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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (36 page)

BOOK: Tiempo de arena
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—Mi sobrina era demasiado joven para llegar hasta el fondo del asunto. Si su madre hubiera estado de su parte, habría buscado la ayuda de la Guardia Civil; pero no lo hizo, y eso demuestra que fue cómplice del robo de los pequeños.

A Munda le sobrevino un nuevo golpe de tos. Cuando terminó de toser, miró disimuladamente a los guardeses y añadió:

—Su madre... y todos los que sabían algo y no lo contaron. Mañana mismo pienso pasarme por el cuartelillo a primera hora para que se abra una investigación oficial.

El
baserritarra
y la
amona
volvieron a mirarse y a salir hacia las cuadras. Aquella vez se ocultaron de la vista de Munda detrás de una columna, pero ella pudo imaginarlos discutiendo y gesticulando como hacía unos momentos. El médico miró hacia la puerta por donde habían salido, hizo un gesto con la mano para señalarlos y bajó el timbre de voz.

—¿Sabía usted, cuando llegó aquí, que el parto tuvo lugar en este mismo caserío? Hubo muchas habladurías por entonces, pero estos pobres campesinos no tuvieron nada que ver. Son buena gente. Sencillos y honrados como nadie. No levante usted otra vez el polvo de la calumnia contra ellos. No se lo merecen.

A Munda le dio un vuelco el corazón. En momentos como aquéllos, habría querido creer en la Providencia Divina. De entre las decenas de caseríos en los que habría podido alojarse, había caído en el único que le daba la primera noticia cierta sobre el nacimiento de los niños. La primera esperanza de encontrar el hilo de una madeja enmarañada a conciencia, que algunos se empeñaban en hacer desaparecer. Pero las casualidades son un misterio al que todos quisiéramos encontrar explicación, la magia de un tiempo y un espacio que coinciden —unas veces a favor y otras en contra— para invocar a la suerte, ese manto que a veces nos protege y otras nos lanza al vacío. En aquella ocasión, el azar se había puesto de su lado y Munda respiró profundamente para saborear aquel momento y que no se le escapase. Sacó su pipa del bolso, llenó un tercio de la cazoleta con la mezcla de tabaco que tanto le recordaba a Manuel y la apretó con el pulgar de la mano derecha tomándose su tiempo, sin presionar demasiado para que no se apelmazase la mezcla e impidiese la circulación del aire. Después llenó otro tercio y volvió a empujar con el dedo, ejerciendo aquella vez un poco más de presión. Luego, llenó el resto de la cazoleta y la prensó con el retacador para que la densidad del tabaco aumentase gradualmente hacia arriba y éste no quedase demasiado suelto y se apagase enseguida.

Una vez cargada la pipa, comprobó la elasticidad de la mezcla presionándola ligeramente con el dedo índice y se llevó la boquilla a los labios. Por último, encendió una cerilla, dejó que se consumiera el primer fogonazo para no contaminar el aroma del tabaco con el olor de la pólvora, y acercó la llama a la boca de la cazoleta dibujando círculos sobre ella sin llegar a rozarla.

El médico contempló el rito sin decir una palabra —como si supiera que en él se concentraban los mejores momentos de una vida que no se había podido vivir—, ensimismado en las manos de Munda, que se movían lentas y metódicas, meticulosas, seguras, diestras, acostumbradas a sopesar la importancia del ritual para darle a cada paso el ritmo que precisaba y que le daba sentido.

Munda aspiró una bocanada de humo que liberó en el acto y que inundó la cocina con el olor de Manuel. Si él hubiera estado allí, habría movilizado a todos los hermanos de su logia para dar con el paradero de los niños. Ella, sin embargo, no se había atrevido a informar a los suyos. La logia de adopción en la que había iniciado a Xisca aún exigía que la mujer demostrase su virtud antes de entrar en la masonería, de modo que los hermanos habían investigado el pasado de su sobrina y, sólo cuando lo encontraron de acuerdo a la moral y a las buenas costumbres, la aceptaron.

No podía someter a Xisca a un juicio que podría terminar en su expulsión póstuma de la logia. De hecho, por aquel mismo motivo, Munda estaba pensando «ponerse a plomo con el tesorero» y había preparado su «plancha de quite». Hacía tiempo que le andaba dando vueltas a la idea de pasar al estado de «durmiente». Cada día le resultaba más deplorable que una institución que buscaba la libertad y la igualdad defendiese que la luz masónica no iluminaba a la mujer en todas sus facetas, como al varón, sino sólo en aquellas que le eran propias, las de madre y esposa. Podría haber luchado desde dentro de la hermandad contra aquellas contradicciones; no obstante, le horrorizaba la idea de tener que persuadir a sus hermanos de algo de lo que deberían estar convencidos por sí mismos, por el mero hecho de pertenecer a una sociedad cuyos puntales eran la libertad, la fraternidad y la igualdad. ¡No! Aquella lucha la dejaba para librarla en el mundo profano y, a decir verdad, últimamente la estaba agotando. Se sentía cansada de viajar de allá para acá dándose golpes contra los muros. Había cumplido cuarenta y siete años y, desde que tenía conciencia, había luchado por derechos tan fundamentales para la mujer como la educación, la derogación de la obediencia marital y la equiparación a los varones en la mayoría de edad, pero últimamente tenía la impresión de que todo lo que había conseguido era que la llamasen «marimacho» o «divorciadora», como a su admirada Carmen de Burgos. Quizá había llegado el momento de retirarse. Había mujeres más jóvenes y mejor preparadas que ella que despuntaban en la defensa de los derechos femeninos, como Clara Campoamor, Matilde Huici, María de Echarri, Matilde Landa, María de Maeztu, Mercedes Pinto, Victoria Kent y otras muchas, y que no pararían hasta conseguir sus reivindicaciones.

No se trataba de que quisiera tirar la toalla —si por ella fuese, continuaría hasta que la abandonasen las fuerzas—, pero lo cierto era que sentía que ya estaba sucediendo. Le pesaban tanto las piernas que a veces le costaba un esfuerzo tremendo levantarse de la cama y, cuando lo conseguía, debía permanecer sentada unos minutos para que la cabeza dejase de darle vueltas. Hacía meses que sentía una presión en el pecho que le impedía respirar sin que se le escapase una tos ronca y seca que parecía salir de una caverna. La mayoría de las noches tenía que levantarse de madrugada para cambiarse el camisón, empapado de sudor igual que si acabasen de sacarlo de un barreño lleno de agua. Su doctor le había aconsejado que dejase de fumar, pero no encontraba suficiente voluntad para deshacerse del único vestigio de Manuel que le quedaba, aquel olor afrutado que llevaba pegado a la piel desde el día en que se amaron junto al estanque bordeado de flores de nilad hacía más de un cuarto de siglo.

Munda aspiró de nuevo su pipa y volvió a concentrarse en sus pensamientos. El joven doctor la observaba sin atreverse a sacarla de aquel estado que podría haber calificado de gracia. El humo se iba extendiendo por la cocina y mezclándose con el del puchero de la
amona
en una sintonía de olores que parecían complementarse.

Permanecían tan absortos que ninguno de los dos advirtió que los guardeses habían vuelto a la cocina y los estaban mirando sorprendidos, de ver fumar a Munda, por un lado, y, por el otro, del recogimiento que parecía embargarlos a los dos.

Y así permanecieron hasta que el médico advirtió la presencia de los campesinos y se levantó de su silla para despedirse.

—¡Cuídese esa tos, amiga mía! Mañana me pasaré para ver cómo sigue su tobillo.

Munda se levantó con la intención de acompañarle a la puerta, pero la
amona
la cogió del brazo y la llevó escaleras arriba.

—Tiene usted que descansar, señora. Ahora mismo le subo un potaje caliente.

Y Munda se dejó conducir, sin saberlo, hasta la cama desde la que Xisca había contemplado la cara norte del Anboto e imaginado a la bruja Mari impartiendo justicia entre los que se acercaban a su cueva.

La guardesa la ayudó a acostarse y la tapó con un cobertor. Se la veía taciturna y preocupada, tratando de fingir normalidad sin conseguirlo. Antes de que se alejase de la cama, Munda la sujetó por un brazo y la miró sin decirle nada.

Las dos sabían qué quería preguntarle.

A la
amona
se le empañaron los ojos y se los secó con el delantal; después se volvió hacia la puerta para comprobar que su marido no las había seguido y se acercó a Munda bajando la voz hasta hacerla apenas audible.

—Yo no perdería la esperanza.

—¿Qué quiere decir? ¿Sabe usted algo?

—Mañana lo descubrirá.

Y salió de la habitación antes de que Munda pudiera añadir nada.

47

Aquella noche apenas pudo dormir. La tos la despertaba cada vez que conseguía conciliar el sueño. Se sentía cada vez más destemplada, y la visión de la montaña, que Xisca había pintado una y otra vez en sus cuadros, le caía encima como una sombra que se alargaba y se estrechaba conforme le subía la temperatura.

Por la mañana, apenas amaneció, la guardesa la despertó llevándole una bandeja con café y pan recién hecho.

—¡Buenos días nos dé Dios! ¿Durmió bien?

Munda habría querido continuar con la conversación de la noche anterior, pero ella se comportaba como si no se hubiera producido. La ayudó a incorporarse y le puso la bandeja sobre las piernas tratando de demostrarle la hospitalidad de su caserío.

—Le preparé agua caliente para lavarse. ¿Cómo está su pie esta mañana?

—Mejor, gracias.

—Tiene un aviso de conferencia. Llegó el recado de la centralita hace un rato. ¿Podrá levantarse? Hay que ir al pueblo. La acompañaré si gusta. Tengo que llevarle unas castañas a la operadora.

—Desde luego. Es usted muy amable.

—Entonces, iremos juntas, pues.

Munda se lavó y se vistió. Después bajó cojeando la escalera y encontró a la guardesa en la cocina, preparada para salir. Se había cambiado la ropa por otra similar a la que llevaba cuando le había subido el desayuno y el día anterior, pero sensiblemente más nueva. En lugar de la falda negra de paño, se había puesto un vestido de algodón azul marino con pequeñas motas blancas, y un delantal negro que parecía recién planchado. Se había echado sobre los hombros una toca de lana negra y llevaba al cuello una pañoleta blanca como el pañuelo con el que se cubría la cabeza, anudado en la parte posterior.

—Mi marido me dejó el carro para evitarle la caminata. Ya está preparado. Apóyese en mí.

Y se encaminaron hacia Durango sin apenas hablar durante el trayecto.

En la centralita de teléfonos las informaron de que la conferencia se había pedido desde Madrid y se tardaría al menos dos horas en establecer la conexión, por lo que Munda sugirió que diesen un paseo mientras esperaban.

—¿Está segura de que podrá andar con ese pie?

—No se preocupe, ya no me duele.

Se había levantado una niebla densa que terminó por cubrirlo todo; la humedad del ambiente comenzó a concentrarse en gotas minúsculas.

Munda y la
amona
caminaron por las calles medievales de Durango, una ciudad bañada por tres ríos en la que se paseara por donde se pasease siempre se escuchaba de fondo el sonido de una corriente de agua. Cuando pasaron por la ermita de San Pedro de Tabira, la
amona
le hizo una seña a Munda para que mirase hacia la iglesia.

—Dicen que ahí dentro enterraron a los primeros condes de Durango. No lo tengo por seguro, nunca he visto sus tumbas. Pero venga conmigo, señora.

Y, en lugar de entrar en el templo, la condujo hasta un pequeño jardín adosado a la parte posterior de la ermita, donde, oculta tras unos matorrales, le mostró una pequeña tumba con una lápida de piedra donde podía leerse:

 

Jaime

 

1-2-1911

 

 

—A usted la que le interesará es ésta.

Al verla, a Munda le tembló el suelo bajo los pies. Sintió como le pitaban los oídos y se le nublaba la vista. Luego, se le hizo un vacío en el estómago y se desplomó inconsciente sobre la tumba, empapada en sudor. La fecha coincidía y aquel nombre no podía corresponderle más que al hijo de Jaime y María Francisca.

De repente, comenzó a oír una música extraña en la que aquel nombre grabado en piedra se mezclaba con el suyo y el de María Francisca. Era como si un coro de monjes entonase sus cantos gregorianos utilizando aquellos nombres en lugar de salmos. «¡ Jaime! ¡María Francisca! ¡Esclaramunda!» Y el frío se transformaba en un calor insoportable que la atraía hacia el centro de la Tierra, un torbellino de aire caliente que la envolvía y la succionaba aplastando su cuerpo contra el vacío hasta deformarlo y convertirlo en una sombra. «¡ Jaime! ¡María Francisca!» Y los monjes continuaban cantando mientras la veían caer. «¡Esclaramunda!» Y un mar de lava y de humo la esperaba para fundirse con ella. «¡Esclaramunda! ¡Esclaramunda!» Y las voces comenzaron a alejarse, apagándose poco a poco, confundiéndose con el sonido del viento y del agua, hasta que una mano le acarició la frente y regresó al frío y a la fiebre.

Cuando recuperó el conocimiento su cabeza reposaba sobre las rodillas de la
amona
y caía un chirimiri que ya había empezado a empaparlas.

—¿Qué ha pasado?

—¡Por Cristo del Amor Divino, señora! ¡Se cayó usted a lo largo y está ardiendo como una antorcha!

Munda volvió la cabeza hacia la tumba y reprimió las ganas de llorar. Desde que Alejandra y ella habían comenzado la búsqueda de los niños, ambas habían contemplado la posibilidad de encontrar una tumba como aquélla, que demostraba que la razón de la vida de Xisca sólo había sido eso, una razón para vivir, pero sin fundamento alguno. Sin embargo, sólo había un nombre grabado en la piedra, lo que quería decir que la niña vivía y que, más tarde o más temprano, acabaría por encontrarla, como había encontrado al niño.

No obstante, en cierto modo agradeció que su sobrina no hubiese dado con aquella lápida, solitaria y escondida tan lejos de casa, y hubiera vivido creyendo que algún día los recuperaría a los dos.

—No se preocupe, ya estoy bien.

—¿Que no me preocupe dice usted? Ahora mismo me voy a avisar al doctor, vive a dos pasos de aquí.

—No hace falta. Tenemos que ir a la centralita de teléfonos.

—No se apure por eso. La operadora retendrá la conferencia hasta que lleguemos.

La guardesa la ayudó a incorporarse y le señaló una piedra situada a los pies de la tumba del niño.

—¡No se mueva!

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