Authors: Inma Chacón
Alejandra permaneció callada durante unos instantes; no podía negarse a lo que le pedía Zhuang. Aquella propuesta suponía para ella mucho más de lo que él podría imaginar. Desde que vio cómo los guardias civiles arrastraban a María y se la entregaban al hombre cargado con la escopeta, decidió que lucharía con las leyes en la mano para que ninguna mujer tuviera que pasar por aquella situación. Y ahora Zhuang le proporcionaba la oportunidad de adelantar el momento de poder hacer algo, aunque fuese al margen de la ley. Sin embargo, la propuesta también implicaba mantenerse en contacto con él, y eso no tenía más remedio que evitarlo.
—Puedes contar con mi ayuda siempre que la necesites. Pero con una condición: tú y yo no volveremos a vernos. Mi relación con vosotros será siempre a través de tu amigo.
A partir de aquel momento, Alejandra ayudó a la organización clandestina de Zhuang a liberar a muchas mujeres del infierno de los golpes y las humillaciones; mientras, seguía estudiando con el firme propósito de luchar para cambiar unas leyes que amparaban el adulterio masculino al mismo tiempo que perseguían el femenino y que mantenían a las casadas en situación de minoría de edad.
De tiempo en tiempo, Zhuang se saltaba las normas pidiéndole que acudiera al despacho e intentaba besarla. Pero Alejandra se resistía; no podía traicionar a Jorge, que continuaba amándola asumiendo el silencio que ella le había impuesto, convertido en una presencia imprescindible, sólida y segura en contraste con las arenas movedizas de Zhuang.
No obstante, aunque su voluntad se mantenía en una constante negativa, su imaginación volaba sin control por las noches y, en sus sueños, el falso emperador de China volvía a rodearla con los brazos en un baile de disfraces, y la acariciaba, y la llenaba de besos hasta que la ansiedad la despertaba.
De cuando en cuando, para reafirmarse en su decisión, era ella la que se saltaba las normas y acudía a la calle Relatores para buscar su mirada y rechazarle.
Hasta que llegó a la conclusión de que necesitaba el amor de los dos.
Una mañana, en lugar de ir a la Universidad Central, se presentó en el despacho con la excusa de que tenía que recoger unos documentos y se sentó en la silla confidente de Zhuang.
—¿Puedes darme la última argumentación que hicimos para rebatir que el marido pueda acusar a la mujer por injurias y ella a él no? Me gustaría utilizarla en el caso de María.
Él arqueó las cejas y empezó a remover los papeles de su mesa.
—¿Para qué dices que la quieres?
—Para preparar una demanda por agresiones. Un tribunal de Canarias ha aceptado un caso parecido. Quiero estudiarlo para ver si podemos aplicarlo.
—El marido de María se pegó un tiro cuando ella desapareció de Illescas. Por eso puede estar en la portería. Pensé que te lo había comentado.
—Así es, pero me gustaría revisarlo. Tengo otro caso parecido entre manos.
Zhuang sonrió y comenzó a buscar en los cajones sin dejar de mirarla mientras revolvía sus papeles. Alejandra se levantó de la silla, bordeó la mesa caminando despacio y se colocó delante de él.
—¿Hoy no me besas?
—No.
—¿Por qué?
—Porque vas a hacerlo tú.
Y entonces ella le rodeó la cara con las manos, acercó su boca a la de él y, sin besarlo todavía, se sentó sobre sus rodillas.
—¿Sabrías amarme sin exigencias de ninguna clase?
—Lo hago desde el día en que te vi vestida de María Clara.
—¡Dímelo!
—¡Te amo, princesa tagala!
Y se besaron, se acariciaron, se olieron, se abrazaron y rodaron por la alfombra saboreando todos y cada uno de los huecos de sus cuerpos desnudos.
A partir de entonces, Alejandra dejó de pensar que traicionaba a Jorge cuando rodeaba con sus brazos al falso emperador de China.
Al fin y al cabo, no sería la primera ni la última persona capaz de compartir sus sentimientos con dos amantes a la vez. Su propio padre lo había hecho en Alejandría cuando conoció a la señorita Inés, y también mucho antes, cuando se comprometió con su madre mientras mantenía un idilio con una cupletista que había conocido en París y a la que había puesto un piso en Toledo, a la vista de todos. Y no sólo él; la mayoría de los hombres que conocía mantenía a una querida sin que nadie se escandalizase. ¿Por qué ella no podía ser igual? ¿Por qué no podía amar a dos hombres al mismo tiempo?
Y cada vez que iba al despacho de la calle Relatores se acercaba hasta el palacete de ladrillo rojo y volvía a soñar con que, algún día, colgaría en su fachada la placa de abogado que compartiría con Jorge, y luego, cuando estaba entre los brazos de Zhuang, se olvidaba de él.
En cuanto a Munda, Alejandra jamás acumuló el suficiente valor para decirle que Manuel ya no le enviaba mensajes a través de
El Imparcial
. Lo intentó en numerosas ocasiones, pero en todas la venció la compasión, ese lastre que a veces nos obliga a disfrazarnos para evitar la mirada de los otros.
Y así, entre los brazos de Zhuang, las miradas de Jorge y los anuncios sobre flores de nilad que ella misma terminó por encargarse de enviar al periódico, acabó acostumbrándose a vivir rodeada de los secretos de los que siempre había tratado de huir.
Alejandra se asomó al balcón de su habitación y contempló entristecida la playa de La Malvarrosa, solitaria y gris por el frío de noviembre. A su lado, Munda se protegía la espalda con un chal que le llegaba hasta la cintura. Tenía las manos apoyadas en la misma barandilla desde la que, en el verano de doce años atrás, Alejandra había contemplado con Xisca la playa llena de gente. En aquellos días, el sol se reflejaba en el agua y en los vestidos blancos de las mujeres, que trataban de resguardarse del calor bajo sus sombrillas y sus sombreros revestidos de tul. Las sombras se proyectaban sobre la arena como si ésta fuese un espejo que devolvía la silueta oscura y perfecta de todos y de todo.
Alejandra no podía imaginar, entonces, que volvería a Valencia con Munda para tratar de averiguar el final de una historia que había permanecido oculta durante años consumiendo la vida de su sobrina en silencio, atormentándola, obligándola a replegarse sobre sí misma como las tortugas cuando se sienten en peligro.
Y mucho menos podría haberse imaginado que ella misma había sido la causa de la desgracia de Xisca y que, probablemente, todo había comenzado el día en que Alejandra trataba de asumir su triunfo sobre el sistema educativo que tantas zancadillas le había puesto en el camino, con su título de abogado en las manos.
Fue en el año 1910, el mismo en que se firmó el primer decreto que permitiría a las mujeres el acceso a la universidad en las mismas condiciones que los hombres y se dictó la famosa «ley de la silla» que nunca aplicaría Mariana.
Aquella mañana, bajo un sol radiante del mes de junio, Jorge se había acercado a ella, le había dado el beso que guardaba desde hacía cinco años y le había ofrecido un anillo de diamantes que le quemaba en el bolsillo de la chaqueta.
—¿A cuál de tus hermanas quieres que le pida tu mano?
Alejandra se abrazó a él, riendo a carcajadas y blandiendo su título en el aire, enroscado y sujeto por una cinta de seda roja.
—¡A las dos! ¡Tienes que pedírsela a las dos!
Ese mismo día, le llevó al paseo de la Castellana para presentarle a Munda, quien, al verlos cogidos de la mano, sintió por primera vez en su vida una punzada que se parecía mucho a la envidia. A Alejandra se la veía feliz. Hasta cierto punto, su triunfo también era el de Munda, y no podía sentirse de otra forma que orgullosa y pletórica; pero en el fondo de su alma, en un rincón escondido del que nunca lo dejaba salir, había un sentimiento que la aterrorizaba. Munda admiraba a Jorge por la paciencia que había demostrado y se alegraba con su hermana por sus éxitos, pero había algo que le escocía. Un sabor agridulce al que no podía resistirse, que la obligaba a comparar el triunfo de su hermana con la decepción que iba inundando su vida.
A la ausencia de Manuel se había acostumbrado hacía mucho tiempo. La seguridad de que volvería a verle había dado paso poco a poco a la resignación, sin heridas y sin sangre. No es que hubiera perdido la esperanza, eso nunca, pero ya no se levantaba cada día pensando en cómo sería el reencuentro. Si no hubiera sido por los anuncios de
El Imparcial
, se habría sorprendido de cuánto puede diluirse un recuerdo. Y eso sí la decepcionaba. No conseguía recordar su cara. Se había jurado a sí misma que siempre mantendría viva la llama que habían prendido junto al estanque donde se amaron por primera vez, aquella llama que algún día volvería a quemarlos a los dos.
Y ahora, a pesar del empeño que Munda ponía en que no fuera así, apenas quedaba el rescoldo que trataba de alimentar a diario.
A veces cerraba los ojos e intentaba recuperar la imagen de su cara de niño, su piel cobriza, la mirada de sus ojos mestizos y la boca que la llevaba hasta el cielo con cada beso. Pero lo único que podía recordar era su olor a tabaco de pipa y la forma en que la llamaba Esclaramunda recreándose en cada sílaba. «¡Esclaramunda!» Y su piel se erizaba hasta ponerle el vello de punta. «¡Esclaramunda!» Y le nacía una sacudida en el estómago que la atravesaba entera. «¡Esclaramunda! ¡Esclaramunda! ¡Esclaramunda!» Pero hasta su tono de voz parecía estar difuminándose.
La única forma en que podía recuperar algo suyo, real y palpable, era encendiendo su pipa de brezo. Se la había regalado como recuerdo de despedida cuando se marchó después del funeral de su padre y, desde entonces, ella había adoptado la costumbre de fumar que tanto molestaba a Mariana.
Dicen que el olfato es el único sentido que no se altera a lo largo de la vida. Por eso los olores de la infancia nos acompañan siempre y por eso el olor a Manuel la envolvía cada mañana cuando encendía su pipa, compasivo y afrutado, para devolverla a Manila, a las flores de nilad y a sus besos.
Pero el humo no es más que humo y acaba huyendo de nosotros. Con el tiempo, aquel olor a Manuel se había transformado en el de la propia Munda, y su recuerdo en una costumbre, una forma de vivir. Y el pasado es un peso del que hay que saber liberarse para que no se convierta en tristeza.
Munda lo había intentado ingresando en la masonería, un sueño que había perseguido desde el día en que cumplió quince años, cuando descubrió los mandiles de su padre escondidos en un arcón de su dormitorio.
—Quiero ser masona —le había dicho al marqués.
—Las mujeres no pueden entrar en nuestras logias. No sois libres y vuestra condición femenina os impide mantener el secreto de los símbolos y los rituales en los que nos asentamos.
Desde entonces, Munda había luchado por demostrar que la libertad no es patrimonio del hombre, y los secretos tampoco.
Con la señorita Inés adquirió los principios que la ayudarían a iniciarse como aprendiz en su logia y, cuando su maestra se marchó a Alejandría, Munda continuó trabajando en los talleres para buscar el perfeccionamiento y la liberación, los pilares del librepensamiento. Sin embargo, muy pronto comprendería que la sociedad a la que había querido pertenecer desde que era jovencita reproducía los mismos prejuicios contra la mujer que imperaban en todas partes.
La emancipación femenina seguía siendo una batalla perdida, tanto en la masonería como fuera de ella. Hacía dos años, en marzo de 1908, que se había presentado en el Senado un proyecto de ley reclamando el voto femenino que argumentaba la contradicción que suponía que en España las mujeres pudieran ser reinas y no electoras. Pero el Senado había rechazado aquel proyecto que habría supuesto para Munda una alegría en medio de tantas decepciones.
Por otro lado, las logias femeninas de adopción, supeditadas a la logia adoptante masculina, apartaban a las mujeres de las funciones públicas. Las masonas no tenían voz ni voto en las asambleas generales y carecían de peso específico en el organigrama de la sociedad masónica, lo que implicaba su nula participación en la toma de decisiones de la orden. Los trabajos de sus talleres tenían un carácter auxiliar y debían ser supervisados por hermanos varones que ostentasen como mínimo el grado de maestro.
Munda había tomado conciencia de que la mujer en la masonería seguía siendo un individuo subordinado, tutelado y segregado, tal y como ocurría en el mundo profano. Si se hubiese iniciado en una logia mixta como la de Manuel, tal vez habría sido diferente, pero la masonería regular se negaba por sistema a admitir ese tipo de talleres, así que los que habían conseguido formarse habían sido considerados irregulares por los Grandes Orientes. En su seno, todavía se escuchaban las voces de muchos hermanos que limitaban la función de la mujer a la de madre y esposa, refiriéndose a ellas con expresiones tan caducas como «el bello sexo», «mujer virtuosa y caritativa que ejerce una delicada misión en el hogar doméstico», «sacerdotisas encargadas de la educación moral y cívica de todas las generaciones». En definitiva, para sus hermanos masones, la mujer seguía siendo «el ángel del hogar», la figura más rechazada por Munda.
Algunas masonas, como Carmen de Burgos, la famosa Colombine, habían levantado sus voces contra esa corriente de pensamiento que proponía que la luz masónica sólo iluminase a las mujeres en las facetas que «les son propias», un axioma que reproducía el modelo femenino del que Munda huía desde que tenía uso de razón. Ella consideraba a los masones como hombres justos, solidarios, libres, capaces de transformar el mundo y, por lo tanto, de darles a las mujeres el sitio que les correspondía en sus ritos. Sin embargo, sus hermanos les habían dejado las puertas de los templos semicerradas.
Una de las cosas que más irritaba a Munda, sobre la que había escrito varias planchas en su taller, era el hecho de que sólo las mujeres solteras mayores de edad tuvieran acceso libre a las logias. Las casadas debían presentar el permiso del marido, dado que se encontraban bajo su tutela. ¡Siempre el marido!
Por esa razón, cuando Alejandra le comunicó su decisión de casarse, después de haber conseguido su título universitario, Munda se vio en la obligación de advertir a su hermana sobre el paso que se disponía a dar.
Aquel día, esperó a que Jorge se marchase y, cuando se quedaron a solas, después de los abrazos y los besos, miró a Alejandra seriamente y le confesó sus miedos.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo? Piensa que ahora eres dueña de tu vida. En cuanto te cases, perderás la libertad por la que has luchado tanto.