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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (46 page)

BOOK: Tiempo de arena
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Mariana retiró los ojos del cuadro y se apoyó en la barandilla de la escalera, asustada de la vida, lamentándose de haberla vivido dominada por los miedos que la habían acompañado siempre.

Alejandra la sujetó por un brazo, la acompañó a una de las habitaciones de invitados y la ayudó a acostarse. Y aquella noche, en sus sueños, abrazó a su hija y a su hermana y les pidió perdón.

A la mañana siguiente, Alejandra descorrió las cortinas de su ventana y le puso la bandeja del desayuno en las rodillas.

—Me gustaría que te quedases conmigo y me ayudases con los preparativos de la boda.

—¿No te parece que es demasiado pronto? Estamos de luto, Alejandra.

—Llevo diez años de luto, estoy segura de que Munda y Xisca aprobarían que me olvidase de él. Las defraudaría si no lo hiciese.

Y Mariana aceptó. Alejandra tenía razón, el luto las había perseguido toda la vida como un animal en celo, quizá había llegado el momento de rechazarlo.

—¿Te casarás aquí?

—No. En la ermita de la Virgen del Sagrario.

—¿Para estar cerca de Xisca y de Munda?

—De ellas y de todos.

Y comenzaron a organizar la boda en la iglesia donde se celebraron los funerales por las víctimas de la fábrica de hilados, donde Zhuang esperaría a la novia para darse el «Sí, quiero». Junto a él estaría el hombre del canotié, y en la puerta, dispuestas para participar en el cortejo nupcial, María y un grupo de mujeres con identidades falsas, que saldrían para México cuando terminase la ceremonia.

Durante tres semanas, Alejandra esperó sin éxito la llamada de Jorge. Cada vez que sonaba el teléfono, corría hacia el aparato y dejaba de respirar, estaba segura de que la hija de Xisca no la defraudaría, y a Jorge le consumía demasiado la culpa. Sería absurdo pensar que no intentaría reparar el daño que había hecho su hermano, pero su llamada nunca se produjo.

El lunes de la cuarta semana se trasladaron al cerro del Emperador, confiando todavía en que Jorge hubiera sabido transmitir a la niña la importancia de su presencia en la boda. Pero tampoco allí se recibió la llamada.

Todo parecía perdido, hasta que, el mismo día de la boda, nada más salir Zhuang hacia la ermita de la Virgen del Sagrario para esperar a la novia en el altar, Shishipao irrumpió en la habitación de Alejandra con grandes voces.

—¡Ha venido! ¡Ha venido! ¡Miren! —Y les señaló la ventana.

El sol había salido aquella mañana con enormes ganas de brillar, después de un mes de nevadas. En el patio delantero del cerro del Emperador, el servicio de la casa esperaba la salida de la novia que doce años atrás había cambiado el curso de la vida de todos, y entre ellos, delante de una calesa engalanada de flores, sujetando una de las puertas abiertas, se encontraba la niña de Xisca con dos pequeñas coronas de flores colgadas de los brazos. Al fondo, en el portón que daba acceso al cigarral, un automóvil conducido por Jorge comenzaba a alejarse cuando Alejandra se asomó a la ventana.

Alejandra y Mariana miraron a la niña tratando de no llorar, y ella les devolvió la mirada con los ojos azules de Xisca, medio tristes y medio retraídos, pero con toda la fuerza que nadie había sabido ver nunca en ellos.

Las dos hermanas bajaron las escaleras reprimiendo la emoción, mirándose como si quisieran encontrar en la otra la serenidad necesaria para no temblar.

Cuando salieron al patio, se acercaron a la niña y la saludaron con un beso en la mejilla, sin abrazos, sin aspavientos, procurando no desbordarse. Aún no sabían que Blanca llevaba dos días en Toledo, recorriendo los lugares que habían sido testigos de una historia que algún día tendría que conocer.

La pequeña sonrió tímidamente, señaló la puerta abierta de la calesa e hizo un gesto para que subieran.

—Es mi regalo de bodas.

Y después se acomodó entre las dos hermanas sin soltar las coronas de flores.

—¿Podemos ir antes a ver a mi madre?

Mariana y Alejandra no salían de su asombro ante el aplomo de la pequeña, que conservaba la misma candidez que les transmitió en Valencia con su camisón arrugado y su voz de recién levantada de la cama.

—Por supuesto, tesoro —contestó Alejandra sin dejarle ver que ellas también habían previsto detenerse en el panteón de los Camp de la Cruz antes de dirigirse a la iglesia.

E iniciaron la marcha para visitar a los suyos.

Sobre la sepultura de Munda encontraron dos ramos de flores: uno de sampaguitas de seda, sujeto por una cinta en la que podía leerse: «Las flores de nilad permanecerán vivas para siempre»; y otro de margaritas blancas, con una banda roja en la que sólo había una palabra: «Testaruda.»

Alejandra no podía imaginar de quién podían ser las margaritas, pero cogió una flor de cada ramo y las añadió al suyo de novia.

Blanca depositó las coronas que llevaba en las manos a los pies de su madre y de su hermano Jaime, mientras Mariana les rezaba un padrenuestro; no lloraba, se tragaba las lágrimas antes de que se le escapasen de los ojos, y miraba fijamente las lápidas con una madurez que desdecía sus once años.

Cuando terminaron los rezos, Mariana y Alejandra se colocaron una a cada lado y le dieron la mano para salir de la cripta y volver a la calesa.

No era el momento de hablar, ni de preguntarse cómo serían sus vidas a partir de ese momento, pero las tres sabían que ya nadie separaría aquellas manos unidas, decidiera lo que decidiese Blanca.

Shishipao las seguía con su marido en el coche que habían preparado para llevar a la novia, con una sonrisa que no le cabía en la cara y sin parar de decir «mi niña, mi niña». El resto de la servidumbre ocupaba un segundo automóvil.

Al llegar a la iglesia, en contra de la costumbre que dictaba que debía ser un hombre quien llevase a la novia al altar, Mariana le ofreció el brazo a su hermana y comenzaron a recorrer el pasillo que las separaba del falso emperador de China. Delante caminaba Blanca, y detrás, Shishipao, María y las mujeres que aprenderían a vivir de nuevo al otro lado del sinsentido.

A pesar de que la boda no se había anunciado, Toledo entero sabía que la hermana de la marquesa de Sotoñal se casaba en una aldea en lugar de en la catedral. Ni una sola de las antiguas amistades de Mariana acudió a la boda, pero la iglesia estaba abarrotada.

Alejandra miró a Mariana y acarició la margarita y la flor de nilad. Ninguna de ellas sospechaba que, desde el fondo de la iglesia, las observaban Manuel y el joven doctor de Durango, los dos hombres que habían amado a Munda, ajenos el uno del otro, mientras ellas avanzaban, sonrientes y cómplices, con el grupo de mujeres que formaba el cortejo nupcial, todas vestidas de blanco.

 

 

FIN

AGRADECIMIENTOS

Con mi más sincero agradecimiento a los autores de los textos que consulté para construir el escenario de esta historia, en especial a Natividad Ortiz Alvear y a Rosa María García Baena, por sus libros sobre mujeres en la masonería.

A mis hijas, Dulce y Clara, por su paciencia; a mi hermano Antonio, por sus búsquedas en el Código Civil español de 1889 y 1905, y a Ángeles, su mujer; a mi madre, que nos enseña que hay que seguir riendo, a pesar de todo; a mi padre, que murió demasiado joven; a mis otros hermanos: Ida, Aurora y Carlos, José Lorenzo y María, Piedad, Paco, Juan y Ana, y a todos mis sobrinos y sus hijos; a mi tía Lourdes, que es una Chacón más; a Palmira Márquez, que siempre está cuando la llamo; a Enriqueta de la Cruz, Miguel Veyrat y Fernando Yzaguirre, por su sabiduría, sus conversaciones y por todos los libros que me recomendaron; a Clara Sánchez Mas, que me prestó sus apellidos, y a su hijo Jorge, a quien le debía un guiño; a Nieves Moreno y a Eduardo Acero Calderón, por la exposición de trajes de época en Villanueva de la Serena, sobre todo, por el maravilloso traje de novia negro de 1910; a Adolfo García Ortega, por los consejos que me ayudaron a pulir y repulir; a mis amigas Pepa Fontela, Isabel Terán, Ana Rámila y Charo Llaneza, por su paciencia en la primera lectura en Málaga y sus acertadas aportaciones; y al resto de las componentes de El Cruce de Caminos, Elena de la Iglesia, Mari Ángeles Herrán, Asunción Núñez, Joke Janse de Jonge, Anneke Frenks, Rafaela Donat, Nuria Terán y Consuelo Gómez, que lo habrían hecho con el mismo cariño.

Y a Dulce, por supuesto.

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