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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (39 page)

BOOK: Tiempo de arena
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—No se preocupe, no volveré a fumar, pero al menos podré acariciarla. —Y añadió en tono de burla—: Si no tiene usted inconveniente.

—Si sólo es una caricia... —Y la miró como si la caricia fuese para él, sonriéndole con los ojos y señalándole la chimenea para que arrojase la pipa—. Pero las caricias siempre quieren algo más. Yo que usted no tentaría al diablo. ¡Vamos! ¡Atrévase! ¡Échela al fuego!

Pero no la echó; si lo hiciera, sería como cometer un sacrilegio. En su lugar, rodeó la cazoleta con las manos y se la acercó a la nariz para olerla.

—El diablo y yo tenemos una relación muy especial. Sé cómo mantenerlo a raya.

Aquella noche se despidieron con un besamanos que el doctor, inadecuadamente, terminó en un beso, apenas un roce, mientras la miraba a los ojos. A ella se le hizo un vacío en el estómago. En aquel momento recordó el olor de las flores de nilad y retiró la mano; pero aquella noche soñó que los labios del médico se detenían durante unos minutos en su mano y comenzaban a subirle por el brazo para terminar en su boca.

Al día siguiente, le llevó un ramo de margaritas blancas, que colocó en una jarra sin decirle que eran para ella, y le contó cómo la dama de Anboto provocaba tormentas cuando se desplazaba de una cueva a otra.

—Hoy debe de estar preparando el equipaje, porque se barrunta tormenta —dijo a la mitad del relato—. A lo mejor tenemos suerte y la vemos en su carro de fuego. Fíjese bien cuando la vea y luego dígame a quién se le parece: la bruja Mari es morena, esbelta y está cargada de misterios.

Ella no le dejó continuar; la tarde anterior ya le había hablado de la diosa y la había descrito tal y como rezaba la leyenda, peinándose la cabellera rubia con un peine de oro.

—Mari no es una bruja, y tampoco es morena.

—Lo sé, pero a mí me gusta ir a contracorriente. La imagino con los ojos tan oscuros como la cueva de Anboto, hermosa, testaruda y racial, como usted.

—Yo no soy hermosa, doctor, nunca lo he sido —le contestó tratando de disimular que le había agradado el piropo.

El doctor arqueó las cejas y sonrió sin añadir nada, como si la hubiera descubierto en una falta de humildad, algo que su padre solía afearle cuando se negaba a reconocer sus cualidades.

—El que niega un halago —solía decirle— es porque está pidiendo que se lo repitan.

Y en aquel caso era cierto. Ella nunca se había considerado hermosa, y mucho menos entonces, cuando los años ya la habían llenado de canas y las arrugas comenzaban a marcarle los ojos. Pero él era mucho más joven que ella, y el hecho de que la mirase como si la diferencia de edad no tuviera importancia la impresionaba y la hacía sentirse de vuelta en la adolescencia.

—¿Sabe que ha acertado con las margaritas? Eran las flores preferidas de mi madre, y las mías también.

—¿Y quién le ha dicho que sean para usted?

Y los dos se echaron a reír mirándose fijamente.

Desde aquel día, el joven aparecía todas las mañanas con un ramo de margaritas blancas que dejaba en la jarra sin decirle nada, como si el ramo se perpetuase a sí mismo para que las flores permanecieran siempre frescas. Después la miraba y sonreía.

Sus ojos eran castaños y rasgados, tranquilos, familiarizados con el dolor, acostumbrados a consolar a los que se enfrentaban al miedo y a lo que no tenía solución, inteligentes, demasiado intensos para su rostro, tan joven que nadie hubiera dicho que pasaba de los treinta.

Una tarde, apareció con un gran ramo de margaritas y se lo ofreció directamente, sonriéndole como quien desvela un secreto.

—Éstas sí son para usted.

Ella también sonrió. Se encontraba frente a la chimenea, tapada con su manta y acariciando la pipa apagada.

—Las otras también lo eran. No pretenda engañarme.

—Entonces, ¿por qué no me las ha agradecido?

—Hasta hoy no ha querido que lo hiciera. ¿Por qué ha cambiado de opinión?

—Porque hoy quiero que se levante y coloque usted misma las flores en la jarra.

Ella le miró con gesto de no entenderle, pero él le ordenó que se pusiera en pie, y ella obedeció. Se quitó la manta que le cubría las piernas y se encaminó con las flores hacia la jarra para sustituir el ramo del día anterior por el nuevo.

El médico no dejó de mirarla mientras colocaba las flores, separándolas una a una como si cada margarita fuese igual de importante que la otra y cubriese un vacío que, de no cubrirse, estropearía todo el ramo.

—¿Lo comprende ahora? Así no parece usted enferma.

El fuego de la chimenea le daba a la cocina un aspecto hogareño, una calidez que los protegía del frío y la lluvia que arreciaban en el exterior de la vivienda. Estaba a punto de anochecer y la
amona
y el
baserritarra
se encontraban en las cuadras recogiendo los mulos.

El doctor se levantó y removió las brasas con un atizador, colocó troncos secos formando una pira y le pidió que se sentase junto a la lumbre. Después, cogió una silla y se sentó a su lado. Se movía por la cocina como si aquella casa fuera la suya, y su silla, la misma en la que se sentaba cada tarde después de su jornada de trabajo.

—Sólo falta una cosa —le dijo señalando la pipa que ella había guardado en la petaca para ocuparse de las flores—: que se decida a tirar eso al fuego. ¿Podré convencerla algún día?

—No.

El joven la miró con aquellos ojos acostumbrados a ver el dolor, y sonrió como si hubiese preguntado sabiendo la respuesta.

—¡Testaruda!

Era mucho más alto que ella, no tan apuesto como para llamar la atención, pero con una elegancia natural y un equilibro en las facciones que le conferían un enorme atractivo. Tenía una sonrisa perfecta, entre tímida y seductora. Las paletas se le montaban ligeramente en la línea central y presentaban las huellas de una caída en la parte inferior, formando un triángulo apenas visible.

Cuando quería imponerse, levantaba la barbilla con el ceño fruncido y apretaba los labios en un gesto de autoridad que le duraba un segundo.

Solía vestir pantalones de paño y chaquetas informales, de pana o de ante, y a veces se aflojaba el nudo de la corbata como si así pudiese hacer mejor su trabajo. Para salir a la calle, se echaba encima la gabardina, una prenda que se había puesto de moda a raíz de la Gran Guerra; la suya le quedaba demasiado holgada. Nunca llevaba paraguas; se calaba el sombrero hasta la frente, se tapaba la cara con el cuello de la gabardina y se encorvaba para salir corriendo. Siempre volvía con las gafas de carey salpicadas de gotas de lluvia.

Cuando le veía aparecer con las gafas mojadas, a ella le sobrevenía el impulso de quitárselas para secarlas con una gamuza y volvérselas a poner, pero nunca lo hizo porque, apenas entraba en la cocina, se las quitaba y las dejaba olvidadas por cualquier parte. Siempre había que buscarlas después. En el fondo, Munda estaba segura de que el doctor no las necesitaba y las usaba para contrarrestar la apariencia de veinteañero que a veces le restaba credibilidad entre sus pacientes.

Las llamas se estiraban y se encogían en el hogar de la chimenea. Era imposible no mirarlas. El fuego le permitía dejar la mente en blanco y dejarse absorber para no pensar en aquellas margaritas blancas, ni en la pipa, ni en las flores de nilad.

A su lado, el doctor contemplaba la lumbre con el mismo ensimismamiento, como si la estuviera compartiendo con ella. Ninguno de los dos había vuelto a hablar desde que la había llamado testaruda, en un tono que parecía un halago, casi una insinuación.

De repente, uno de los leños se incendió por completo produciendo una especie de explosión y levantando una llamarada que ocupó toda la chimenea.

Ella se asustó y se echó hacia atrás en su silla. De no ser porque el médico la sujetó, habría perdido el equilibrio. La silla se quedó inclinada sobre los brazos del médico y Munda, estirada hacia atrás, con la cabeza colgando. Parecía como si acabasen de terminar un vals, pero sentados. La postura era tan grotesca que los dos se echaron a reír a carcajadas, mirándose y dejándose mirar.

Poco a poco las risotadas fueron convirtiéndose en sonrisas, y éstas en suspiros de alivio; ambos volvieron a su posición y se concentraron otra vez en el fuego de la chimenea sin decir nada.

Al cabo de unos minutos, él arrimó su silla a la de ella y le tocó la frente.

—Le ha bajado la fiebre. Eso está bien.

—Es usted muy amable. Nunca podré agradecerle suficientemente sus cuidados.

Él volvió a sonreír y callar. Le puso la mano sobre la muñeca, le tomó el pulso igual que había hecho regularmente desde que había caído enferma, y la miró a los ojos.

A Munda se le aceleraron las pulsaciones. Debían de habérsele disparado como cuando la consumía la fiebre.

—Ya no es necesario —le dijo tratando de retirar la mano.

—Su corazón no dice lo mismo. Galopa como un caballo salvaje.

Y se acercó lentamente a su boca para darle el primer beso de sus últimos veintiséis años, un beso largo, entretenido en su lengua, húmedo, caliente, intenso como sus ojos, sabio, experto, liberador, decidido a quedarse en su boca para siempre. Sus manos le rodeaban el cuello con el mismo cuidado con que sujetarían un jarrón de cristal, con la misma ternura. Suaves, firmes, delicadas, hermosas.

Y ella se olvidó del mundo, de los arbustos de nilad y del olor a tabaco de pipa. Y vació su mente, como cuando estaba delante del fuego, para dejar que volviera a llenarse. Él la tomó en los brazos, la llevó hasta su alcoba sin dejar de besarla, la tendió sobre la cama y la llamó por el nombre de la dama de Anboto: «¡Mi bruja Mari! ¡Mi morena testaruda!»

Desde el exterior, llegaba el sonido de la lluvia y de los primeros truenos de la tormenta que la diosa había provocado al cambiarse de cueva.

Aquella noche no pensó en nada. Sólo sintió. Se dejó llevar por el tacto, por el sabor, por el olor de las sábanas húmedas y los efluvios que se concentraban bajo ellas, por las palabras que salían de su boca sin que las guiara el razonamiento y por las que llegaban a sus oídos como si nadie más en el mundo las hubiera pronunciado antes. «¡Amor mío! ¡Mi amor! ¡Mi queridísima Esclaramunda!»

El resto del tiempo que permaneció en Durango, lo vivió en medio de un torbellino de sentimientos; la fiebre que subía y bajaba; el cuerpo del joven sobre el suyo, debajo, a su lado, sudando con ella; los calditos de la
amona
; los telegramas de Madrid; la ansiedad de Alejandra; el deseo de quedarse y de marcharse en busca de la niña de María Francisca; el recuerdo del estanque de Manuel; el amor; el cofre del pequeño Jaime esperando a reunirse con su madre. La vida, la muerte y todas sus contradicciones.

El doctor no se separó de ella sino para acudir a algunas visitas urgentes. La cuidaba de día y de noche la amaba como si nunca hubiera estado enferma. La fiebre desaparecía como por arte de magia para dejar paso al calor de sus manos, al temblor de sus cuerpos desnudos, acompasados y cómplices, dulces, abrazados a un sueño del que no querían despertar, protegidos por la diosa cuya cueva se adivinada en la cara norte del Anboto, al otro lado de la ventana.

Todas las mañanas, él se levantaba antes del amanecer y salía del caserío con las luces del coche apagadas, para volver cuando se había hecho de día, con su gabardina y su sombrero calado hasta la frente.

Ella esperaba en su habitación hasta que le escuchaba charlar con los guardeses tomándose una taza de café. Al cabo de un rato, Munda bajaba a la cocina y se saludaban con un «Buenos días», como si no hubieran pasado la noche abrazados, y él le entregaba un ramo de margaritas blancas, le tomaba la temperatura y le preguntaba si había dormido bien.

La
amona
y el
baserritarra
se miraban con disimulo y levantaban las cejas sonriendo. A veces, a la caída de la tarde, la
amona
se sentaba también al calor de la lumbre y les contaba sus propias leyendas: el dragón Heresunde, de siete cabezas, que vivía durante los meses de verano en la sierra de Aralar; la torre de Alós, donde la bella Uxue le cantó a su padre los versos que la libraron de la mentira de haber engendrado un hijo estando soltera; el pastor de Kortezubi, enamorado de una muchacha vestida de oro que resultó tener los pies de pato; y otras muchas que ellos escuchaban tratando de disimular su complicidad.

Otras veces, era el
baserritarra
el que se sentaba a la chimenea y les contaba antiguas costumbres vascas, como la de que arasen la tierra las mujeres en lugar de los hombres.

Pero la mayoría del tiempo los dejaban solos. Desaparecían de la casa para no importunarles de día y por la noche se retiraban a su alcoba sin que lo notasen.

Y así pasaron dos semanas. Sorteando la fiebre, dejándose querer, y amando a aquel joven más de lo que su cuerpo le permitía.

Cuando llegó el día de su marcha, se subió al coche del doctor y se despidió de los guardeses con lágrimas en los ojos y la certeza de que nunca volvería a verlos. El médico la condujo hasta la estación de ferrocarril sin hablar y sin mirarla, sumido en una tristeza que no sabía disimular. Al llegar, la ayudó a bajarse del coche y la besó.

—Prométeme que te cuidarás. Parece que te está subiendo la fiebre otra vez.

Y ella se lo prometió. Se colgó de su brazo y se encaminó hacia el convoy que la devolvería a su mundo. Él la acompañó hasta el vagón de primera y no se separó de su lado hasta que sonó la sirena y no tuvo más remedio que apearse. Entonces ella se asomó a la ventanilla y esperó a que llegase al andén y se colocase a su altura, con sus ojos castaños e intensos.

—¿Volverás? —le preguntó él con la mano apoyada en el cristal.

—La vida es extraña, corazón. Si me deja, lo haré.

—Y si no te deja, yo iré a por ti.

Desde la locomotora empezó a salir una nube de vapor que inundó el andén y obligó al médico a retirarse de la ventanilla.

El tren comenzó a moverse lentamente, produciendo la sensación de que era el andén el que se alejaba poco a poco. En aquel momento, Munda sintió que los ojos le ardían por la fiebre, que ya no la abandonaría en todo el recorrido.

El joven le tiró un último beso con la mano y, después, se la llevó al pecho. Y ella se sentó en su asiento de primera con el cofre del pequeño Jaime en el regazo, y un viaje por delante en el que pasarían ante sus ojos los momentos más importantes de sus cuarenta y siete años cumplidos: desde Mallorca a Alejandría, Manila, Toledo y Madrid, hasta aquellas últimas tardes en el caserío, en las que se habían activado sus cinco sentidos y había recuperado sentimientos que creía olvidados, gracias a la historia de amor que le había regalado la dama de Anboto.

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