Tiempo de arena (38 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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—Tengo que llevármelo —les dijo temblando y señalando la lápida del niño.

El doctor miró hacia la tumba y después a la
amona
.

—¿Qué significa esto?

La guardesa también estaba empapada y temblando, aunque no a causa del frío o la fiebre, como Munda, sino porque era consciente de que había destapado una caja con más truenos de los que podría controlar. Al oír al doctor, se tapó la cara con el delantal y se echó a llorar.

—No puedo decirlo. Lo juré por el alma de mis padres. Se condenarían si les diría algo.

—No hace falta —dijo Munda tratando de incorporarse—, usted ya ha hecho suficiente. Por favor, doctor, encárguese del traslado. Nadie tiene por qué enterarse.

Después se dirigió de nuevo a la
amona
, que continuaba gimiendo y llorando
.

—No se preocupe. Contésteme sólo sí o no. ¿De acuerdo?

—Dígame usted.

—Si pudiera contarme qué pasó con la niña, ¿lo haría?

—Sí.

—Y si pudiera hablar sin faltar al juramento, ¿me diría que la niña sigue viva?

La guardesa dudó antes de contestar, como si estuviera analizando la pregunta.

—Sí.

—¿Y podría decirme dónde encontrarla?

—Yo no sé dónde está ahora. Eso sí puedo decírselo —continuó la
amona
entre gemidos—. Sólo juré que no diría nada de lo que pasó después del parto.

Munda seguía tiritando; apenas tenía fuerzas para hablar, pero esbozó una sonrisa con la que tranquilizar a la guardesa y le extendió la mano para que la ayudase a levantarse. El doctor no salía de su asombro.

—Esto es una locura. Hay que avisar a las autoridades. Yo no puedo exhumar un cadáver así como así. ¡Aquí se ha cometido un delito!

Munda le miró procurando controlar la tiritona y le hizo un gesto para que él también la ayudase a levantarse.

—Tiene razón, doctor, pero el delito tiene otros culpables y yo los conozco. Usted mismo dijo que los guardeses son buena gente. No permitamos que caiga sobre ellos la culpa de los demás. Ahora, llévenme a la centralita de teléfonos, por favor.

El médico protestó. Munda debía meterse en la cama y no salir de ella en una semana por lo menos.

—¡Ya hablará por teléfono cuando le cure esa fiebre! Nos vamos ahora mismo al caserío.

Pero Munda era aún más terca que los guardeses.

—No iré a ninguna parte sin hablar antes con mi hermana.

—¡Está usted calada hasta los huesos! Tiene que quitarse esa ropa mojada.

—Así es. Pero antes debo ir a la centralita. No insista, doctor.

Y al doctor no le quedó otro remedio que plegarse.

—¡Está bien! Es usted la mujer más testaruda que he conocido. ¡Quítese la toquilla y el abrigo y póngase esto! —Y le ofreció su gabardina y su sombrero—. ¡El sombrero también!

Apenas conseguía arrastrar los pies mientras se encaminaba hacia el automóvil apoyada en los brazos del médico y de la
amona
, pero las noticias que tenía para Alejandra no podían esperar. Cuando vio la tumba del pequeño Jaime, la asaltó el convencimiento de que Jorge había intentado confundirlas enviándolas al Anboto para, así, alejarlas de Valencia.

49

Alejandra la esperaba al otro lado del hilo telefónico, alterada e impaciente porque hacía casi tres horas que aguardaba la conexión.

Cuando su hermana empezó a hablarle de la sobrepuerta, se confirmaron las sospechas de Munda acerca de que la única forma de encontrar a la niña sería a través de Jorge; había que averiguar por qué le había regalado aquel adorno.

—¡No eran columnas, Munda, eran libros de la biblioteca! —le explicó Alejandra con la voz entrecortada por la emoción y las interferencias—. ¡Nos dejó las pistas en los libros!

—¡Sólo hay que buscar a la niña! Tenemos que ir a ver a Jorge otra vez.

—¿Sólo a la niña? ¿Por qué?

—Lo siento, corazón, pero el niño no sobrevivió.

—¡Dios Santo! ¡Pobre Xisca! ¿Cómo lo has sabido?

—El niño se llamaba Jaime. He encontrado su tumba.

—¡ Jaime! ¡Claro! ¿Te das cuenta? ¡Es la «J» de la pila de la izquierda! ¡La «B» tiene que ser la inicial de la niña! Pero... escucha, Munda, tengo algo más que contarte.

A Munda le dio un acceso de tos que la obligó a retirar la boca de la bocina del teléfono durante unos segundos. Había tantas interferencias que apenas podía entender lo que le decía su hermana.

—Tengo que dejarte, me lo contarás todo cuando llegue a Madrid. Volveré en cuanto solucione el traslado de los restos del bebé.

—¡Te lo contaré hoy mismo! He comprado un billete para Durango. Llego esta noche. —Alejandra oyó la tos de Munda al otro lado del teléfono—. ¿Te encuentras bien? Pareces enferma.

—No es nada. He cogido un poco de frío. ¿Qué es lo que ha pasado?

—Prefiero decírtelo cuando te vea.

Munda volvió a toser. Se retiró la bocina de la boca y continuó con el auricular pegado a la oreja. Cuando se calmó, volvió a acercarse el aparato a la boca y quiso preguntarle otra vez a su hermana qué había sucedido, pero, apenas comenzó a hablar, la tos volvió a interrumpirla. El doctor le hizo una seña para que terminase la conversación cuanto antes, por lo que Munda decidió aligerar y dio por hecho que las noticias de Alejandra tenían que ver con el paradero de la niña.

—¿Qué sabes de la pequeña?

—Tenemos que volver a Toledo antes de que Mariana entregue el palacio a los Sánchez Mas. Hay algo que se me escapa y creo que tiene que estar en la biblioteca de los pasadizos. ¡Mañana te lo contaré todo en Durango! Tenemos una semana de plazo hasta que Mariana tenga que trasladarse.

—Prefiero que no vengas, Alejandra. Ganaremos tiempo si lo averiguas antes de mi vuelta. Es mejor que vayas a Toledo. Yo no sé cuánto podré tardar en exhumar al niño.

—Pero, Munda, tengo que darte una noticia importante.

Las interferencias no dejaban de producirse y, entre éstas y sus accesos de tos, Munda apenas podía escuchar lo que le decía Alejandra.

—No hay tiempo que perder, vete a Toledo hoy mismo.

—Pero...

Munda comenzó a toser otra vez. Temblaba por la fiebre y le costaba mantener la conversación. El doctor estaba a punto de quitarle el aparato de las manos y dar la conferencia por terminada, de manera que decidió despedirse.

—He de irme ya.

—Pero, Munda...

—Insisto: ve a Toledo. Yo volveré en cuanto pueda. —Y de nuevo la interrumpió la tos—. Te avisaré con un telegrama o con una conferencia.

—¡Cuídate mucho, Munda! No me gusta ese catarro. ¿Seguro que no es nada? Yo preferiría irme para allá.

—¡Tranquila! Sólo es un enfriamiento. Vete a Toledo.

Pero Munda sabía que se trataba de algo más. Y el médico también.

—Tiene que meterse en la cama inmediatamente si no quiere empeorar.

Y la ayudó a subir al automóvil para llevarla al caserío. Apenas hablaron durante el trayecto. Munda tosía tapándose con un pañuelo y el médico la miraba de reojo mientras esquivaba los baches embarrados del camino.

Estaba empapada y los ojos le brillaban por la fiebre. Antes de bajarse del coche, el doctor la miró sin poder ocultar su preocupación.

—Prométame que se dejará cuidar.

—Se lo prometo, doctor. —Y se le escaparon dos lagrimones—. ¿Se encargará de que pueda llevarme los restos del niño?

—Pierda cuidado. Usted sólo piense en curarse, yo me encargo del resto.

La
amona
los había seguido conduciendo el carro a toda prisa, temiendo por el encuentro con el
baserritarra
como por un nubarrón, pero con la conciencia más ligera que el mulo, que corría detrás del coche como si supiera que había que llegar cuanto antes.

Al ver llegar al doctor, el marido dejó el arado y se apresuró a entrar en la cocina. Llevaba una capa y una chapela empapadas, que se quitó para sacudir el agua.

—¿Qué pasó, señora? ¿Se puso enferma?

—Nada que no tuviera que haber pasado hace once años y medio —le contestó Munda apoyada en el brazo del médico para poder mantenerse en pie, obviando la segunda pregunta y temblando por la fiebre—. Pero no se inquiete, guardaremos el secreto. ¿No es así, doctor?

En ese momento, la guardesa irrumpió en la cocina y se les quedó mirando, temiendo lo irreparable.

Al ver su cara de preocupación, su marido comprendió que ya no había nada que hacer.

—¡Me lo juraste!

La
amona
empezó a llorar y volvió a taparse la cara con el delantal, como había hecho antes. Munda se había sentado en el primer peldaño de las escaleras. Su estado se estaba agravando. Al sudor frío que le causaba la fiebre se añadía la humedad que le empapaba la ropa. Le castañeteaban los dientes y le costaba hablar sin que se le escapase la tos, pero se dirigió al
baserritarra
con la misma fuerza que si rebosase salud.

—¡Ahora mismo va a liberar a su mujer del juramento! A menos que prefiera que llame a la Guardia Civil.

—Nosotros sólo enterramos al niño. Lo demás tendrá que preguntárselo a su señora hermana.

En la cocina se hizo un silencio que sólo interrumpía el crujido de los troncos que ardían en la chimenea. La
amona
se quitó el delantal de la cara y miró a Munda y a su marido alternativamente.

—¡Ni siquiera he podido confesarme de un pecado tan horrible! ¡Ni del cura se fiaba!

Munda seguía tiritando. Se sujetaba la gabardina del doctor sobre el pecho y no paraba de toser.

—El miedo es así,
amona
, paraliza hasta a los más valientes.

Y miró al
baserritarra
, que se había acercado a su mujer para abrazarla. La
amona
se apretó contra el hombro de su marido y volvió a llorar desconsoladamente.

—¿Podré confesarme? Me da mucho miedo el infierno.

—Sí,
amona
, podrás.

—¿Y tú?

Munda volvió a toser y se encogió sobre el pecho para suavizar el dolor.

—¡Anda, mujer! —le dijo entonces el
baserritarra
a la
amona
—. Ayuda a la señora a subir a su cuarto. Ya hablaremos tú y yo sobre el infierno.

Y Munda subió a la habitación apoyada en la
amona
y el doctor, que no se separaron de su cama hasta que consiguieron bajarle la fiebre y se quedó dormida.

Aún faltaban dos semanas para que tomase el tren para Madrid. Cuando lo hizo, llevaba en las manos una caja de sombrero pequeño, en cuyo interior había un cofre que guardaba los restos que el doctor había exhumado a escondidas.

50

El tren procedente de Bilbao había hecho una de sus muchas paradas en Durango y se había puesto en marcha con unos minutos de demora. El vagón de primera abría el convoy.

Aparte de Munda, en su clase sólo viajaban cuatro pasajeros. Una pareja de jóvenes, que parecían recién casados y no paraban de hacerse carantoñas y sonreír, ocupaba los primeros asientos, y dos caballeros que hablaban en susurros, como si estuvieran conspirando o tratando de negocios, se colocaron en la última fila, junto a la puerta que daba al engranaje que separaba el vagón de primera del de segunda.

El resto de los asientos estaba desocupado. El suyo se encontraba hacia la mitad del vagón y daba a la ventanilla.

El paisaje parecía un dibujo salpicado de pequeñas praderas verdes, entre las que se divisaban los tejados rojos de los caseríos sobre las fachadas blancas.

El sol había salido después de dos semanas de lluvia e iluminaba los valles que, a medida que el tren se adentraba en el puerto de Urkiola, daban paso un paisaje montañoso y nevado, de un blanco absoluto.

Sobre su regazo llevaba el cofre del pequeño Jaime, y lo acariciaba a cada rato procurando que la emoción no le empañase los ojos.

Aún tenía algo de fiebre, le dolían el pecho y la espalda, y seguía con accesos de tos, pero, a pesar de la insistencia del médico, que le había suplicado que permaneciese en Durango al menos otro par de días, no había podido retrasar más su viaje. Alejandra estaba impaciente, le había enviado telegramas a diario en los que se notaba una excitación que iba más allá de la que le producía la preocupación por su enfermedad. Probablemente, su ansiedad se debiera a que lo que hubiera sucedido les afectaba a las dos, quizá algo relacionado con la hija de Xisca que no podía esperar y que debía de ser determinante.

Tendría que haberle hecho caso al doctor y haber esperado un par de días, pero se encontraban demasiado cerca de la niña como para retrasar la búsqueda por culpa de su molesta fiebre, de manera que decidió regresar. En caso contrario, Alejandra se habría presentado en Durango, tal y como le decía en sus telegramas.

No había podido ir a la centralita para hablar con ella por teléfono y tranquilizarla. Le respondía a los telegramas encargándoselo a la
amona
, eso sí, pero el médico no le había permitido salir del caserío durante las dos semanas que había durado su convalecencia.

Durante tres días y tres noches, el joven había permanecido a la cabecera de su cama aplicándole compresas frías y sometiéndola a inhalaciones de vapor de hojas de eucalipto.

Cuando logró bajarle un poco la temperatura y calmarle la tos, consintió en que saliera de su cuarto únicamente para bajar a la cocina y sentarse al calor de la chimenea con una manta sobre las piernas.

Todos los días, la
amona
le preparaba calditos y tisanas y él le contaba las mismas historias sobre la diosa Mari que la partera le había contado a María Francisca años atrás.

Aquellas dos semanas fueron lo más parecido a la felicidad que había conocido. El doctor la cuidaba con un cariño que excedía su deber profesional. Le tomaba la temperatura y el pulso, la obligaba a beber los brebajes que le preparaba la
amona
y la miraba con respeto y admiración, mientras la entretenía con sus leyendas y vigilaba su mejoría. A veces, incluso la reprendía como si fuese una niña pequeña cuando se quitaba la manta o se atrevía a sacar su pipa del bolso.

—Esa costumbre se ha terminado ya. Debería tirar todo eso al fuego y olvidarlo para siempre —le dijo la primera tarde que compartieron plática en la cocina.

Ella sonrió algo azarada. El doctor desconocía el significado de aquella pipa, no tenía por qué saberlo y no había necesidad de contárselo. No discutiría con él, aunque tampoco aceptaría que la obligase a deshacerse de su tesoro más preciado.

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