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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (32 page)

BOOK: Tiempo de arena
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Al llegar a casa, el ambiente entre Mariana y Alejandra estaba tan enrarecido que decidieron adelantar a aquella noche la celebración del cumpleaños y que Munda y Alejandra regresasen a Madrid al terminar de cenar.

Desde entonces, Munda actuó con Xisca como la señorita Inés lo había hecho con ella. La dirigió en sus lecturas, la invitó a algunas tenidas blancas del solsticio de verano, donde se permitía la presencia de profanos, le habló de los orígenes de la hermandad, del templo de Salomón, de las tres grandes luces que alumbran la dirección moral de la logia: el compás, la escuadra y el libro sagrado —la Biblia, el Corán o la Torá, dependiendo de la religión que profesaran los hermanos—, y de las tres luces pequeñas: la belleza, la fuerza y la sabiduría —los pilares sobre los que se construye el edificio simbólico de la orden—. Le habló también de la letra «G», que se encuentra en el centro de la escuadra, el símbolo del principio de las cosas y de la vida, el Gran Arquitecto del Universo, la Geometría como el fundamento de la arquitectura y la construcción, la
Gnosis
como la aspiración a la trascendencia y al conocimiento. Y, sobre todo, le habló de la paciencia, la virtud por excelencia del masón, una cualidad que Munda había cultivado toda su vida esperando a su querido Manuel y que Xisca tuvo que aprender a medida que pasaban los años y no conseguía recuperar a sus hijos.

Desde que había vuelto de Valencia, se había citado con Jorge en varias ocasiones en el cigarral de Munda. Había recorrido los pasadizos desde el palacio con la vana esperanza de que Jorge le trajese noticias. Pero siempre había vuelto con la misma desesperación y con la promesa de que él seguiría buscando.

Hasta que alcanzase la emancipación legal y pudiera iniciarse como aprendiz en la logia, Munda la hizo que se encargara de la biblioteca. Allí pasaba la mayor parte del día clasificando los libros con un sistema que ella misma inventó y que puso a disposición de la hermandad. Mientras, su madre pensaba que estaba en su gabinete con Shishipao o entretenida con sus pinturas.

42

La catalogación de los libros le llevó más de un año. Cuando cumplió los diecinueve, ya les había colocado a todos un tejuelo en el lomo con su correspondiente signatura topográfica y número de registro. Aquella biblioteca se convirtió en su obra magna. Nadie conocía como ella cada legajo, cada primera edición, cada libro dedicado por el autor, cada carta y cada marca de agua con la que algunos impresores identificaban sus incunables en el siglo XV.

Durante todo aquel año, las únicas noticias que tuvo de Jaime fueron las que le llevaba Jorge cuando se veían en el cigarral: no había perdido el tiempo. Se había casado con una joven de Alicante a los pocos meses de volver a Valencia, una chica de clase media que apenas sonreía y a la que Jaime trataba como si fuera una más de sus propiedades. Era alta, rubia y de ojos azules, tan parecida a María Francisca que podían haberlas tomado por hermanas. Le había dado una hija sietemesina, enfermiza y delicada, que crecía a duras penas bajo el cuidado de su madre y la protección de su padre. Desde que nació, sólo la habían visto una docena de personas: el médico, la enfermera que contrató Jaime para que ayudase a su madre a cuidarla, algunos criados de confianza y nadie más. En Valencia corría el rumor de que había nacido con una tara, de ahí el empeño de su padre por ocultarla. Jorge siempre la veía embutida en un faldón y con una capota que le cubría medio rostro.

Desde que Xisca había sabido de su existencia, no había dejado de pensar que aquella niña podía ser la suya, y así se lo manifestaba a Jorge cada vez que hablaba con él.

—Eso es imposible —le contestaba él—. Yo mismo he seguido el embarazo de la madre. Además, si es verdad que tu hija vive, tiene que ser casi medio año mayor que mi sobrina.

—Pero has dicho que tiene una deformidad. ¿No será que es más grande de lo que debería?

—¿Y qué me dices del niño? ¿Por qué iba a quedarse Jaime con la niña nada más? Olvídalo, María Francisca. Hay que buscar en otra parte. En los orfanatos y en las parroquias donde pudieron bautizarlos.

Y Xisca caía en un estado de melancolía del que sólo salía cuando se encontraba trabajando en su biblioteca, confiando en que Jorge daría algún día con un hilo del que tirar.

Mientras tanto, Alejandra y Munda continuaban con su vida en Madrid ajenas al asunto. Alejandra seguía viviendo con Zhuang, ayudando a que las mujeres maltratadas pudieran huir de sus maridos y preparando juicios en los que no podía participar. Era feliz. No todo lo que lo hubiera sido si Zhuang no tuviese que esconderse y a ella no la asaltara de vez en cuando un miedo insuperable a perderle —del que solía huir para que no condicionara sus vidas—. Pero era feliz, muy feliz. Se sentía querida, respetada, independiente y útil. No podía pedir nada más.

Y Munda seguía colaborando en la lucha por la cuestión femenina y comunicándose con Manuel a través de los anuncios que Alejandra no se había atrevido a interrumpir; todo ello, en medio de un ambiente convulso que se extendía por doquier como una mancha de grasa.

El 12 de noviembre de 1912, el presidente del gobierno liberal, José Canalejas, fue asesinado a las once y media de la mañana en plena Puerta del Sol, frente a la librería de San Martín, una de las que frecuentaba Alejandra. Unos meses antes, el mundo entero se había conmocionado con el hundimiento del
Titanic
, un transatlántico considerado insumergible que sucumbió por la embestida de un iceberg. Aquel hecho horrorizó a todos ante la evidencia de que la posibilidad de salvar la vida estuvo condicionada por la clase social a la que pertenecían los pasajeros, ya que la mayoría de las víctimas habían embarcado en tercera clase.

Por aquel entonces, el movimiento sufragista inglés se había radicalizado y había invadido las calles de Londres. Cientos de mujeres se enfrentaron a la policía tratando de romper el cordón de seguridad que se había establecido para defender el Parlamento. La respuesta de la policía fue desproporcionada. Golpearon a las mujeres, las despreciaron en público, las encarcelaron y, cuando se declararon en huelga de hambre, las obligaron a comer valiéndose de embudos por los que les introducían los alimentos hasta la garganta.

En una de las manifestaciones en que las sufragistas reclamaban el voto femenino, una de ellas fue arrollada por la cabalgadura del rey, mientras sujetaba una pancarta en una carrera de caballos. Murió cuatro días después. Su funeral fue uno de los actos feministas más emotivos en que había participado Munda. Numerosas carrozas siguieron al féretro; entre ellas, una vacía, con las cortinas bajadas, la de una mujer de la alta sociedad británica que había conocido también la alimentación forzosa en sus numerosas entradas y salidas de la cárcel, y que en aquellos momentos se encontraba presa.

Un año después, el asesinato del heredero al trono austro-húngaro y su esposa desencadenó una guerra que asolaría Europa y en la que España no participaría. Su ejército estaba anticuado, precario y diezmado por las continuas guerras con Marruecos; y la desastrosa situación económica del país debido a la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, desaconsejaba también su intervención en la contienda.

La opinión pública española se dividió en germanófilos —defensores de la disciplina, el autoritarismo y el orden— y anglófilos —identificados con el liberalismo y la democracia.

Desde las filas del socialismo en el que Munda militaba desde hacía tiempo, se defendió una neutralidad activa que ponía de manifiesto su compromiso con los anglófilos.

La Gran Guerra se alargó durante esos cuatro años, en los que Munda, como la mayoría de las mujeres europeas, aparcó su causa femenina a favor de la de la contienda. Por primera vez, en Europa hacían falta los brazos femeninos en las fábricas para que sustituyeran a los hombres que se marchaban al frente.

María Francisca, por su parte, con la ayuda de Jorge, rastreó orfanato tras orfanato, parroquia tras parroquia, sin averiguar ni un solo dato sobre el paradero de sus hijos.

Y en Valencia, Jaime Sánchez Mas, aprovechando que los países europeos necesitaban suministros de todo tipo —desde textiles hasta armas y alimentos—, fue ampliando sus empresas y enriqueciéndose cada año un poco más. Su imperio financiero no tenía nada que envidiar al de las grandes fortunas aristócratas, que empezaban a mirarlo como un valor en alza, lo que le hacía sentirse feliz. Pero lo que más feliz le hacía no eran ni su dinero ni el inmenso poder que había acumulado, sino la venganza que había podido perpetrar, gracias a ellos, contra las orgullosas mujeres Camp de la Cruz y su leal sacerdote. Nadie despreciaba a los Sánchez Mas como habían hecho ellos sin pagar un precio proporcional a la ofensa. El de don Ramón estaba claro: nunca llegaría a ser obispo, su sueño más codiciado. Con respecto a las Camp de la Cruz, todo había salido redondo: María Francisca jamás encontraría una sola prueba de lo que había sucedido tras el parto, y a Mariana ya no le pertenecía ni la cama en la que dormía. Con Munda no tenía cuentas pendientes —al fin y al cabo, siempre se mantuvo al margen de todo— y con Alejandra, la principal responsable, no había podido salirle mejor. Había cocido su venganza a fuego lento durante los dos años posteriores a la anulación de la boda, y el asesinato del presidente del gobierno liberal, José Canalejas, se la había puesto en bandeja.

Aquella mañana de noviembre de 1912, Alejandra se dirigía hacia la Puerta del Sol por la calle Carretas cuando oyó unos disparos y el ruido de cristales que se rompían. Los transeúntes comenzaron a correr en todas direcciones gritando despavoridos. Segundos después, la gente se arremolinó alrededor del agresor, que se había suicidado al verse acorralado por la policía.

En medio de la confusión, Alejandra se dio cuenta de que alguien la vigilaba. Hacía tiempo que la acompañaba aquella misma sensación, como tantas otras veces a lo largo de su vida, pero no le había dado importancia. Zhuang la había hecho seguir durante muchos años y, desde que vivía con él en una especie de semiclandestinidad, pensaba que en aquellos momentos el motivo era protegerla. Nunca lo había comentado con él porque, al contrario de lo que había sentido en otras ocasiones, aquel guardaespaldas le infundía seguridad. Si se lo confesaba a Zhuang, sería tanto como admitir sus miedos. Y era verdad que los tenía; pero no por ella, que siempre había mantenido sus actividades en un marco legal, sino por Zhuang. Él continuaba en situación de busca y captura como rebelde del ejército y reclamado por las autoridades americanas como insurgente. La guerra con Estados Unidos aún no había terminado y él continuaba perteneciendo a una red clandestina que luchaba contra los nuevos colonizadores de su tierra. Si la policía le encontraba, se exponía a una cárcel segura. De forma que Alejandra pensaba que, protegiéndola a ella, se estaba protegiendo también a sí mismo, y aceptó la situación simulando que no se había dado cuenta.

Sin embargo, el día del asesinato de Canalejas, Alejandra sintió una desazón que la hizo sospechar.

Cuando se acercó a la multitud de curiosos que rodeaba al presidente del gobierno, el hombre que la seguía se acercó a un policía y la señaló con el dedo. Y entonces salió de su error: aquel hombre no podía seguir órdenes de Zhuang.

Alejandra se alejó a toda prisa y se encaminó hacia la Carrera de San Jerónimo. No podía volver a la calle Relatores; si lo hacía, la seguirían y encontrarían a Zhuang. De manera que decidió dirigirse al palacete de Munda y esperar un tiempo.

Unas horas después, sonó el timbre de la puerta de la calle insistentemente. Alejandra se echó a temblar como si intuyera que aquel timbrazo anunciaba malas noticias. No podía imaginar que el odio de Jaime estaba detrás de los acontecimientos que iban a sucederse. Hacía más de un año que no sabía nada de él, pero de pronto, sin comprender muy bien la razón, le vinieron a la mente las últimas palabras que había cruzado con ella una semana después de anulada la boda: «Pagarás el daño que les has hecho a mi hermano y a toda mi familia. Y será con la misma moneda.»

Cuando abrió la puerta, se encontró la cara demudada de María envuelta en lágrimas.

—¡Se lo han llevado, señorita! ¡Se han llevado al señor Juan!

Alejandra sintió un vahído y creyó desfallecer. Lo único que pasaba por su mente era la sonrisa de Jaime, una mueca vengativa y torcida que no podía quitarse de la cabeza.

—¿Quién se lo ha llevado?

—No lo sé. Han echado la puerta abajo y se lo han llevado.

—¿Adónde?

María no paraba de temblar. Llevaba en la mano una nota.

—Uno de los hombres me dio esto para usted.

Alejandra palideció al leerla. Los ojos le ardían y no podía dejar de apretar los labios. La desazón se estaba apoderando de ella.

La nota no estaba firmada, pero no hacía falta. Algunos odios se enquistan como crías de parásitos y pujan por salir para que no se nos olvide que siempre permanecen al acecho. Sólo una persona podía haberle escrito: «Ya estamos en paz.»

Munda apareció en el recibidor en el momento en que Alejandra se apoyaba en un sillón para no perder el equilibrio. Parecía una muñeca de trapo, desmadejada, flácida y pálida, ausente, con la mirada fija en la nada.

—Ha sido Jaime, Munda. ¡Cómo no se me había ocurrido! Me estaba siguiendo.

Munda la abrazó sin comprender a qué se refería.

—¿Qué es lo que ha hecho Jaime?

—Se ha llevado a Zhuang, y yo misma le he conducido hasta él.

La frente se le empañó de un sudor frío que comenzó a resbalarle hacia los ojos. No lloraba. Seguía con la mirada extraviada y hablaba como si hubiera entrado en trance.

Aunque le hubiesen clavado mil agujas en el cuerpo no las habría sentido.

—Nunca volveré a verle.

Por su mente pasaron en un segundo todos los momentos que había vivido con él: el baile de disfraces, sus manos abrazándole la cintura, el ramo de sampaguitas, las cartas que rompía sin abrir, el primer encuentro en la calle Relatores, su boca siempre suya, su cuerpo desnudo, sus dedos recorriendo cada palmo de su piel, su risa, su mirada achinada y los meses que habían vivido juntos, siete meses en los que se habían bebido la vida sin imaginar que alguien les había puesto un plazo.

—No volveré a verle, Munda.

Y se echó en los brazos de su hermana, rota, desencajada, aturdida, sin fuerzas para llorar.

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