Tiempo de arena (15 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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Cuando la señorita Inés regresó a Alejandría, Munda le compró el cigarral y, al hacerlo, se estaba apropiando de una parte del palacio del que Mariana se sentía la reina. La marquesa jamás conocería aquella jugada, pero cuando Munda bajó a los pasadizos tras leer el codicilo y descubrió el tramo que unía el palacio con el cigarral, comprendió que la voluntad de su padre no podía ser otra que la de mantener aquel secreto para que el legado permaneciese intacto. El marqués no podía fiarse de que nadie abriera la carta destinada a Munda. Toledo tenía cien mil ojos y, hasta que llegara el momento en que su hija leyese el codicilo, no podía estar seguro de que ni siquiera un par de ellos consiguiera averiguar su contenido. De manera que dejó el verdadero sentido de la carta a la intuición de Munda. Aquel templo masónico no podía trasladarse. Las columnas salomónicas que daban acceso al templo —con su «J» y su «B» grabadas en los fustes— y la bóveda celeste —con el sol y la luna reinando en sus laterales— se habían esculpido en la propia cimentación del palacio. Si se movía uno solo de los elementos que componían la estructura del templo, el edificio entero se vendría abajo. Munda lo supo en cuanto lo vio. El buque insignia de la familia Camp de la Cruz se sustentaba sobre los puntales de un templo masónico.

Alejandra miró a Munda con los ojos abiertos como platos. No podía creer lo que acababa de escuchar.

—O sea, que cuando decías que estabas en Madrid, en realidad estabas...

—Bajo los propios pies de Mariana.

—Pero Xisca era muy pequeña... No podía...

—Lo de Xisca vino después. Justo cuando volvió de Valencia. Pero tuvo que esperar, porque nuestras reglas exigen que las mujeres tengan solvencia económica y puedan disponer de sus bienes. Hasta su mayoría de edad, fue una masona sin mandil, pero sabía más de nuestra sociedad que muchas maestras. Ella se encargó de la biblioteca. Clasificaba los libros como una experta bibliotecaria.

Los ojos de Alejandra estaban a punto de salírsele de las órbitas. No podía creerlo. ¡Xisca había sido masona! ¡Como todos los cabezas de familia de la casa de Sotoñal a excepción de Mariana! Si la marquesa llegase a saber que había dedicado su vida a velar por un apellido que representaba todo lo contrario a lo que ella defendía, se volvería loca con toda seguridad.

—¿Y mi prometido? ¿También era masón?

—No podría decírtelo, aunque lo supiera. Eso tendrás que averiguarlo por ti misma. Nunca se debe preguntar a un masón si lo es. Y nosotros sólo podemos desvelar la identidad de los que nos dan su permiso para hacerlo o de los que lo han hecho público en algún momento.

Alejandra sintió una punzada en el pecho. Sabía que la entrevista con su prometido era inevitable. No encontrarían a los hijos de Xisca sin su ayuda, pero hacía tanto tiempo que lo había desterrado de su vida que la sola idea de volver a verlo la descomponía por dentro.

23

Le conoció el mismo día en que ingresó en la Universidad. Se llamaba Jorge Sánchez Mas y pertenecía a una de las familias más influyentes de Valencia. Se sentaba en la primera grada del aula, desde donde no había dejado de mirarla desde que había entrado con el catedrático. Sus ojos le recordaron a los de su hermana Mariana: azules, inteligentes e incisivos, pero había algo en ellos que infundía confianza, una especie de luz que los hacía diferentes, más profundos, más amables, más cercanos.

El segundo día de clase, la escena se repitió. Él la miraba como si la conociera de antes, como si tratase de averiguar dónde la había visto. Pero no le dirigía la palabra. Ella se sentó en su silla, junto al profesor, como las otras dos alumnas matriculadas, escuchó las lecciones y, al término de la clase, regresó con él a la antesala de su despacho para no coincidir con los estudiantes en los corredores. Después, el catedrático las acompañó como el día anterior hasta la salida de la facultad, donde la esperaba su cochero para llevarla de vuelta a casa.

Jorge la contemplaba con sus ojos azules y cálidos mientras se tocaba el bigote con un gesto que a Alejandra le recordaba a su padre y sin comunicarse con ella; y ella se dejaba observar, consciente de que aquella mirada había conseguido atraparla.

Se peinaba con una raya que dividía su flequillo rubio en dos partes idénticas, que terminaban en unos rizos levantados hacia arriba que le daban el aspecto de un niño travieso.

Siempre llevaba el chaleco de un color diferente al del traje, más oscuro o más claro, a juego con la pajarita y con el pañuelo que sobresalía del bolsillo superior de su gabán, como los figurines que aparecían en el periódico en el que Munda continuaba escribiéndole mensajes a Manuel.

Alejandra le devolvía la mirada de vez en cuando, pero no tenía prisa; más bien al contrario, le agradaba aquella relación que le permitía centrarse en los estudios y, al mismo tiempo, tener la ilusión de que el amor la esperaba sentado en la primera grada. Prefería que la situación se alargase todo lo posible. No era el momento de perder el tiempo con sentimentalismos que podían desviarla del objetivo principal de su vida. Nada podía interponerse entre ella y su sueño de licenciarse en Leyes.

Hasta que un día, un mes antes de las vacaciones de Navidad, el cochero se retrasó y ella se quedó sola en la puerta de entrada a la facultad, un edificio que había albergado un seminario de jesuitas antes de convertirse en sede de la Universidad Central de Madrid. A su lado había un grupo de jóvenes de su clase que no dejaban de cuchichear entre ellos y comenzaron a rodearla. El que parecía llevar la voz cantante se quitó el bombín y exageró una reverencia.

—¡Señora magistrada! ¿Me haría usted el honor de asociarse conmigo en mi bufete cuando le den el título?

Sus compañeros comenzaron a reírle la gracia e hicieron la misma reverencia; trataban de asustarla con sus burlas mientras giraban a su alrededor y la señalaban con el dedo.

—¡Vete a tu casa, marimacho! ¡Aquí no queremos abogados con faldas!

—¿Por qué no te buscas un marido que te ponga en tu sitio?

—A lo mejor es ella la que lleva los pantalones de la casa.

—¿Dónde está tu catedrático? ¡Llámalo para que venga a defenderte!

Por su parte, Alejandra, lejos de sentirse amedrentada, dejó sus libros en el suelo, sacó una libreta del bolso y comenzó a escribir los nombres de sus compañeros.

—No sé dónde está el catedrático, pero a él le encantará saber a quién tiene que suspender este trimestre.

Al oírla, el cabecilla se paró delante de ella y la miró.

—¡Vaya! Si nos ha salido chivata. ¡Eso no está bien! ¿No cree, señora magistrada?

Alejandra sonrió. Conocía muy bien a aquel patán que necesitaba apoyarse en un grupo para enfrentarse a ella. Durante los más de dos meses que llevaban de clase, se había dedicado a enviarle notas en las que le pedía citas que ella nunca aceptó.

Sin perder la sonrisa, conservando la tranquilidad que había mantenido en todo momento, se acercó a él para decirle algo al oído. Acto seguido, el joven cambió el gesto de la cara, se retiró de su víctima y les indicó a sus amigos que deshicieran el corro y le siguiesen calle abajo.

—¡Vámonos! Ya se dará cuenta ella solita de que aquí no tiene nada que hacer.

Cuando Alejandra recogió sus libros del suelo, reparó en que Jorge Sánchez Mas había presenciado la escena recostado contra una farola. Se tocaba el bigote con una mano y con la otra abría y cerraba la tapa de un reloj de bolsillo cuya leontina de oro le cruzaba el chaleco.

El cochero llegó justo en el momento en que él se disponía a acercarse, con su bombín en la mano y su aspecto de figurín de revista. Era la primera vez que Alejandra lo veía de pie. Resultaba más alto de lo que le había parecido sentado, y su expresión, mucho más cínica.

Alejandra lo miró de arriba abajo sin ocultar su malestar.

—¿Te lo has pasado bien?

—Lo siento, no parecías necesitar ayuda.

—Tampoco la he pedido, no tienes por qué disculparte. Aunque deberías hacerlo por haber participado en el espectáculo. Sin público no hay función.

—Lo he visto por casualidad. No suelo salir a esta hora. Siempre me quedo un rato en la biblioteca.

—Pues, entonces, enhorabuena, hoy has tenido suerte. Has visto cómo trataban de humillar a una mujer y te ha salido gratis quedarte quieto.

—¿No decías que no tenía que disculparme?

—Conmigo no, yo sé defenderme; lo que cuenta es el fondo del asunto, y si yo estuviera en tu caso, no estaría muy contenta de mi complicidad.

Se estaba haciendo tarde. El cochero se bajó de la berlina y abrió la puerta para apremiar a Alejandra. Lo había entretenido un contratiempo con otro coche al principio de la calle San Bernardo, donde estaba situada la universidad, y sabía que a Munda le preocuparía que volviesen al paseo de la Castellana con tanto retraso. Nunca se quedaba tranquila hasta que su hermana regresaba de clase.

Al ver la preocupación del chófer, Alejandra comenzó a andar en dirección al carruaje, pero antes de que llegara Jorge la detuvo y la miró a los ojos. La expresión de su cara ya no reflejaba el cinismo de hacía unos momentos. Al revés, se le veía molesto, casi trastornado, como si las últimas palabras de Alejandra lo hubieran afectado más de lo que ella podía suponer.

—¡Jamás sería cómplice de una cosa así! ¡Ahora soy yo quien te exige una disculpa!

Alejandra se quedó perpleja. Hasta aquel momento, no se había dado cuenta de que Jorge tenía una cicatriz que le cruzaba la parte izquierda de la boca, de arriba abajo. La mitad superior apenas se veía, cubierta por el bigote, pero la inferior le llegaba casi hasta la barbilla. Debía de ser una herida reciente, porque aún estaba un poco rosácea. Alejandra le señaló la cicatriz y cambió de conversación, como si la anterior ya no le interesase.

—¿Cómo te has hecho eso?

Y Jorge se echó a reír, desconcertado, recuperando el cinismo con el que se recostaba contra la farola mientras la veía desafiando a un grupo de jóvenes que no habían soportado su primera embestida.

—Te lo diré cuando me cuentes qué le has dicho a ese necio.

El cochero parecía impacientarse. Sujetó el tiro de caballos y miró a Alejandra con evidentes signos de inquietud. Munda debía de estar comiéndose las uñas desde hacía un buen rato. Alejandra subió al coche a toda prisa sin contestar. Cuando el cochero arreó a los caballos para que arrancasen, la joven sacó la cabeza por la ventanilla y, diciéndole adiós con la mano a su pretendiente, le gritó:

—¡Mañana! ¡Después de clase!

Y Jorge se acercó hasta casi rozarle los dedos.

—Dejaré de respirar hasta ese momento.

Al día siguiente, Alejandra le pidió al cochero que no fuese a recogerla y le dijo a Munda que tenía que quedarse a estudiar en la biblioteca y llegaría más tarde que de costumbre a casa.

A la salida de clase, salió con Jorge del aula y pasearon juntos desde la calle Hortaleza hasta la plaza Mayor. Hablaron de leyes, del derecho de la mujer a la educación y de otros temas que le interesaban a Alejandra, pero que no tenían nada que ver con ellos dos.

En la calle Arenal, antes de llegar a la iglesia de San Ginés, en el pasadizo que lleva el nombre del santo, se detuvieron junto a una de las librerías más antiguas de la ciudad. A Alejandra le había llamado la atención un ejemplar de un cuento que se había hecho muy popular,
El Ratoncito Pérez
, una historia que el padre Coloma le había dedicado a Alfonso XIII cuando éste había perdido su primer diente.

Jorge sacó de su bolsillo unas monedas e intentó pagarle el cuento al librero, pero Alejandra lo detuvo.

—Si quieres que seamos amigos, no vuelvas a hacer eso.

—¿No te gustan los regalos?

—No me gusta que tomen decisiones por mí.

Jorge se echó a reír. Se guardó las monedas en el bolsillo del gabán y se acarició el bigote.

—¡Qué torpe! Había olvidado lo moderna que eres. Por cierto —continuó—, aún no me has contando cómo te zafaste del necio aquel.

Alejandra dejó el cuento del Ratoncito Pérez en el mostrador y se colgó del brazo de Jorge para empujarlo y seguir andando.

—Le dije que a sus compañeros les encantaría ver las notas en las que me pide una cita. Las tengo todas guardadas. ¿Y tú? ¿Cómo te hiciste esa herida?

—Me tiró un caballo que no se dejaba montar. Llevo odiando al condenado animal desde la caída, pero ahora le estoy eternamente agradecido. Si no hubiera sido por mi cicatriz, no te habrías interesado en mí.

En la plaza Mayor, se sentaron a tomar un helado en los soportales de la Casa de la Panadería, un antiguo almacén de harinas que el ayuntamiento acababa de comprar para convertirlo en la segunda Casa Consistorial de la Villa. Entre cucharada y cucharada del mantecado, Alejandra le contó a Jorge algunos detalles de su vida.

—En realidad, tengo dos nombres. Me bautizaron como Inés, en honor a una amiga de mi familia. Pero, cuando mi hermana Munda se enteró de que la señorita Inés era amante de mi padre, decidió que desde ese momento me llamaría Alejandra, porque nací en Alejandría.

—O sea, que eres egipcia.

—Me gusta pensar que sí. Y algo heredé del desierto. Siempre tengo que sembrar en tierras areniscas, como la de esos mentecatos que me llamaron abogado con faldas.

—Nunca he conocido un abogado más hermoso. Ya decía yo que tenías rasgos exóticos.

—Mi madre nació en Cuba, pero sus padres eran españoles. También tengo algo de filipina; viví en Manila tres años, de los diez a los trece.

—Cubana, egipcia, filipina y española. ¡Adorable mestizaje!

—¡Y futura abogado! ¡No lo olvides! Porque es lo único que me interesa en estos momentos. Cualquier otra cosa queda para mí en segundo plano.

Y le miró para forzarle a leer entre líneas.

Jorge le devolvió la mirada y sonrió.

—¿Y no podría cualquier otra cosa ganarse el primer plano si sabe presentar bien la batalla?

—Si tiene paciencia, puede ser. Pero ha de saber que nada ni nadie me desviarán de mi objetivo de convertirme en letrada.

Desde aquel día, Alejandra dejó de entrar en el aula acompañada por el profesor. Como la mayoría de los estudiantes, se desplazaba hasta la universidad en uno de los tranvías eléctricos que habían sustituido recientemente a los de vapor —que, a su vez, habían sustituido a los de tracción animal no hacía demasiado tiempo— y entraba en su facultad con la cabeza bien alta para recorrer aquellos pasillos llenos de recelo y sentarse en las gradas como los hombres.

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