Tiempo de arena (41 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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Shishipao no paraba de llorar diciendo: «¡Pobre Munda! ¡Pobre, pobre! ¡Ahora estará con mi niña y con el angelito por el que tanto sufrió! ¡Pobre niña mía!»

Alejandra bajó muda del coche. Demasiado serena, como si todavía no se hubiese dado cuenta de lo que ocurría o no lo hubiera aceptado. Parecía sonámbula.

Mariana la abrazó para que llorase y se liberase de la presión que la mantenía en aquella actitud, pero su hermana se soltó de su abrazo como si no la necesitase y se colocó a su lado para caminar tras el féretro. Llevaba en las manos el cofre del pequeño Jaime.

A Mariana le sobrecogía verla tan hierática, destrozada por dentro y entera por fuera.

Cuando llegaron al comedor, sobre cuya mesa depositaron el féretro, Alejandra le dijo que Munda le había dedicado unas palabras antes de cerrar los ojos y, sin esperar a que pudiera preguntarle cuáles, se arrodilló delante del féretro, dejó el cofre del niño a los pies de Munda y le pidió a don Andrés que procediese a la lectura del testamento.

—¿No sería mejor esperar a después del sepelio, como se ha hecho siempre? —preguntó ella ante las prisas de Alejandra. Pero su hermana le hizo un gesto al notario y éste comenzó a leer.

¡Munda era Munda! No podía esperarse que se atuviera a la tradición ni siquiera en el último momento.

Había dejado instrucciones para que Alejandra se hiciese cargo de todo y administrase su herencia, que pasaría a sus dos hermanas por igual.

El velatorio se realizaría en la intimidad de la familia, y el funeral por el rito masónico, con la asistencia de su hermandad y de los amigos y hermanos que la señorita Inés estimase oportuno.

Habría sido preferible que Toledo la acompañase en su duelo y respetar las costumbres, pero se trataba de Munda —la rebelde e inconformista, la irracional, la extravagante, la insatisfecha— y, aunque fuese sólo por una vez, tenía que darle la razón: de lo contrario, el cofre del niño expondría a la luz pública el asunto de los hijos de María Francisca y todo su sufrimiento habría sido en vano. No sería lógico airear ahora lo que se había mantenido guardado durante doce años y había causado tanto dolor. Aquella pobre criatura debía ser enterrada en silencio. Munda hizo bien en pedir discreción; sus razones eran otras cuando dictó el testamento, claro está, no podía saber entonces que compartiría su sepelio con el niño de María Francisca, pero el destino fue más sabio que ella y la utilizó para preservar el secreto.

Si pudiera verla desde allá donde estuviera, seguramente estaría sonriendo con la barbilla levantada hacia arriba, como cuando la desafiaba y creía haberse salido con la suya.

¡Pobre Munda, siempre a contracorriente! Vivía en un mundo inventado, construido a base de sueños imposibles, utópico como ella. Había sido capaz de renunciar al amor por esperar a su ausente Manuel, siempre vestida de blanco como si fuera una novia, provocándola a ella, que jamás se atrevería a contradecir las normas establecidas.

No debería haber leído tanto. Pero su padre lo fomentó. Le encantaba verla llenarse de ideas absurdas.

La señorita Inés también había tenido mucho que ver. Si no hubiera caído bajo su influencia, habría encontrado la forma de ser feliz.

En el fondo, sólo había sido una ingenua; testaruda como nadie, pero ingenua, incluso diría que inofensiva. Siempre caía en sus trampas. Hasta pensaba que ella desconocía lo que pasaba en los sótanos del palacio. ¡Pobrecilla! Si la hubiera visto alguna vez recorriendo los pasadizos, o en el templo masónico, observando todos aquellos objetos rituales, se habría llevado un disgusto tremendo. Y qué decir si la hubiese encontrado en el cigarral de la señorita Inés. Pero ella se cuidó bien de que nadie la viese, sobre todo desde que María Francisca se unió a la logia y pasaba las horas muertas en la biblioteca.

Le alegraba que su hija se hubiese iniciado, porque era una forma de que se mantuviera vinculada al palacio.

Si ella hubiera podido, también le habría gustado pertenecer a la hermandad, pero desde que Munda se lo comunicara a su padre, cuando tenía quince años, consideraba vedado aquel terreno; no podía permitirse que nadie pensara que pretendía seguir sus pasos, y eso que la idea le rondaba desde mucho antes de que se le ocurriese a Munda.

Le encantaba imaginarse a su padre con sus collares y su mandil ejerciendo de padrino de su ceremonia iniciática. Pero Munda se le adelantó y ya no hubo más que pensar. Su padre nunca le preguntó si a ella también le habría gustado leer los libros de su biblioteca y, cuando Munda acaparó la atención de la señorita Inés en Alejandría, tampoco se planteó nadie que también podrían haberla tenido en cuenta a ella. De forma y manera que eligió otro camino o, mejor dicho, aceptó el camino que le correspondía como heredera del marquesado y trató de seguirlo como debía ser, cumpliendo con las obligaciones que acarreaba su función de jefe de la casa de Sotoñal. En realidad, siendo sincera, aquel papel tampoco la había hecho demasiado feliz. Muchas veces lo había disfrutado, desde luego que sí, no podía negarlo, sobre todo mientras vivió en el palacio; pero la felicidad es sólo una palabra a la que agarrarse para huir de la desesperación, una manta pequeña que cuando nos tapa los pies nos deja la cabeza al descubierto o, sencillamente, se nos cae en medio de la noche.

Si hubiera podido escoger, habría optado por no tener que luchar por conservar el patrimonio de la familia, por haber vivido como sus hermanas: sin preocuparse de cómo su fortuna iba menguando a medida que pasaban los años y sin tener que enfrentarse a la debacle. Pero su padre la había elegido para aquel cometido y no había tenido otro remedio que aceptar. Aquélla había sido la única vez en la vida en que había sentido que la valoraba por encima de sus hermanas, ya que la consideraba capaz de soportar aquella carga, a sabiendas de que era tremendamente pesada.

Los criados encendieron los velones que habían situado alrededor de la mesa y después se colocaron contra la pared en perfecto orden, como cuando esperaban para servir un banquete, erguidos, solemnes, pero, en aquella ocasión, con los ojos brillantes y húmedos.

Los cuadros y los espejos de la casa se habían cubierto con paños negros, las ventanas se habían cerrado y la chimenea del comedor permanecía apagada para mantener fría la estancia donde velarían a Munda y al niño hasta que los trasladasen al panteón familiar.

Shishipao lloraba desconsolada y Alejandra permanecía de pie, con la mirada fija en el ataúd. Una vez montado el catafalco, pidió que abriesen el féretro y se acercó para darle a Munda un beso en la cara; después sacó una carta del bolso, se la leyó al oído y se la colocó entre las manos.

Los criados estaban sobrecogidos; querían a Munda como se quiere a un personaje de leyenda; la admiraban sin apenas conocerla o, mejor dicho, conociéndola sólo por lo que se contaba sobre ella, ya que apenas la habían visto en palacio.

Resultaba paradójico pensar que ella misma había contribuido a engrandecer su figura con sus enfrentamientos. Tantos telegramas exigiendo derechos y más derechos debían de haber calado en la servidumbre. ¡Pobre Munda! Al final parecía la madre de todos. ¡Ella, que nunca tuvo hijos, parecía querer al mundo entero!

¿Y a ella? ¿La habría querido también? ¿Por qué le habría dejado la mitad de su herencia si no fuese así? ¿Le estaría pidiendo perdón de aquella forma? ¿Qué palabras le habría dicho a Alejandra para ella?

¿Se habrían odiado tanto si en el fondo no se hubieran querido?

Los velones proyectaban las sombras alargándolas y encogiéndolas. Hacía mucho frío en el comedor, y la sensación de que se acercaba el momento de la despedida le hizo sentir que un viento helado la empujaba hacia el féretro para colocarla cara a cara con su hermana muerta, con la que tenía una conversación pendiente.

Alejandra debió de notarlo igual que ella, porque la miró como si le hubiera leído el pensamiento y luego les pidió a los criados que la siguiesen, abandonando todos el comedor.

Entonces, cuando se quedó a solas con Munda, se acercó hasta casi rozarla y volvió a sentir un viento gélido a su alrededor.

53

Parecía dormida. Le impresionó ver lo mucho que seguía pareciéndose a su madre. Siempre fueron idénticas; tal vez por eso se convirtió en la preferida de su padre. Si él pudiese verla en aquella caja, se aferraría a ella llorando igual que había hecho en Alejandría cuando murió su querida esposa; las mismas ojeras, los mismos ojos cerrados, la misma palidez, el mismo cuerpo inmóvil.

Pero sobre todo, le impresionó su sonrisa, la serenidad que emanaba, la certeza de que se había ido tranquila y de que en los últimos momentos había tenido un recuerdo para ella.

Debía de quererla, sí. Aunque no hubiese sabido demostrárselo, debía de quererla.

La enfermedad casi no le había dejado huellas. Había perdido algo de peso, pero toda su vida había estado tan delgada que no resultaba extraño; las ojeras también la habían caracterizado desde que era una niña.

Sonreía como si quisiera decirle algo, como si en cualquier momento fuese a abrir los ojos y a mirarla en paz, como miraba siempre a Alejandra y a María Francisca, con aquella complicidad con que se comunicaban sin necesidad de palabras.

Nunca la había visto tan hermosa, ni se había sentido tan cerca de ella, ni compartido tanto silencio, tanta verdad que no puede rebatirse, tanta intimidad.

Si hubiera podido, se habría acercado a su cara y la habría besado como había hecho Alejandra. Pero los besos entre ellas siempre habían sido de compromiso, nunca de cariño. Si su educación se lo hubiese permitido, en muchas ocasiones habría apartado la cara cuando Munda se le acercaba, sobre todo cuando eran pequeñas. Y a ella debía de ocurrirle otro tanto. Los besos pueden escocer como arañazos cuando resultan impuestos. No podía recordar el último que le había dado por propia voluntad y ahora ya no podía dárselos, era demasiado tarde; en aquel momento habrían resultado obscenos, porque Munda no podía rechazarlos ni aceptarlos.

Después de contemplarla durante un rato, cerró la tapa y la cubrió con un paño de terciopelo rojo bordado con las armas de la familia; mientras lo hacía se dio cuenta de que se le habían saltado las lágrimas. Las vio caer sobre la tela y convertirse en manchas redondas sobre el bordado, oscuras y húmedas, y entonces, como si aquellas lágrimas no pudiesen ser sólo para su hermana, pensó en María Francisca y se abrazó al ataúd preguntándole a Munda por qué se le había adelantado también en aquello, reprochándoselo, odiándola como siempre y deseando que fuese cierto que la había querido, porque era sangre de su sangre.

Durante los dos días siguientes, permaneció junto a Alejandra en el comedor sin apenas dormir ni comer, rezando por Munda y buscando en sus recuerdos el momento en que se había convertido en su enemiga y el que podría haberlas reconciliado. Pero la vida no les había regalado aquella oportunidad. Había permitido que fuera la muerte la que las colocase frente a frente, como un espejo que atrae cuando se pasa a su lado.

Otra vez la muerte. No hacía un mes desde que su hija las había dejado. Apenas veinte días para volver a mirar el borde del abismo, la muerte traicionera que se había ido llevando a todos los suyos uno por uno, el luto repetido al que Munda se había negado y que ella había asumido como una más de las tradiciones que no podían romperse, la soledad del día después, el vacío, el paso lento del tiempo, que haría su trabajo pese a cualquier tipo de resistencia.

Alejandra seguía sin llorar y Shishipao sin poder controlarse. Cuando volvió el furgón fúnebre, dos días después, ella les pasó el brazo por el hombro y las condujo hasta el porche. Y, en contra de la costumbre que decía que las mujeres se quedaban en casa rezando, las tres subieron al automóvil para acompañar a Munda al cementerio, llorándola cada una a su modo, vestidas de blanco. En un segundo coche, de blanco también, viajaban los demás criados de la casa.

Eran las seis de una mañana fría de mediados de diciembre. El furgón atravesó el puente de San Martín, que unía el cigarral con el centro urbano, y se encaminó hacia el cementerio. Aún no había amanecido, pero la luna llena iluminaba Toledo como si la ciudad también quisiera despedirse de Munda.

En el exterior del panteón familiar la esperaban las hermanas de su logia, algunos miembros de las tertulias que seguían organizándose en el paseo de la Castellana —varios de ellos masones también— y una logia mixta que la señorita Inés había fundado en Alejandría, invitada a la tenida fúnebre por el Venerable de la de Munda.

Todos los masones iban de luto riguroso salvo por los guantes blancos, sin emblemas ni arreos o joyas de la orden, ya que la tenida tendría lugar en presencia de profanos. A la cabeza, la señorita Inés, que actuaría como maestra de ceremonias por expreso deseo de Munda.

Las normas de la orden exigían que, para recibir honras fúnebres masónicas, el difunto lo hubiera solicitado por escrito al Venerable Maestro de su logia; que ostentara el grado de maestro; y que permaneciera en activo en el momento de su muerte. Munda cumplía los tres requisitos, al menos formalmente, ya que no había presentado aún su plancha de quite, y probablemente no se lo habría planteado de haber conocido la existencia de la logia mixta de su querida señorita Inés, quien besó el ataúd con los ojos enrojecidos y brillantes.

Mariana no pudo evitar sentir cierta quemazón en su presencia, pero la saludó con un beso en la mejilla y procuró olvidarse de quién era y de lo que había representado en su vida.

Seis maestros cogieron a hombros el féretro y se encaminaron hacia el panteón. Mariana abría el cortejo que los seguía con el cofre del pequeño Jaime en los brazos, junto a Alejandra y Shishipao. Detrás de ellas, los criados del cigarral y, a continuación, el resto de los asistentes.

Al entrar en la cripta, Mariana recorrió con la mirada las lápidas de sus abuelos, sus padres, sus hijos y su esposo, y colocó el cofre con los restos del niño a los pies del de su hija. Después les rezó un réquiem y un padrenuestro.

No había visitado a María Francisca desde que se despidiera de ella tras la misa funeral en la catedral. Nunca le había llevado una corona de flores, ni la había llorado hasta que cerró el ataúd de su hermana. ¡Cuánto dolor en una sola vida! ¡Cuánto daño inútil!

Los hermanos masones colocaron el féretro en el centro de la cripta y lo rodearon uniendo sus manos, para empezar la liturgia que la señorita Inés había preparado para despedir a su discípula.

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