿Un apretón de manos? Ve a contárselo a tus padres, a ver qué opinan.
—Pues claro, si saliera en la conversación… Además ¿acaso ellos no lo han hecho? Somos nosotras las que no logramos ver la normalidad del sexo; se tendría que hablar de sexo como de cualquier otra cosa. Estamos aburguesados… Por ejemplo, imagínate a tu madre haciendo…
—¡¡¡Ele!!!
—¿Qué pasa? ¿Tu madre también se hace la estrecha?
—Te odio.
—Bueno, Step, yo me voy. ¿Cuándo hemos quedado con Romani, el Serpiente y el resto del grupo?
—Mañana a las once. Oye, esto es lo último… ¿Ahora tengo que recordarte las citas?
—Claro. En esto consiste tu trabajo como ayudante… Entonces nos vemos mañana a esa hora menos algunos minutos.
Lo veo alejarse así, un poco bamboleante, con un cigarrillo ya en la boca.
—Oye… Hazme saber si tienes novedades tú también con Biro. No te hagas el hermético, ¿eh? Espero tu relato y no te inventes nada. ¡Al fin y al cabo, una mamada se puede superar fácilmente!
Una tarde como tantas otras. Pero no para ella. Raffaella Gervasi da vueltas inquieta por la casa. Algo no le cuadra. Un extraño malestar. Una molestia de fondo. Algo que ha olvidado… o algo que no puede recordar. Raffaella intenta calmarse. Qué tonta, a lo mejor estoy así por Babi. Ha cambiado tanto, y para bien. Por fin sabe qué quiere. Ha hecho su elección y ahora ya no tiene dudas. Pero ¿yo? ¿Qué quiero yo? Y de repente, se encuentra frente al espejo del salón. Se acerca preocupada a su imagen, se mira, intenta alisarse la piel con las manos, ayudarse, se tira hacia atrás de las mejillas para borrar de su rostro el tiempo pasado, los años que yacen allí, depositados ahora alrededor de sus ojos. Eso es, querría menos arrugas, pero eso es fácil. Basta con ponerse un poco de bótox. Ahora está de moda. Hacen una especie de fiestas donde se corrigen esas «imperfecciones estéticas». Pasan con una bandeja de plata, una serie de jeringas…, las cogen y las ponen que parece champán. Suaves, indoloras, cuestan incluso menos que un Moët. ¿Pero es ése realmente su problema? Raffaella se mira a los ojos e intenta ser sincera al menos consigo misma. No, tiene cuarenta y ocho años y por primera vez en su vida tiene una duda respecto a su marido. ¿Qué le está pasando? Cada vez más a menudo vuelve tarde del trabajo. He revisado incluso la cuenta que tenemos en común en el banco. Hay muchos pagos, demasiados. Y por si eso fuera poco, ha comprado CD. ¿CD, él? He mirado en el coche y escucha Maggese, de un tal Cesare Cremonini, un crío; después, un recopilatorio de Montecarlo Nights, esa música nocturna, extraña y sensual, y el colmo de los colmos… ¡Buddha Bar VII, aún peor! Para alguien que ha escuchado siempre solamente música clásica y que, como mucho, se ha aventurado en un jazz delicado, todo esto es una especie de revolución. Y detrás de cada revolución no puede haber más que una mujer. Pero ¿cómo es posible? ¡Claudio… con otra! No me lo puedo creer. ¿Por qué no te lo puedes creer? ¿Cuántas parejas de vuestro grupo se han separado? ¿Y por qué razón? ¿Disputas sobre las elecciones de trabajo? ¿Discusiones sobre adónde ir en las vacaciones de verano, si al mar o a la montaña? ¿Diferencias sobre la educación de los hijos? ¿O de qué manera cambiar la decoración de la casa? No. Detrás hay siempre y sólo otra persona: una mujer. Y casi siempre más joven. Y mientras se lo confiesa a sí misma, Raffaella pasa en rápida sucesión las fichas, las hipótesis, las caras de todas esas mujeres, esas amigas, ya sean verdaderas o falsas. Nada, no sale nada. No se le ocurre nada. Ni siquiera una mínima hipótesis, un nombre, una dirección cualquiera. Entonces, presa de los celos más enloquecidos, se sumerge en el armario de Claudio y hurga en cada americana, en los chaquetones, en los abrigos, en los pantalones, buscando una prueba cualquiera, olfateando las solapas, los interiores, para oler, para intentar encontrar ese perfume culpable, ese pelo de más, ese ticket, una tarjeta de felicitación, una frase de amor, una traza de deseo…, ¡un plan de fuga! Cualquier cosa que pueda dar paz a esa locura histérica suya, a esa inseguridad rabiosa que siente. Claudio con otra. Perder todo lo que parecía para ella y para su vida una certeza casi vulgar. Después, repentinamente, una luz, un relámpago, una idea. Tal vez la solución. Raffaella se desliza hasta el comedor en busca de la bandeja de plata en la que acaba el correo recién llegado. Allí está, entero. Y aún no lo han abierto. Lo coge a manos llenas y empieza a ojearlo veloz. Para Babi, para Daniela, para mí, para Babi otra vez… ¡Aquí está, para Claudio! Pero es de Enel, una promoción de ofertas y descuentos. Pero ¿qué me va a importar ahora? Aquí está: Claudio Gervasi. El extracto de la tarjeta Diners. Raffaella corre a la cocina, coge un cuchillo y abre el sobre delicadamente. Si encuentro alguna prueba, después vuelvo a cerrarlo, lo dejo de nuevo en su sitio y hago ver que no ha pasado nada. Así, después lo pillo infraganti y lo hundo. Lo hundo. Juro que lo hundo. Saca el extracto y empieza a examinarlo como si estuviera en la mayor partida de póquer jamás jugada en el mundo. Cada línea es un sobresalto. La hipótesis de que el adversario pueda tener en la mano cuatro mujeres. O aunque sea simplemente una, pero de todos modos otra. Raffaella repasa frenética todos los importes. Nada. Todos pagos regulares: cargo mensual de la mutua, pago del gasóleo para el coche… ¡Aquí! Algo raro. Compra en una tienda de CD. ¿Cuántos habrá comprado? Bueno, por el precio que veo deben de ser los tres que lleva en el coche. Nada. Aquí está el traje de Franceschini, el de via Cola di Rienzo. Es el que compró en rebajas y al que después Teresa, la sastra, le hizo el dobladillo a los pantalones. Sí, todo está en orden. Raffaella mira ahora más tranquila las últimas dos líneas, pago del teléfono de casa… Madre mía, esta vez hemos gastado 435 euros… Pero no le da tiempo a enfadarse; a pensar en lo que les dirá a sus hijas, las únicas culpables de esa cifra. Porque repentinamente sus ojos recaen en otro gasto: 180 euros por algo que ella nunca habría esperado.
En el barrio de Prati, cerca de la sede de la RAI, en la esquina entre via Nicotera y viale Mazzini, está el Residence Prati, el hotel de numerosas pequeñas estrellas de cine, de las series televisivas, de los culebrones, de la farándula y de toda la televisión italiana. Algo más allá, hay también un gimnasio. Bajo, es un semisótano. No lo parece, pero son cuatrocientos metros cuadrados, si no más, bien distribuidos; varios espejos, tragaluces, una ventilación perfecta, un grueso tubo de acero que serpentea desde el techo echando bocanadas de aire, respirando.
—Hola, ¿buscas a alguien?
Una chica con el pelo corto y un peinado divertido me sonríe parapetada tras un extraño escritorio. Esconde un libro de Derecho, cerrado con un lápiz en medio y dos rotuladores fluorescentes al lado, un clásico del primer año de universidad.
—Sí, estoy buscando a una amiga.
—¿Quién es? Quizá la conozca. ¿Hace mucho que está inscrita?
Me dan ganas de reírme y de contestarle: «¡Desde nunca!», pero eso sería como tirar a la basura toda posibilidad con Gin. Hacer que la descubrieran en su red de gimnasios, lo máximo.
—No, me ha dicho que hoy quería hacer una clase de prueba.
—Dime el nombre, que la llamo por megafonía.
—No, gracias. —Sonrío falso, ingenuo—. Quiero darle una sorpresa.
—De acuerdo, como quieras.
La chica regresa tranquila a sus asuntos y se pone otra vez a estudiar. Código penal. Me he equivocado, debe de estar como mínimo en el tercer curso, si no hay de por medio ningún año repetido. Después, me río para mis adentros. Quién sabe, quizá algún día podría ser mi abogado. Es probable.
Ahí está, Ginevra Biro. De locos. Haciendo honor a su apellido describe en el aire trayectorias perfectas antes de golpear el saco. Salta continuamente. Púgil pseudoprofesional. De repente me recuerda a Hilary Swank cuando va a celebrar al gimnasio sola su cumpleaños. Da vueltas alrededor del saco veloz y Morgan Freeman decide darle algunos consejos sobre cómo pegar. Había oído decir que las mujeres italianas se habían obsesionado con el boxeo. Pensaba que eran habladurías, pero ahora creo que se trata de una realidad.
—Un poco más, muy bien, así, golpea recto.
Alguien la entrena, pero no se parece a Clint Eastwood. Parece incluso satisfecho, quizá sólo se la quiere llevar a la cama. Y sin embargo, la miro. Digo sin embargo porque me parece que la miro de una manera distinta. Qué raro. Cuando miras a una mujer desde lejos, adviertes los mínimos pormenores, detalles, cómo mueve la boca, cómo se enfada, cómo se muerde el labio, cómo resopla, cómo se arregla el pelo, cómo… tantas otras cosas. Cosas que desde cerca pierdes, cosas que a pocos pasos quizá queden eclipsadas por sus ojos.
Gin continúa resoplando, golpeando repetidamente el saco.
—¡Derecha, izquierda, abajo! Muy bien, vuelve atrás; derecha, izquierda, abajo… Un poco más…
Sigue sudando mientras golpea y el pelo negro se le mueve hacia atrás. Después, parece casi un ralentí, se aparta el pelo de la cara con el guante y se lo acomoda detrás de las orejas. Sólo falta que se recomponga el maquillaje. Mujeres y boxeo…, de locos. Me acerco despacio, sin que me vea.
—Ahora prueba a hundir y abajo.
Gin golpea dos veces con la izquierda y después intenta hundir de derecha. Le aparto al vuelo el saco y le bloqueo el brazo derecho.
—Pum. —Veo su cara sorprendida, casi atónita. Veloz, cierro mi mano en un puño y le golpeo con suavidad la barbilla—. Hola, Million Dollar Baby. Pum, pum, estarías muerta.
Se suelta liberándose.
—¿Qué demonios haces aquí?
—Quería probar este gimnasio.
—¿Ah, sí? Precisamente éste…
—Se da el caso de que puede ser que me resulte cómodo, y como mi «trabajo» también cae aquí cerca…
—He sido elegida para prescindir de ti.
—Pero ¿quién te ha dicho nada?
—Ofendes.
—Estás enferma.
—¡Y tú eres imbécil!
—Basta, calma… No discutáis aquí, en el gimnasio.
El entrenador se mete en medio.
—Además, Ginevra… Ésta es tu primera clase de prueba con nosotros, ¿no? No eres socia del Gymnastic. O sea que él no podía saberlo, no podía estar seguro de encontrarte. Habrá sido una casualidad.
La miro y sonrío.
—Ha sido una casualidad. La vida está llena de casualidades. Y me parece absurdo buscar razones para el porqué de esta casualidad, ¿no? Es una casualidad y punto.
Gin resopla con las manos en las caderas, aún prisioneras de los guantes.
—Pero ¿de qué «casualidad» estás hablando?
—Muy bien, Ginevra —el entrenador reacciona—. Hay demasiado rencor entre vosotros. Parece que os odiáis…
—No, no lo parece. ¡Es que es así!
—Entonces debéis tener cuidado. Tú tendrías que tener aún fresco el colegio, tendrías que acordarte:
«Odi et amo. Quare id faciam…, nescio…»
Gin levanta los ojos al cielo.