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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (31 page)

BOOK: Tiempo de arena
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Había dado órdenes a la doncella para que preparase la habitación de Alejandra y una de invitados para Munda. María Francisca había insistido en celebrar su cumpleaños con sus tías alojadas en la casa. Y, aunque le extrañaba que Munda hubiera aceptado una invitación que a ella la horrorizaba, Mariana se plegó a los deseos de su hija, como venía haciendo desde que diera a luz en el Duranguesado. En los últimos tiempos, procuraba no contrariarla. Era su forma de hacerle creer que estaba de su parte. De ninguna manera podía consentir que las sospechas de María Francisca hacia ella creciesen. Era cierto que no podía probar ninguna y que jamás las había manifestado, pero su mirada lo decía todo. Desde que le dijeron que los niños habían muerto al nacer, la escudriñaba como si quisiera leerle el pensamiento. Jamás entendería que no había otra solución. Y la única forma de convencerla de que estaba en un error era aparentando que ella misma también tenía sus dudas. Había participado en su búsqueda a sabiendas de que no los encontraría y le había permitido viajar a Valencia después, segura de que allí se convencería por fin de que todos sus esfuerzos serían inútiles.

Por muy incisivo que fuese el interrogatorio al que pensara someter a Jaime, nunca averiguaría lo que había pasado realmente. A ninguno de los que había participado le interesaba que la verdad saliera nunca a la luz. Y mucho menos a él.

Durante los ocho meses que permanecieron en Durango, Jaime no había dejado de reclamar su derecho a controlar hasta el último detalle del destino de los niños. A Mariana no le había quedado otro remedio que aceptar la participación de su socio en aquel nuevo engaño. Jaime había conseguido dar con ellas nadie sabía cómo, y la había amenazado con reclamar el palacio de Sotoñal e impedirles la vuelta si se negaba a recibirle.

Las hienas nunca sueltan sus presas y se alimentan de ellas manteniéndolas vivas.

—Encantado de verla de nuevo, señora marquesa —le dijo la primera vez que fue al caserío, mientras permanecían ocultos los dos en las cuadras, igual que se habían escondido en la biblioteca del cigarral unos meses antes—, estoy seguro de que llegaremos a un acuerdo beneficioso para todos, como siempre.

—¿Cómo nos has encontrado?

—Mi querida marquesa, no me subestime usted así. Sabe que nunca se lo diría.

—¿Qué es lo que quieres? María Francisca no se casará contigo ni por todo el oro del mundo.

—Y yo aplaudo su decisión. Esos jueguecitos ya se han acabado. Sin embargo, mi queridísima ex suegra, debería darse cuenta de que ustedes han perdido la partida. Sólo he venido a reclamar mi trofeo como vencedor.

—¿No estás satisfecho con lo que has ganado ya? ¿Qué más quieres de mí? Hasta mi casa está a tu nombre.

—Quiero que cada uno pague lo que le corresponde. ¡Nada más! —Y le guiñó un ojo como cuando ella creía ser la dueña de la situación—. ¡Y nada menos, por supuesto!

—¿De qué me estás hablado?

—De justicia, señora. Y de que cada cual pague su culpa con su propio purgatorio. Mi familia y yo mismo también tenemos el nuestro. Pero no me fío de que usted sea capaz de mantener el de su hija. Aunque he de reconocer que no iba por mal camino.

—María Francisca no tiene culpas que pagar. Ella sólo ha sido una víctima. ¿No la hemos hecho sufrir bastante?

—Usted puede que sí. Yo no he empezado todavía.

Mariana le miró horrorizada.

—Ya tienes toda nuestra fortuna. ¿Qué más quieres de nosotras?

—Una fortuna sin heredero no es nada. También le quiero a él.

—El niño irá con su madre a Toledo. Ya está todo preparado para que vuelva viuda de aquí.

Y él soltó una risotada que removió los cimientos de Mariana.

—¿De veras?

Hasta aquel instante, la marquesa no había comprendido que la ambición de Jaime rayaba en la locura. Se carcajeaba como si estuviese saboreando el principio de una venganza que no tendría límites, y que ella misma le había facilitado sin que pudiera hacer nada ya por remediarlo.

—En ese caso, tendrán que buscarse ustedes un sitio donde cobijarse, en Toledo o en cualquier otro lugar —continuó Jaime en un tono cortante, cargado de sorna—, y un paraguas bien grande para protegerse de la lluvia de murmuraciones que les van a caer encima, sea donde sea que decidan vivir. Piénselo bien, señora marquesa, en sus manos está volver al palacio de Sotoñal. Usted misma lo ha dicho, su casa está registrada a mi nombre, puedo reclamarla en cualquier momento. —Y bajó la voz como si quisiera congraciarse con ella—. Pero estoy seguro de que no es eso lo que queremos, ¿verdad? Lo más sensato es que vuelvan ustedes a su palacio con la honra de la familia intacta. Un trato es un trato, y yo le prometí que permitiría que María Francisca lo disfrutase toda su vida. ¿No me obligará usted a romper una promesa?

Mariana no tuvo más alternativa que ceder. Las riendas del futuro de los niños pasaron a manos de Jaime, como todo lo demás. El joven habló con la partera y con el médico y les prohibió que tratasen el tema con la marquesa. Él era el único interlocutor válido para aquel asunto.

Debió de ser muy generoso, mucho más que ella, porque ni siquiera le permitieron ver a los recién nacidos.

Cuando María Francisca decidió ir a Valencia, quiso acompañarla —aquel viaje suponía un riesgo que Xisca no debía correr—, pero su hija prefirió llamar a Alejandra.

Mariana sabía que Jaime no revelaría su secreto, pero no estaba segura de que no urdiese una estrategia para que María Francisca averiguase su participación en él, aunque sólo fuese por recrearse en el daño.

Pero no lo hizo. Su hija volvió con la mirada perdida y el alma hecha pedazos. No salía a la calle ni para cumplir con las fiestas de guardar. Se encerraba en su gabinete y se dedicaba a dibujar, una afición que siempre la había absorbido, como la música, y en la que solía refugiarse desde que era pequeña.

Durante casi dos meses se negó a recibir a nadie, ni siquiera a don Ramón. Con la única que hablaba dos palabras seguidas era con Shishipao, que apenas se separaba de su lado. Hasta que, a un par de días de su cumpleaños, pareció recuperar el ánimo y le comunicó que quería invitar a sus tías. El día anterior había recibido un extraño regalo desde Valencia, una sobrepuerta que colocó en su habitación y cuyo dibujo representaba a un ángel en una especie de templo romano.

Cuando Munda y Alejandra llegaron al palacio, María Francisca las recibió como si ellas pudieran devolverle la vida. Nada más verlas, les rogó que la acompañasen a su dormitorio para enseñarles sus últimos dibujos, y se encerró con ellas durante más de una hora. Mariana contuvo la respiración hasta que aparecieron las tres en la biblioteca y le comunicaron que Munda y María Francisca iban a salir a dar un paseo hasta la hora de cenar.

—¿No queréis que os acompañemos? —preguntó tratando de averiguar en los rostros de sus hermanas si su hija les había contado algo, mientras seguía a Munda y a Xisca hacia la salida.

—No es necesario, madre. Alejandra se quedará. Tiene algunos asuntos pendientes que hablar contigo.

Y la dejaron, en compañía de Alejandra, intentando imaginar lo que su hija estaba tramando. Por su mente desfilaron todas las razones que podían justificar el paseo de María Francisca con Munda, desde la más sencilla hasta la más rocambolesca, desde la tranquilidad de que la joven necesitaba charlar con su tía de cosas intrascendentes porque la echaba de menos, hasta el miedo de que le hablase de los niños y le pidiera ayuda.

—¿De qué habéis hablado tanto tiempo? —le preguntó a Alejandra cuando se quedaron a solas, tratando de disimular su estado de alerta.

—De nada en especial. Nos ha enseñado sus dibujos.

—¿Y qué es lo que está dibujando ahora?

—¿No los has visto? ¡Qué extraño!

—Hace tiempo que no me permite entrar en su habitación. Y yo respeto sus deseos.

—Eso me extraña más aún.

Alejandra la miraba con una mezcla de rabia y de decepción. Era una mirada acusatoria, pero no la que le habría dedicado si Xisca le hubiese hablado de los niños; de haber sido así, no habría podido ocultar su ira. Y no era ira lo que descargaban sus ojos.

Se encontraban delante del salón de música. Alejandra empuñó el pomo de la puerta y se sorprendió al no poder abrirla.

—¿Por qué está cerrada esta puerta?

—Volvamos a la biblioteca, allí estaremos más cómodas.

—No me has contestado. Esta puerta siempre ha estado abierta.

El tono de Alejandra era tajante y recriminatorio. Mariana seguía tan erguida como siempre, pero no pudo evitar que le temblase ligeramente la voz.

—Ya no usamos ese salón. No tenemos suficiente servicio para limpiarlo. —E insistió—: Vayamos a la biblioteca.

—¡No! ¡Ábrela, por favor!

Aquel «por favor» era una orden que Mariana no tuvo otro remedio que cumplir. Más tarde o más temprano, sus hermanas descubrirían lo que había ocurrido con el contenido del salón de música, de manera que sacó su manojo de llaves del bolsillo y abrió la puerta.

Alejandra se quedó perpleja con la imagen que apareció ante sus ojos. A excepción del mobiliario, no quedaba ni rastro de los instrumentos musicales: ni piano de cola, ni órgano portátil, ni arpa barroca, ni violines, ni flautas traveseras, ni partituras antiguas. Nada. Todo había desaparecido.

—¿Qué ha pasado aquí?

—Tuve que hacer frente a unos pagos y no me quedó otro remedio que vender algunas cosas.

—¿Algunas? ¡El salón está completamente vacío!

—Las cosas son cosas, Alejandra, tú siempre lo has dicho.

Era cierto que ella nunca se aferraba a las cosas, al contrario de lo que le había ocurrido a su madre, empeñada toda la vida en conservar sus casas siempre idénticas. Pero también era verdad que aquella colección era una joya que pertenecía a la familia desde hacía siglos, así que la visión de la sala vacía le produjo unos sentimientos de pérdida y decadencia que hicieron que se le saltasen las lágrimas.

—¡Claro que... no sé por qué me extraño de que lo hayas vendido todo! ¡Si has sido capaz de ponerle precio a tu propia hija...!

Mariana recobró los aires de jefe de la casa de Sotoñal y se mostró indignada.

—¡Eso no te lo voy a consentir!

—¡Ah, no! ¿Y qué me vas a consentir? ¿Que te diga que también quisiste venderme a mí?

—No sé de dónde has sacado esas ideas. Pero estás muy equivocada. Lo único que he hecho ha sido tratar de administrar el patrimonio de la familia. ¿Acaso te has preguntado alguna vez el trabajo que significaba? ¡No! Vosotras recibíais vuestros beneficios sin preguntas. Viajando de acá para allá sin preocuparos de dónde salía el dinero. ¡Ah, pero, eso sí, os preocupasteis de intervenir en mi gestión con vuestras ideas socialistas! ¡Había que ayudar a los trabajadores! ¿Y quién me ha ayudado a mí? ¡Dime!

La marquesa había ido subiendo el tono de voz a medida que iba hablando. Alejandra la miró despectivamente, se dirigió hacia la puerta y le dijo antes de salir:

—¡Escúchame! No he venido a pedirte cuentas. Tu pecado ya venía con la penitencia que más podía dolerte. Pero, te lo advierto, a la menor sospecha de que sigues jugando con Xisca, porque conmigo ya me encargaré yo de que no vuelvas a hacerlo, ten por seguro que me las arreglaré para que se venga a vivir con Munda y conmigo a Madrid.

—María Francisca es menor de edad.

—Y yo soy abogada, no lo olvides.

Y salieron las dos del salón de música para no volver a hablar más en toda la tarde.

Mientras tanto, Munda y su sobrina se dirigían al cigarral de la señorita Inés, donde Xisca le confirmó sus sospechas de que había descubierto el templo masónico, y desde donde regresaron al palacio utilizando los pasadizos secretos.

—¿Sabe tu madre algo de esto? —le preguntó Munda cuando estuvieron en el templo.

—¡Descuida! Lo descubrí por casualidad hace años, unos días después de que me sacases del colegio. Oí unos golpes que venían del sótano y los seguí. Entonces vi como unos hombres cargaban cascotes en un carro. Al principio pensé que estaban robando, pero luego te vi a ti indicándoles por dónde tenían que salir y preferí guardar tu secreto.

—¿Y por qué no me lo has dicho hasta ahora?

—Porque ahora quiero ser masona, tía Munda, y quiero que tú seas mi maestra.

—¿Por qué? ¿Ha sido Jorge el que te lo ha sugerido? ¿Por eso te ha regalado el cuadro del ángel? Alejandra me ha contado vuestro viaje a Valencia. ¿Sigues en contacto con él?

—Él es bueno, tía Munda. Nos escribimos de vez en cuando. En alguna ocasión ha venido a verme y nos hemos encontrado a escondidas en tu cigarral. Perdona que no te haya pedido permiso.

—Eso no tiene importancia ahora. ¿Por qué te ha inducido Jorge a unirte a nosotros?

—Sabe que el sufrimiento es más llevadero cuando se comparte. Él también ha sufrido mucho.

—Ésa no es razón para iniciarse.

—Lo sé. La verdadera razón está en la necesidad de conocerse a uno mismo y pulir la piedra bruta que llevamos dentro.
«Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem.»
V.I.T.R.I.O.L. «Visita el interior de la Tierra, rectificando encontrarás la piedra oculta.» He leído muchos libros de esta biblioteca.

—¿Y cómo es que Jorge conoce el estandarte de nuestra hermandad? Nuestros símbolos no pueden revelarse.

—No lo conoce. La sobrepuerta sólo tenía el techo y el suelo ajedrezado. Llegó con una carta en la que me decía que me construyese a mí misma y enseguida comprendí a qué se refería. Yo he dibujado el resto.

—¿Y lo has puesto a la vista de todos? ¿Por qué?

—Porque ahí está la razón de mi vida. Y quiero tenerla siempre presente.

En aquel momento, Munda no podía saber que María Francisca, con aquella aseveración, le estaba dando las pistas que utilizarían Alejandra y ella años después para encontrar a los niños. Ni siquiera conocía la existencia de éstos. Xisca había decidido que no implicaría a sus tías en aquella historia de dolor y de traiciones. No se lo merecían. Su sufrimiento era suyo, y ella sola trataría de remover todas las piedras que encontrase en el camino hasta conseguir que la razón de su existencia viviera bajo su techo.

Munda y María Francisca volvieron al palacio desandando el camino de ida: primero hasta el cigarral de Munda, por los pasadizos, y luego, dando un paseo por las calles de Toledo.

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