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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (26 page)

BOOK: Tiempo de arena
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Munda se había despertado antes del amanecer y había contemplado la salida del sol sobre el Mediterráneo, aspirando el humo de su pipa.

El cielo y el mar se vieron envueltos de pronto en una especie de neblina que lo unificaba todo bajo un halo azul grisáceo que, para cuando su hermana Alejandra se levantó, había caído sobre la playa como un manto húmedo y gélido.

Jaime había muerto hacía tres años a consecuencia de un accidente de automóvil que le había paralizado el cuerpo desde la base del cuello. Sus padres viajaban con él y murieron en el acto, un alivio que él hubiera querido también para sí, porque sus daños habían sido irreparables. Había perdido además la capacidad de hablar y de tragar, por lo que le alimentaban con una sonda y requería los cuidados constantes de una enfermera y de un equipo médico. Su agonía duró más de un año. No sufría dolor alguno, pero permanecía despierto y lúcido de mente, con el cuerpo inmóvil, llagado, convertido en un amasijo de huesos rotos y desgarros musculares.

Desde entonces, Jorge se había hecho cargo de los asuntos de su hermano y gestionaba sus empresas. Alejandra y Munda se habían citado con él en un balneario de la playa del Cabanyal, situada en el barrio del mismo nombre, al norte de La Malvarrosa.

En aquella zona se solían calafatear los barcos y ponerlos a punto para la pesca. Muchos conocían la playa por el nombre de Las Arenas, como el propio balneario, que se había hecho famoso por los baños de ola templados y por la orquestina que amenizaba las tardes y las noches de los huéspedes.

Alejandra se había encontrado con Jorge en aquel mismo lugar hacía doce años, en un pabellón que albergaba un restaurante sobre el mar. Habían pasado once meses desde que le dejó en el altar y Xisca había permanecido sin dar señales de vida durante todo aquel tiempo. Según Shishipao, la señora marquesa se la había llevado a una ciudad del norte que nadie sabía precisar, con la intención de volver cuando se acallara el escándalo que había sacudido Toledo con la anulación de la boda.

Alejandra había vuelto a Madrid nada más quitarse el vestido de novia, un modelo de tafetán de seda blanco abotonado en la parte delantera hasta el cuello. Se lo había encargado Mariana a una de las mejores modistas de París, saltándose la tradición que marcaba que debía ser el novio quien se lo regalase a la novia, y del color negro que se había impuesto en las bodas desde que la corte se vistiera de luto por la muerte de la reina María de las Mercedes, costumbre que aún permanecía a pesar de los años transcurridos.

El talle se abría en la zona de la espalda hasta formar una cola que arrastraba más de dos metros. Parecía sacado de un cuento de hadas. Alejandra miró el vestido, ribeteado en el cuello, los bajos y los puños con bordados en hilo de plata que representaban algunos de los motivos heráldicos de su apellido, y experimentó el mismo desdén que sentía Munda hacia aquellos absurdos oropeles, fatuos y anquilosados.

No alcanzaba a entender las razones por las que su hermana la había utilizado como una mercancía. Ningún motivo podía explicar, por muy importante que fuese, el dolor y la decepción que le comprimían el estómago como si la hubiera mordido un animal. Nada podía excusar el comportamiento de Mariana. Absolutamente nada. La excusa más poderosa no podría justificar aquel brindis. Pero fuera lo que fuese, Alejandra no descansaría hasta averiguarlo.

Una semana después de la boda que no pudo ser, le envió un telegrama a Jorge Sánchez Mas citándole en el palacete de la Castellana. A Mariana jamás conseguiría arrancarle la verdad y, de momento, había huido como las ratas de un barco a la deriva. Pero a él tenía que mirarle a los ojos para que le dijese en persona cuándo y por qué había decidido participar en la farsa.

La mañana de la cita, se vistió completamente de negro y esperó en su gabinete a que sonara la campanilla de la entrada. Hacía unos meses que habían empezado las obras de una gran avenida que arrancaba en la calle de Alcalá y continuaría después hacia el noroeste, proyectada para convertirse en una de las principales arterias de la ciudad. El diseño de aquella gran vía implicaba la desaparición o ensanchamiento de algunas calles de la zona y el derribo de numerosas fincas y varias iglesias. El ruido que producían las demoliciones de los solares expropiados llegaba hasta su casa y se colaba por las ventanas aunque permanecieran cerradas.

Le dolía la cabeza, probablemente de tanto llorar, y aquellos estruendos constantes le taladraban el cráneo. En el momento en que las agujas del reloj marcaban la hora exacta de la cita, sonó la campanilla y, acto seguido, oyó la voz de Munda indicándole al recién llegado que la acompañase a la biblioteca.

Alejandra no había visto a Jorge desde que se despidiera de él para trasladarse al cerro del Emperador quince días antes, y habría deseado no volver a verle nunca. No obstante, la conversación resultaba ineludible; ella nunca había escondido la cabeza ante las dificultades, tenía que enfrentarse a él. De manera que se armó de valor, bajó la escalera y abrió la puerta de la biblioteca con la cabeza bien alta, sacudiendo los hombros y echándolos hacia atrás como si con ese gesto ahuyentara la tensión del momento.

Pero Jorge no estaba allí. En su lugar, la esperaba su hermano para entregarle una carta en la que el novio humillado se exculpaba de cualquier ofensa que ella hubiera sentido y le manifestaba el profundo dolor que le había causado.

—Le has hecho mucho más daño del que puedas imaginar —le dijo Jaime con un gesto abatido que a Alejandra le pareció falso—, y a mí también, aunque te cueste creerlo. Lo que oíste en el cigarral sólo nos afectaba a Xisca y a mí y no es algo de lo que tenga que avergonzarme. ¿O acaso es el primer matrimonio concertado del que tienes noticias?

Alejandra le miró de arriba abajo como si estuviera ante un ser de otro mundo.

Apenas hacía unos meses que la joven había participado con Munda en una multitudinaria manifestación de mujeres en Barcelona, convocada para expresar su repulsa por la violación de una niña. Las palabras de Jaime le trajeron a la mente los gritos que había coreado junto con sus compañeras, exigiendo respeto y libertad para la mujer.

Pero no estaba dispuesta a debatir con aquel hombre sobre cuestiones que obviamente él no entendería o no querría entender nunca. Por supuesto, desconocía que aquellos gritos podrían haber estado destinados a su frustrado cuñado; de haberlo sabido, ni siquiera habría hablado con él. De manera que fue directamente al asunto del brindis.

—¿Qué iba a recibir mi hermana a cambio de mi sobrina? Porque supongo que tú con el título de marqués tenías suficiente. Por cierto, dile a tu hermano que yo jamás habría aceptado el de condesa que Mariana le había prometido y que preferiría que no me enviase recaderos.

—He sido yo el que le ha aconsejado que no venga. Jorge no sabía nada. Lo creas o no, él te quiere.

—¿Por eso necesitó la promesa de convertirse en conde?

—Mariana se ofreció a cederos un título como regalo de bodas, era una sorpresa que quería daros después de la luna de miel.

—No es eso lo que yo oí en el cigarral. Hablabais de recompensar su paciencia, no de regalos.

—Tu hermana admiraba su paciencia al esperarte. ¿Qué hay de malo en querer compensarla con uno de los títulos que nunca usa? ¿No hablas tú siempre de igualdad y de justicia? ¿Por qué no vas a poder utilizar un título que perteneció a tu padre? ¿Sólo porque naciste más tarde que la heredera?

—¡No! —le gritó Alejandra—. ¡Porque supondría un pago por los servicios prestados! ¡Y puedo asegurarte que llegaré hasta donde haga falta para averiguar cuáles han sido!

—Y yo te aseguro a ti que no encontrarás nada. Es más, te ofrezco toda la colaboración que necesites. —Y la miró tratando de provocar su compasión, con unos ojos azules que le recordaban demasiado a los de Mariana—. Jorge no se merece lo que le has hecho. Es un buen hombre. Estoy seguro de que estaría dispuesto a perdonarte si reconsideras tu actitud.

—Dile a Jorge que está muy equivocado sobre quién debería pedir perdón y que no se moleste en hacerlo, porque no tengo intención de concedérselo, y mucho menos a través de intermediarios. —Y levantó la barbilla para mirarle fijamente a los ojos—. ¡Ésa es mi última palabra! ¡No tengo nada más que hablar contigo!

Entonces Jaime cambió de actitud, se acercó a ella, la sujetó por un brazo y le dijo en tono amenazante, bajando la voz:

—Te acabas de licenciar en Leyes; supongo que conoces las consecuencias que puede acarrear romper una promesa de matrimonio.

—Por supuesto, y ningún tribunal admitirá nunca una demanda en la que se pretenda su cumplimiento.

—Creo que no me he explicado bien. Jorge está tan destrozado que en lo único que piensa es en recuperarte. Aún no se ha planteado que, una vez publicadas las proclamas, el que rehúsa casarse sin justa causa está obligado a resarcirle a la otra parte los gastos que le haya generado.

Alejandra le miró desconcertada. Los gastos de la boda y de la remodelación del palacete del barrio de los Austrias los había asumido su hermana, así como los de los muebles, el ajuar, el banquete y el vestido de novia. En ese punto, la ley era muy clara: la regulación de la promesa de matrimonio no contemplaba indemnización de perjuicios, únicamente el reembolso de lo invertido y el reparto de los regalos; así que pensó que se refería a estos últimos.

—En ese caso, dile a tu hermano que no se preocupe. Le enviaré todos los regalos mañana mismo, incluso los que me corresponden a mí.

Jaime la recorrió con la mirada y soltó una carcajada. Pasaba de la amenaza al cinismo con la misma facilidad que respiraba. Parecía una hiena acechando su presa.

—¡Mi querida Alejandra! Creo que tendrás que devolverle algo más que los regalos. A no ser que recuperes la cordura y te plantees de nuevo tu decisión. En ese caso, yo también estaría dispuesto a olvidarlo todo y reconsiderar mi matrimonio con tu sobrina.

—¿De qué me estás hablando? Mariana se hizo cargo de todo.

—No te hagas la ingenua conmigo. Eres demasiado lista para no haberte dado cuenta.

—¿Darme cuenta de qué? ¿De tus componendas con Mariana para convertirte en marqués?

Jaime volvió a reírse como una hiena. Su risotada resonó en la biblioteca, hiriente y segura, y a Alejandra le produjo una sensación de desequilibrio que la hizo tambalearse durante un instante. Aquella risa era la de la maldad hecha cuerpo.

—No sigas por ese camino, querida. Me decepcionarías.

Alejandra seguía desconcertada. No alcanzaba a entender a qué se refería aquel hombre que se esforzaba por parecer más desagradable a cada segundo.

—¿Quieres decir que en el trato entraba algo más que los títulos?

—¡De manera que es cierto! ¡No lo sabes! ¡Pobre Alejandra! ¡Así que tu hermana no te ha puesto al corriente!

—¿Al corriente de qué?

La hiena la miró con toda la hiel que acumulaban sus ojos azules y volvió a sonreírle.

—Pregúntale a Mariana. Tal vez todavía podamos llegar a un acuerdo para que tu familia pueda recuperar su patrimonio.

Y entonces, sólo entonces, Alejandra comprendió lo que Mariana había puesto en juego con sus argucias. ¡Se trataba de dinero! La última de las razones en las que ella habría pensado.

—¡Fuera de mi casa!

—Querida Alejandra, ¡no tenemos por qué ponernos trágicos! Las fortunas van y vienen... La vuestra volvería sólo con que tú entrases en razón...

—¡Fuera! —Y le abrió la puerta de la biblioteca—. No quiero volver a veros ni a ti ni a tu hermano en mi vida.

—Está bien. Tú lo has querido así. Pero ten por seguro que pagarás el daño que les has hecho a mi hermano y a toda mi familia. Y será con la misma moneda. ¡Te lo juro!

Y se fue con una sonrisa que daba miedo, una mueca torcida y venenosa que Alejandra no podría olvidar nunca.

36

Alejandra tomó un tren para Toledo unas horas después de que Jaime saliera del palacete, y se dirigió directamente al despacho del notario.

Don Andrés le señaló un sillón y le rogó que tomara asiento, pero ella permaneció de pie. No se trataba de una visita de cortesía. Prefería mantener ciertas distancias.

—Gracias, estoy bien así.

El notario le mostró los poderes que habían firmado, tanto ella como Munda, a favor de Mariana como administradora de las fábricas textiles y del consiguiente reparto de beneficios, tal y como señalaba el testamento de su padre. Luego, le enseñó las cuentas de resultados de los últimos años y los avales de la marquesa a favor de Jaime Sánchez Mas, que le convertían en el potencial propietario de todos los bienes de la familia.

Alejandra se dejó caer sobre el sillón que había rechazado, abatida, sin aliento.

—¿Me está diciendo que estamos arruinadas? —comentó con un hilo de voz.

—Únicamente en lo que concierne al patrimonio que administra la marquesa. El señor Sánchez Mas se comprometió a romper los avales cuando se hiciera efectivo el matrimonio con la señorita María Francisca y, dado que no va a producirse, creo que sí deberíamos hablar de ruina.

La cara de Alejandra estaba tan blanca como la pared que don Andrés tenía a su espalda. Sobre ella colgaba un óleo que representaba un velero en medio de una tormenta. Alejandra posó la mirada en la marina y sintió que su vida se tambaleaba como el barco zarandeado por las olas del cuadro.

—¿El palacio también?

—Lo siento, señorita Alejandra. Me temo que el palacio fue la baza principal del acuerdo. Las fábricas ya no valen prácticamente nada. Hubo que hipotecarlas varias veces para que usted y la señorita Esclaramunda recibieran los beneficios que no daban. Sin embargo, el trato permite que la señora marquesa disfrute del usufructo del palacio hasta la muerte de la señorita María Francisca, Dios la guarde muchos años. En ese momento, el uso del palacio de Sotoñal pasará exclusivamente a la familia Sánchez Mas.

—¿Y el del barrio de los Austrias?

—Se escrituró a nombre de don Jorge.

Alejandra comenzó a temblar. Primero las piernas, después las manos, los ojos, la comisura de los labios y el alma entera.

—¿Sigo siendo la propietaria del cerro del Emperador?

Don Andrés buscó entre los papeles de sus cajones y le extendió las escrituras de la finca y del palacete del paseo de la Castellana.

—Los bienes adjudicados en herencia no se encuentran afectados. Tanto la señorita Munda como usted conservarán su patrimonio intacto. Sigue usted siendo la única dueña del cerro del Emperador, con plenos derechos sobre el inmueble y las fincas aledañas. Los avales sólo afectaban a las fábricas, a las almazaras y al lote de la señora marquesa.

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