—Está bien. —Me mira con suspicacia, paciente, a la espera de que lo suelte de una vez.
—Verás… —Empiezo a girar la pulsera con forma de herradura una y otra vez, incapaz de mirarlo a los ojos—. Bueno, últimamente, *a magia de la que te hablé… el hechizo… ha ido a peor. Cuando estoy aquí todo va bien, pero en el plano terrestre… estoy hundida. Es como una enfermedad. No me quito a Roman de la cabeza y, por si no 1° has notado, mi aspecto externo empieza a reflejar mi estado interno. Estoy perdiendo peso, no puedo dormir, sin que pueda evitarlo… En el plano terrestre, tengo una pinta horrible. Sin embargo, cada vez que intento contárselo a Damen o pedirle ayuda… el hechizo se hace con el control. Es como si la magia negra… o la bestia, como he llegado a considerarla… no me dejara hablar. No quiere que nada se interponga entre Roman y yo. Pero aquí, en Summerland, no puede detenerme. Es el único lugar donde puedo volver a ser yo misma. Y, bueno, pensé que si te traía aquí, quizá tú pudieras…
—¿Por qué no traes aquí a Damen y ya está? No lo entiendo. —Ladea la cabeza para observarme.
—Porque no quiere venir. —Suspiro y bajo la mirada—. Sabe que algo no va bien, que me ocurre alguna cosa, pero cree que se debe a que me he vuelto adicta a este lugar o… algo por el estilo. De cualquier forma, no quiere venir conmigo, y puesto que no puedo contarle la verdad, se mantiene en sus trece. Y por eso… bueno, digamos que hace bastante tiempo que no lo veo. —Trago saliva con fuerza y me estremezco al notar el tono roto de mi voz.
—Vale… ¿y qué puedo hacer yo? —Me mira concentrado—. ¿Quieres enviarme de vuelta al plano terrestre para que pueda contárselo a Damen?
—No —respondo, y alzo los hombros antes de añadir—: O al menos, todavía no. Primero quiero llevarte a un sitio y ver si puedes entrar… —Ojalá pueda hacerlo—. Quiero que solicites ayuda en mi nombre, que encuentres una solución a mi problema. Sé que parece una locura, pero créeme si te digo que lo único que tienes que hacer es desear la respuesta para que esta aparezca. Lo haría yo misma si pudiera, pero ya no soy bienvenida allí.
Me mira, asiente y empieza a caminar a mi lado una vez más.
—¿Y dónde está ese lugar? —Su expresión es de estupor cuando sigue la dirección hacia la que apunta mi dedo hasta el hermoso y colosal edificio—. ¡Así que es cierto! —Sus ojos se iluminan mientras sube los escalones de mármol de unos pocos saltos.
Me deja allí de pie, con la boca abierta, cuando las puertas se abren ante él y lo dejan entrar al instante.
Las mismas puertas que se cierran con estruendo delante de mis narices.
Me dejo caer sobre los escalones, marginada de nuevo. Me pregunto cuánto tiempo tendré que esperar aquí fuera hasta que Jude acabe… sea lo que sea lo que haga allí dentro. Sé que puede ir para largo, en especial para un novato, ya que los Grandes Templos del Conocimiento son demasiado tentadores como para resistirse.
Me pongo en pie de un salto y me sacudo el polvo de la ropa. Me niego a esperar sentada aquí fuera como una fracasada, así que decido dar un paseo por los alrededores y explorar un poco. Siempre tengo un propósito en mente cuando vengo aquí y nunca he tenido tiempo para pasear.
Puesto que sé que puedo elegir el medio de transporte que desee (metro, scooter… Demonios, hasta podría montarme sobre un enorme elefante pintado, aquí no hay límites que valgan), elijo ir a caballo. Recreo un animal similar al primero que monté con Damen, cuando me trajo aquí por primera vez, aunque en esta ocasión se trata de una yegua.
Salto a lomos de ella y me acomodo en la silla antes de deslizar la mano por el pelo suave y sedoso que cubre su cabeza y la parte lateral de su cuello. Le acaricio la oreja mientras le doy un suave apretón en el costado, y así empezamos a avanzar despacio, sin ningún destino en mente. Recuerdo lo que me contaron las gemelas sobre Summerland, que es un lugar construido con deseos. Que para poder ver algo, hacer algo, tener algo, experimentar algo o visitar algo, primero hay que desearlo.
Detengo a mi montura un instante y cierro los ojos deseando encontrar las respuestas que busco.
Pero, por lo visto, Summerland es muy inteligente, de modo que lo único que consigo es que mi caballo se aburra, cosa que me hace saber mediante resoplidos, gruñidos, coletazos y golpes de los cascos contra el suelo. Así que respiro hondo e intento otra cosa: repaso las cosas de este lugar, recuerdo los teatros, las galerías, los salones de belleza, los enormes y maravillosos edificios… ¿Qué es lo único que aún no he visto y debería ver?
¿Cuál es el único lugar que de verdad debo conocer?
Y antes de que me dé cuenta, mi caballo sale a galope (con la melena al viento, la cola en alto y las orejas echadas hacia atrás) mientras yo me agarro a las riendas como si mi vida dependiera de ello. El paisaje se emborrona a mi alrededor mientras me agacho sobre el cuello del animal y trato de aguantar el tipo. Recorremos un largo trecho de un lugar desconocido en cuestión de segundos, hasta que la yegua se detiene de una forma tan repentina e inesperada que salgo volando por encima de su cabeza y aterrizo en el barro.
El animal relincha con fuerza y se levanta sobre sus patas traseras antes de volver a descender. Resopla y retrocede despacio mientras me pongo en pie con mucho cuidado, procurando no hacer movimientos súbitos que lo espanten aún más.
Puesto que estoy más acostumbrada a tratar con perros que con caballos, bajo la voz y adopto un tono firme antes de apuntarla con e dedo.
—Quieta —le ordeno.
La yegua me mira y levanta las orejas. Está claro que no le gusta mi plan.
Trago saliva con fuerza para ocultarle mi miedo.
—No te vayas —le pido—. Quédate donde estás.
Sé que no me sería de mucha ayuda si me encuentro con alguna amenaza real, pero aun así no estoy dispuesta a quedarme sola en este lugar pantanoso y espeluznante.
Bajo la mirada y descubro que tengo los pantalones cortos llenos de barro. Aunque cierro los ojos para sustituirlos por otros, aunque intento asearme un poco, me quedo como estoy: la manifestación instantánea no funciona por estos lares.
Tomo una profunda bocanada de aire y lucho por recuperar el equilibrio. Estoy tan impaciente como mi caballo por marcharme de aquí, pero sé que he llegado a este sitio por alguna razón, que hay algo que debo ver, así que decido quedarme un poco más. Contemplo el paisaje que tengo ante mí con los ojos entornados y noto que en lugar del familiar resplandor dorado, el cielo en esta parte tiene un tono oscuro y gris. En vez de la niebla iridiscente a la que estoy acostumbrada, hay un chirimiri constante que deja el suelo embarrado y húmedo; aunque, a juzgar por el aspecto de los árboles y de las plantas, que están tan secos y agrietados como si no hubieran visto el agua en muchos años, está claro que no se trata de lluvia.
Doy un paso hacia delante, decidida a descifrar el mensaje, a averiguar por qué estoy aquí, pero cuando mi pie se hunde y el barro me Mega a las rodillas, decido dejar que mi yegua tome la iniciativa. Sin embargo, no importa cuántos arrullos, cuántas órdenes le dé, la yegua se niega a seguir explorando. Solo tiene un destino en mente, y es el lugar del que hemos venido, así que al final me doy por vencida y le doy rienda suelta.
Echo un vistazo por encima del hombro mientras nos marchamos y recuerdo que las gemelas me dijeron una vez: «En Summerland cualquier cosa es posible».
Me pregunto si de algún modo he llegado al otro lado.
—¿Q
ué te ha ocurrido?
Lo miro con suspicacia, sin saber a qué se refiere. Pero entonces sigo la dirección que indica su dedo y veo que mis piernas están llenas de barro, y que mis sandalias, que tenían un bonito tono dorado metálico, tienen ahora tanto fango incrustado que parecen teñidas de marrón.
Frunzo el ceño y las sustituyo al instante por una versión limpia igualita que la anterior, contenta de saber que he regresado a la zona mágica de Summerland, una zona que prefiero con mucho a la tierra de nadie que he visitado hace un momento. Me tomo mi tiempo para ponerme el suave jersey morado que acabo de manifestar y digo:
—Me he cansado de esperar. No sabía cuánto tiempo tardarías, así que he decidido… bueno… explorar un poco. —Me encojo de hombros como si careciera de importancia, como si fuera uno de esos paseos rutinarios por los jardines… cuando lo cierto es que esa lluvia extraña e incesante, esos árboles secos y la determinación de mi yegua a salir de allí eran cualquier cosa menos eso. Sin embargo, Jude ya tiene bastante que asimilar sin el aporte extra de mi confusa incursión en territorio desconocido, y estoy impaciente por descubrir qué ha visto—. Pero lo importante no es qué me ha ocurrido a mí, si no lo que te ha ocurrido a ti. —Lo observo de arriba abajo, desde su cabello castaño dorado hasta las suelas de goma de sus chanclas, y caigo en la cuenta de que, aunque su aspecto es casi el mismo que cuando lo he dejado, algo en su interior ha cambiado de un modo palpable y definitivo. Hay algo distinto en su energía, en su comportamiento. Por un lado, parece más liviano, más brillante, lleno de confianza, y por otro, se muestra bastante nervioso para acabar de visitar una de las más increíbles maravillas del universo.
—Bueno… ha sido… interesante. —Asiente con la cabeza y me mira a los ojos durante un instante antes de apartar la vista.
No puedo creer que piense dejarme así. Creo que me merezco algo más después de haberlo traído hasta aquí.
—Hummm… ¿te importaría contarme algo más? —Arqueo una ceja—. ¿Por qué ha sido interesante, exactamente? ¿Qué has visto? ¿Qué has oído? ¿Qué has descubierto? ¿Qué has hecho desde que entraste hasta que saliste? ¿Has obtenido las respuestas que necesitaba? —Sé que si no desembucha pronto, me colaré en su cabeza para ver por mí misma lo que no quiere contarme.
Jude respira hondo y se gira, alejándose unos cuantos pasos antes de enfrentarse por fin a mi mirada.
—No estoy seguro de querer contártelo todavía… Tengo muchas cosas que asimilar… y aún debo encontrarle sentido a todo. Es un poco… complicado.
Lo miro con recelo, decidida a comprobarlo por mí misma. Hay muy pocos secretos en Summerland, en especial para un novato como él que no tiene ni idea de cómo funciona todo, pero cuando me topo con un sólido muro de ladrillos, sé muy bien dónde ha estado.
En los registros akásicos.
Recuerdo lo que Romy me dijo una vez: «No todos los pensamientos se pueden leer, tan solo aquellos que tenemos permitido ver. Sea lo que sea lo que ves en los registros akásicos, solo te pertenece a ti, y puedes hacer lo que quieras con ello».
Entorno los párpados. Mi necesidad de saber es mayor que nunca, así que me acerco a él, y cuando voy a presionarlo un poco más noto el hormigueo cálido que me provoca su presencia. Me giro y descubro que Damen desciende por las escaleras de mármol, hasta que se detiene… hasta que todo se detiene… y nuestras miradas se cruzan.
Y estoy a punto de llamarlo, de decirle que se acerque, a sabiendas de que es mi única oportunidad de explicarle todo, cuando veo lo que él ve: a Jude y a mí juntos, disfrutando de un viajecito a Summerland… el lugar especial que solo él y yo compartimos. Y antes de que pueda hacer o decir nada… desaparece, como si nunca hubiera estado aquí.
Pero sí que ha estado.
Todavía se percibe su energía. Puedo sentirla sobre todos los poros de mi piel.
Y me basta con echar un vistazo a Jude para confirmarlo. Sus ojos se han abierto como platos, sus labios se han separado… Estira el brazo hacia mí en un intento por consolarme, pero me aparto con rapidez. Me asquea que Damen haya podido creer que… No quiero ni imaginar lo que debe de haber pensado.
—Deberías irte —le digo con voz tensa y crispada, de espaldas a él—. Solo tienes que cerrar los ojos, crear el portal y marcharte. Por favor.
—Ever… —dice.
Intenta alcanzarme de nuevo, pero ya me he trasladado a otro lugar.
E
cho a andar. Camino tanto que no tengo ni idea de hasta dónde he llegado. Camino hasta que estoy segura de que Damen ya no puede verme. Camino con la determinación de dejar atrás mis problemas, pero no llego muy lejos, y al final entiendo ese viejo refrán escrito en la taza de mi profesor de octavo curso: «Dondequiera que vayas… allí estarás».
No se pueden dejar atrás los problemas. No se puede correr lo bastante rápido como para sortearlos. Este es mi viaje, y no hay forma de huir de él.
Y aunque Summerland proporciona un dulce y espléndido alivio, el efecto solo es temporal. Da igual cuánto tiempo pase aquí, porque tengo la certeza de que las cosas darán un giro de ciento ochenta grados en cuanto regrese al plano terrestre.
Sigo deambulando mientras intento decidir si prefiero ir al cine a ver alguna película antigua o dirigirme a París para dar un largo paseo junto al Sena, o hacer una excursión rápida a las ruinas de Machu Picchu, o recorrer el Coliseo romano… cuando, de repente, me topo con un puñado de casitas. Hay algo en ellas que me hace detenerme.
El aspecto exterior es sencillo, modesto: tablillas de madera, ventanas pequeñas y tejados triangulares… pero aunque parecen no tener nada de especial, hay una en particular que me llama la atención, que resplandece de un modo que me atrae hacia el estrecho sendero de barro que conduce hasta la puerta. No tengo ni idea de por qué estoy aquí, pero me cuesta decidir si debo entrar o no.
—No las he visto por aquí desde hace semanas.
Me giro y descubro a un anciano junto al sendero, ataviado con una camisa blanca, un suéter negro y unos pantalones del mismo color. Hay unos cuantos mechones grises a ambos lados de su brillante calva, y se apoya sobre un bastón de talla elaborada que parece más una prueba de su amor por la artesanía que una verdadera necesidad física.
Lo miro con los ojos entornados, sin saber muy bien qué decir. Ni siquiera sé por qué estoy aquí, y mucho menos a quiénes se refiere.
—A las dos niñas… las morenas. Gemelas, creo que eran. Apenas podía distinguirlas… aunque la doña las tenía caladas. La maja… a esa le gustaba el chocolate, y mucho. —Ríe entre dientes al recordarlo—. Y la otra… la callada y testaruda… prefería las palomitas; nunca se cansaba de ellas. Pero solo quería las que se hacen en el horno, no las que se manifiestan al instante. —Asiente con la cabeza y me mira. Me observa con atención, pero no parece asombrarle en absoluto la ropa moderna que llevo puesta—. La doña las consentía demasiado, la verdad. Sentía lástima por ellas, y también le preocupaban un poco, diría yo. Luego, después de todo, se marcharon sin decir ni mu. —Sacude la cabeza de nuevo, aunque esta vez no se ríe ni sonríe; se limita a mirarme con expresión desconcertada, como si yo pudiera ayudarle a encontrarle algún sentido al asunto.