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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (23 page)

BOOK: Tiempo de arena
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Una hora después, lo más granado de Toledo se recreaba en el escándalo del novio plantado en el altar, mientras Munda continuaba intentando calmar a Alejandra, que seguía llorando en la biblioteca sin poder explicarle qué había ocurrido.

Era el último día del verano de 1910. Las hojas de las acacias que había plantado el abuelo indiano en el jardín —donde ya sólo quedaba la carroza vacía que Alejandra no iba a utilizar— aún se conservaban en las ramas, pero ya comenzaban a amarillear. Hacía unos meses que se había firmado el decreto que permitía el libre acceso de las mujeres a los campus universitarios y, al cabo de unos días, las aulas se convertirían en el espacio igualitario por el que Alejandra había luchado desde que decidió estudiar Leyes, ajena a las artimañas de Mariana y los hermanos Sánchez Mas.

Sin embargo, el camino que les quedaba por recorrer a las mujeres no sería fácil. Pocos meses después de publicarse el decreto, en la Universidad Central de Madrid, un grupo de jóvenes que pretendía matricularse en la facultad de Filosofía y Letras sería apedreado por un puñado de intransigentes. Y aquello sólo sería una muestra de los centenares de piedras que se encontrarían las mujeres en su andadura por los campus universitarios.

Alejandra ya se había tropezado con muchas, pero había conseguido su título. La placa que colgaba en la fachada del palacete del barrio de los Austrias, que iba a ser su hogar y su bufete, rezaba: «Alejandra Camp de la Cruz y Jorge Sánchez Mas. Abogados.» En plural y en masculino, porque no quedaba otro remedio. Porque si ella hubiera podido, si la ley fuera igual para todos, habría colocado dos placas y, en la suya, habría escandalizado a propios y extraños con el femenino «abogada».

Aquel otoño iba a ser el mejor de sus veintisiete años.

Alejandra lloraba en los brazos de Munda sin poder articular palabra. Sólo dejaba que se le escapase la vida a lagrimones esperando a que la rabia y la decepción le permitieran dejar de apretar las mandíbulas, lamentando no haber sido más lúcida, no haber estado más alerta, no haberse mostrado menos cándida, y culpándose por el daño que tenía que sufrir Xisca sin remedio.

Aún no sabía que su sobrina no sufriría por Jaime, sino por el bebé que crecía en su vientre y que nacería en el plazo del que había hablado Mariana, en primavera, a finales de mayo. El niño que debía convertir en marqués a un mentiroso.

No. Xisca no sufriría por Jaime, porque ella misma le había comunicado a su madre, nada más llegar al palacio después de anulada la boda, que no se casaría con él por mucho que llevara a su hijo en su vientre. Y no era la primera vez que lo hacía, sino la última de una larga negativa que comenzó cuando supo que se había quedado en estado.

31

A Mariana se le cayó encima el mundo con la espantada de Alejandra. Cuando llegó al palacio, se encerró en la biblioteca con su hija y trató de buscar la solución al escándalo que suponía la suspensión de la boda. Pero su mayor problema no era su hermana.

María Francisca le había dicho muchas veces que no se casaría con Jaime, pero ella estaba convencida de que al fin había cambiado de opinión; sin embargo, ahora, después de todos sus esfuerzos, aquella boda también iba a abortarse.

Cuando su hija entró en la biblioteca y se reafirmó en que ella tampoco se casaba, Mariana se llevó las manos a la cabeza como si el cuello no se la pudiera sujetar.

—¡Escúchame, jovencita! ¡No vas a hacerme pasar por la vergüenza de tener un bastardo en esta casa! ¡Con un bochorno como el de hoy hemos tenido bastante!

—¡Un bochorno que tú misma has provocado!, ¿no es así? ¡Ahora lo comprendo todo! ¡Nos habéis manipulado a las dos! Pero no voy a salir de esta habitación hasta que me cuentes cada detalle de vuestro miserable acuerdo.

La rabia de Mariana se iba concentrando en las venas de su cuello, que se tensaron, amenazantes, como las cuerdas de las que cuelgan los ahorcados. ¡Su hija se había atrevido a levantarle la voz!

—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono?

—¿Y tú cómo te atreves a jugar a ser Dios Todopoderoso? Ni mi vida ni la de Alejandra te pertenecen. ¿Cuál era el trato?

—¿Qué trato? No hay ningún trato. Alejandra se ha vuelto loca de repente. Pero no consentiré que tú sigas sus pasos. ¡Vas a casarte con Jaime lo quieras o no! ¡Y procura no engordar demasiado para el día de la boda!

—¿Es eso lo único que te importa? ¿Que se me note? ¿Y qué me dices de la forma en que se ha engendrado?

—¡Otra vergüenza que no deberías haber consentido nunca y que el único arreglo que tiene es que te cases con él! ¡No hay más que hablar! —Y volvió a gritarle—: ¿Me has entendido bien? ¡La boda se celebrará el mes que viene! ¡O ya puedes ir pensando en ingresar en el convento de las Madres Reparadoras!

Pero María Francisca sabía que aquella solución también avergonzaría a su madre. Por primera vez en la vida, el control de la situación estaba en sus manos y no en las de ella.

—Si me llevas a la fuerza al altar, allí mismo diré que no acepto por esposo a ese indeseable. En cuanto a obligarme a ir al convento, Toledo entero sabría que has desterrado a tu hija y a tu nieto ilegítimo. Pero no te preocupes, te ahorraré esos escándalos. Estoy dispuesta a irme a vivir al otro lado del mundo con mi bebé.

Mariana levantó la barbilla y la miró con los ojos más fríos que pudo.

—¡Eres menor de edad! No puedes irte a ninguna parte sin mi consentimiento.

—En ese caso, tendrás que consentir.

—¡Eso ya lo veremos!

La cara de Mariana reflejaba tanto desprecio que María Francisca pensó durante un instante que no podía ser su madre. Era imposible tanto odio hacia alguien que había llevado en el vientre. Ella ya conocía aquella sensación de plenitud.

Por muy terrible que hubiese sido el momento en que empezó a crecer dentro de ella, y por muchas ganas que hubiera sentido de deshacerse de él cuando conoció su existencia, ya quería al niño que le arrancarían de los brazos minutos después de nacer.

Mariana se marchó a sus habitaciones y mandó llamar a don Ramón. Acto seguido, se empezó a tramar la estrategia que libraría a la casa de Sotoñal de la deshonra.

María Francisca, por su parte, buscó a Shishipao y se refugió en ella llorando desconsolada, como sucedía cada noche desde hacía dos meses. La niñera la abrazó y le repitió la pregunta que le hacía a diario y que Xisca se negaba a contestar.

—Pero ¿qué tienes, mi niña? ¿Cuándo me lo vas a contar? ¿Cuándo, criatura?

—¡No puedo, Pao-Pao! ¡No me lo preguntes más!

Y era verdad que no podía, porque, cada vez que recordaba el cuerpo de Jaime sobre el suyo, la vergüenza y el asco se apoderaban de ella hasta hacerla enmudecer.

Sucedió un par de semanas después de la visita a la catedral. Mariana había invitado a Jaime a permanecer en Toledo cuando su familia hubiera regresado a Valencia con el pretexto de que sería de gran ayuda para ultimar los detalles de la boda, ya que él actuaría como padrino. A todas luces, se trataba sólo de una excusa para que Jaime pudiera seguir cortejando a su hija, un subterfugio que todos aplaudieron como si le estuvieran concediendo a la pareja la oportunidad que se merecían.

María Francisca, sin embargo, recibió la noticia con el gesto fruncido. Desde que Jaime la hubiera incomodado en la Puerta del Reloj, sentía por él una especie de recelo que la hacía desconfiar de su palabrería. Sus excesivas atenciones la abrumaban.

Mariana se había empeñado en que le acompañase todas las tardes a dar un paseo por la ciudad, siempre con Shishipao unos pasos por detrás de ellos, y ya habían visitado algunos de los monumentos más importantes: el Alcázar, el monasterio de San Juan de los Reyes, la mezquita del Cristo de la Luz, la iglesia de Santo Tomé con su
Entierro del conde de Orgaz
, la casa de El Greco y otros muchos en los que merecía la pena detenerse.

Jaime le había ofrecido sus disculpas por su atrevimiento en la Puerta del Reloj y Xisca las había aceptado, pero el joven se esforzaba tanto por agradarla, aun a costa de resultar inoportuno, que lo que comenzó como un recelo terminó por convertirse en un estado de alerta permanente a consecuencia del cual María Francisca le rechazaba siempre que él trataba de ganarse su afecto.

Hasta que una noche, después de cenar, Jaime le pidió que le acompañase al jardín y consiguió que su presa bajara la guardia.

—Lamento incomodarte con mi insistencia —le dijo—. Ya sé que no debo ir tan deprisa.

—Así es —le contestó ella.

—Te prometo que no volveré a molestarte.

—Gracias.

—De nada. Desde ahora, sólo soñaré en voz baja.

Y rozó suavemente el codo de Xisca, como si hubiera sido por casualidad.

—¿De veras te molestó tanto que te pidiese que te casaras conmigo?

—Nunca me lo has pedido.

—Bueno, en cierto modo sí. ¿No crees en el amor a primera vista?

—No estoy molesta por eso.

—¿Por qué, entonces?

—No me gusta que me presionen.

—Por nada del mundo querría que te sintieses así. Me iré mañana mismo si tú me lo pides.

Y arrimó la boca a su oreja, como había hecho en la catedral, para susurrarle:

—¡Pídemelo, y me iré!

En aquel momento, Xisca desconocía que aquellas frases formaban parte de un plan perfectamente orquestado. Debería haberle dicho que sí, que se marchase, que no volviese a acercarse con aquel aliento suave y cálido, ni le hiciese sentir nunca más aquel cosquilleo que se extendía desde su oreja hasta cada rincón de su cuerpo.

Pero las flores del jardín comenzaron a oler mejor que ninguna otra noche, los grillos canturreaban frotándose las patas como si estuvieran contentos y la luna sonreía entre millones de estrellas; y ella miró hacia arriba sin saber qué decir.

—¡Mira! —continuó él en su oído—, aquélla es Casiopea. Tiene forma de eme. La eme de María Francisca. ¿Has sido tú quien la ha subido ahí?

No le hizo falta más. Xisca sonrió y se olvidó durante un momento de sus recelos. Después de todo, el atrevimiento de Jaime se parecía mucho al de los personajes de sus novelas.

Aquella noche no la besó. Se acercó a sus labios, dejó que ella cerrase los ojos y, en aquel momento, se alejó de su cara.

—Perdona, te acabo de prometer que no iría tan deprisa.

Y se marchó de vuelta al palacio, sin añadir nada más.

Ella se quedó en el jardín, mirando hacia Casiopea, oliendo todavía su aliento y sintiendo la boca de él a punto de rozar la suya.

Jaime se dirigió al salón, donde la marquesa le recibió con una sonrisa de complicidad que él correspondió con un guiño apenas perceptible, cuyo significado María Francisca no llegaría a conocer nunca.

Desde entonces, dejó de acosarla.

La escena se repitió todas las noches de la semana siguiente. Miraban las estrellas, disfrutaban del olor de la madreselva y de la compañía de los grillos y él volvía a comportarse como si no hubiera prisa por el primer beso.

Hasta que, una noche, Jaime la cogió de la mano y la llevó hasta detrás de un parterre, al fondo del jardín, donde ella le dejó acercarse despacio.

Hacía calor. María Francisca llevaba un pañuelo de gasa a modo de cuello que pronto empezó a humedecerse por el sudor. Jaime lo desanudó y comenzó a besarla en dirección al busto, pero antes de que rozara su pecho, María Francisca se volvió a anudar el pañuelo, se separó de él y le dijo que no.

—¡No!

—¡Vamos! ¡Yo sé que es un sí! —le contestó Jaime acariciándole la mejilla—. Conozco el no de las mujeres.

—¡No!

Pero él la cogió de la cintura y volvió a besarla.

—¡No seas tímida!

—¡No! ¡No!

—¡Ven aquí, Casiopea! —Y la forzó a tenderse en el suelo.

—¡No! ¡No! ¡Por favor!

Desde el salón de la casa, llegaba la música que Mariana había puesto en el gramófono que Jaime le había regalado a Alejandra para la boda.

—¡Vamos, pequeña! Yo sé que tú también lo deseas.

—¡No! ¡No!

Jaime la besó en la boca para evitar que pudieran oírla desde el palacio y se tendió sobre ella.

—¡Tranquila, no te va a doler!

—¡No! ¡No! ¡No!

Y siguió diciendo que no, llorando y llenándose de vergüenza y de asco mientras forcejeaba para tratar de liberarse de aquel cuerpo que la golpeaba contra la hierba, sacudida a sacudida.

El olor de la madreselva se hizo pegajoso y dulzón, el canto de los grillos le taladraba los oídos como si la estuviera perforando; la luna seguía sonriendo y las estrellas brillando mientras ella decía que no una y otra vez.

Cuando se liberó al fin de su peso, humillada e impotente, recuperó su pañuelo y se cubrió. Jaime le acarició el pelo y se tumbó a su lado, exhausto y sonriente mientras se abrochaba los pantalones.

—Me has hecho muy feliz, mi queridísima tímida.

María Francisca se levantó y comenzó a andar en dirección a la casa, dolorida, sin fuerzas, aterrada, preguntándose por qué no había podido pararlo.

Al llegar a su habitación, llenó la bañera de agua helada y se frotó la inmundicia de Jaime hasta arañarse los muslos. Después encendió la chimenea y quemó toda la ropa.

Mientras tanto, Jaime regresó al salón y volvió a guiñarle un ojo a Mariana.

—¡Ya está!

Mariana sonrió complacida.

—¿Y ella?

—Es una fierecilla, pero la próxima vez disfrutará tanto como yo.

A Mariana se le endureció el gesto.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, señora marquesa, se ha resistido más de lo previsto, pero la plaza está conquistada.

Mariana lo cogió por un brazo, apretó los dientes y contuvo las ganas de abofetearle.

—¡Quedamos en que la ibas a seducir, no a forzar!

—El pez no quería salir del agua. Si hubiese esperado más, se habría roto el sedal.

—¡Estúpido necio! ¿Cómo crees que va a querer casarse ahora contigo?

Y Jaime la miró de arriba abajo con la misma lascivia con que le había quitado a su hija el pañuelo del cuello.

—Eso lo dejo en sus manos, querida. Yo ya he cumplido mi parte.

Al día siguiente, abandonó el palacio camino de Valencia. María Francisca no se levantó para desayunar. Shishipao entró en la habitación pasadas las diez de la mañana y encontró los restos de su ropa carbonizada.

—Pero ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado?

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