Authors: Inma Chacón
—Encuéntrelos, señorita Esclaramunda. No permita que la niña también llore en el cielo.
A Munda se le saltaron las lágrimas. Shishipao la miraba con sus ojos achinados, como si esperase su permiso para continuar. Hasta aquel momento, Munda sólo había tenido la sospecha de que su sobrina podía estar delirando, pero cuando vio los ojos de la niñera, desesperados como los de los que pierden una guerra sin haber tenido la oportunidad de defenderse, la certeza de que aquellos niños existían comenzó a cobrar intensidad.
—¡Dime todo lo que sepas!
—Lo único que sé es que la señorita María Francisca desapareció con la marquesa durante unos meses. Y que cuando volvió sólo sabía llorar y llorar.
Munda permaneció durante unos minutos en el cuarto de Xisca tratando de conseguir más información, pero la criada insistía en que sólo sabía lo que acababa de contarle, de modo que no quiso presionarla más y decidió inspeccionar las habitaciones que daban a la galería del piso superior para buscar alguna sobrepuerta que pudiera relacionar con la del cuarto de su sobrina.
En el ala norte del palacio, por la que discurría el corredor, además del de Xisca se encontraban el dormitorio de Mariana, su gabinete, dos dormitorios para invitados, el que ocupaba Alejandra durante los veranos —con su propio gabinete también— y dos salas pequeñas unidas por una puerta cuyas jambas estaban labradas con motivos arabescos, como ocurría con gran parte de las paredes del edificio. En el ala opuesta había varias salas grandes unidas entre sí por puertas similares a las de las pequeñas. Munda inspeccionó cada una de las habitaciones antes de marcharse, pero en ninguna encontró una sobrepuerta de madera, así que decidió alejarse de allí.
Ya en la calle, se volvió hacia la fachada del edificio, una construcción de estilo mozárabe en la que sólo había entrado media docena de veces; la primera, hacía casi veinte años, para el velatorio de su abuela; la segunda, un año después, cuando Mariana decidió trasladarse con todas sus pertenencias al palacete y le envió un telegrama pidiéndole que fuese a visitarla a Toledo. Para entonces, María Francisca ya llevaba un par de años en el Colegio de Doncellas Nobles y Munda había comprado el cigarral de la señorita Inés, donde continuaba alojándose cada vez que acompañaba a Alejandra para cumplir con sus visitas a Mariana.
Sucedió unos meses después de que Alfonso XIII jurase la Constitución para suceder a su madre en las tareas de gobierno, al principio del invierno de 1902. Habían pasado diecisiete años desde que la reina María Cristina asumiera la regencia y, cuando el joven rey pasó a ocuparse de los deberes de Estado, según sus propias palabras, se encontró con un país empobrecido a causa de las guerras, un ejército desorganizado y obsoleto, una marina sin barcos y unas autoridades locales que no cumplían las leyes.
Las reformas sociales brillaban por su ausencia y la palabra «regeneración», de la que tanto hablaba el padre de Munda, cada vez se oía con más fuerza.
Munda vivió los primeros debates entre monárquicos y republicanos en las tertulias que organizaba en su palacete y en las conferencias y mítines a los que asistía. Hasta entonces, nunca había sentido con tanta intensidad que los cambios eran posibles y se acercaban a marchas forzadas, por mucha resistencia que ofrecieran los más conservadores.
El día en que recibió el telegrama de Mariana, acababa de regresar de un acto en el que se reclamaba el derecho de la mujer a la educación superior.
Desde que Xisca ingresara en el colegio, había dejado de apostarse en la puerta de la catedral, por lo que hacía tiempo que había dejado de ver también a su hermana. El único contacto que mantenía con ella era la información que seguía enviándole, a la que Mariana no respondía, sobre la legislación que debía aplicar en sus fábricas. De modo que el telegrama la sorprendió.
Querida hermana: tengo una carta que nuestro padre dejó en su testamento para ti. Tiene que ver con algo que te legó en herencia. Podría enviártela por correo, pero preferiría que vinieras a por ella, si no te importa. Te espero en el palacio de Sotoñal. Te ruego que seas todo lo discreta que estas circunstancias requieren.
Tan pronto como lo leyó, Munda imaginó las circunstancias a las que se refería la marquesa. No era difícil suponer el legado que le había cedido su padre: probablemente, la biblioteca del palacio y algún objeto de las liturgias masónicas de su abuelo. No obstante, le extrañó el tono del mensaje. «Querida hermana...» «Si no te importa...» «Te ruego...» No eran fórmulas que Mariana le prodigara. Podría haberle enviado los libros y destruido los objetos rituales; al fin y al cabo, nadie sabía de su existencia. Pero no lo había hecho. Como tampoco los había destruido su abuela, obligada quizá por alguna cláusula de esa escritura testamentaria que Munda no había llegado a tener nunca en las manos y que ahora estaba decidida a reclamar. Hacía seis años de la muerte de su padre y, durante todo ese tiempo, nadie le había dicho nada sobre una carta para ella, pero debía de ser importante cuando Mariana le escribía con tanta cortesía.
Aquel telegrama tenía más significados de los que Mariana quería dejar translucir.
Al día siguiente, cogió un tren para Toledo y se dirigió al palacio de su abuela, la difunta marquesa de Sotoñal.
Hacía frío. El caserón conservaba el aspecto medieval de la época en que se construyó, a principios del siglo XV. En su fachada principal destacaba el escudo del marquesado, uno de los títulos nobiliarios más antiguos de Toledo. Nada más entrar en el zaguán, Munda sintió el peso de su apellido como si le hubiera caído una enorme piedra sobre la espalda. Era como si todos los Camp de la Cruz, generación tras generación, la estuvieran esperando tras la reja que la separaba del interior del palacio, ocupando los peldaños de una escalera de mármol que se divisaba al fondo.
Durante un rato permaneció abstraída, contemplando el patio central, repleto de columnas unidas entre sí por arcos de herradura. Las ventanas del corredor del primer piso se encontraban protegidas por celosías de madera cuyos dibujos representaban lazos y cintas.
Se mirara a donde se mirase, la visión de los lazos era inevitable: de madera, de ladrillo, de yeso, de mármol y de cualquier otro material; inundándolo todo, trepando por los rincones para adueñarse de cada espacio que encontraban vacío, imponiéndose a la vista.
Lazos que aprisionaban, que amordazaban, que dolían. Ataduras de las que Munda siempre había querido liberarse.
Mariana la sacó de su abstracción sin que ella se diera cuenta de su presencia.
—¿Piensas quedarte en el zaguán todo el día, querida?
A Munda le costó un instante volver a la realidad. Hacía tiempo que no veía a su hermana, quien había aliviado su luto colocándose un camafeo de rubíes y brillantes en el cuello de la blusa, en sustitución del de marfil que llevaba la última vez que se habían visto. Estaba tan hermosa como siempre, encorsetada en un vestido de terciopelo cuya sobrefalda se recogía hacia atrás para formar un polisón repleto de pliegues y volantes, en satén negro azulado, a juego con los guantes y con la esclavina que le cubría de los hombros a la cintura. Se había peinado con un moño bajo envuelto en una redecilla y, en lugar de las capotas con las que solía cubrirse, llevaba una enorme capelina llena de plumas, de cuya parte delantera sobresalía un velo que le tapaba los ojos. Aún no había cumplido treinta años, pero si no fuera porque su pelo se conservaba tan rubio como siempre y porque su boca y su cuello —las únicas partes del cuerpo que mostraba a la vista— no presentaban arrugas, por su aspecto se diría que pasaba de los cincuenta. A Munda le pareció estar delante de su abuela.
En contraste con ella, bajo un abrigo de tres cuartos de color crema ajustado a la cintura, Munda continuaba vistiendo de blanco. Se había liberado del corsé y sustituido el polisón por faldas de telas ligeras que le permitían moverse con mayor comodidad que aquellos vestidos que aún llevaba su hermana, confeccionados con tantos volantes y borlas que parecían piezas de tapicería.
—¿Ya no abre el mayordomo?
—Aún no nos hemos trasladado.
Mariana ya se había acostumbrado a las muselinas, los encajes y el polisón reducido a la mitad de su hermana, pero, cuando vio aquella falda que se le pegaba a las caderas, tuvo que hacer un esfuerzo para mostrarse amable y no recriminarle su nueva extravagancia. Si Munda no leía la carta y no cumplía con la última voluntad de su padre, sus planes de trasladarse al palacio de Sotoñal no podrían cumplirse nunca.
—¡Vaya! Parece que Madrid te ha cambiado bastante. Pero pasa, por favor. Deja que te dé la bienvenida como es debido.
La marquesa abrió la cancela y le dio dos besos a su hermana en las mejillas sin apenas rozarlas. Munda la dejó actuar, aunque sabía con certeza que tanta amabilidad era una auténtica farsa.
—¿Bienvenida? Hace más de cuatro años que me prohibiste entrar en tu casa.
—¡Mujer! Ésa es una palabra demasiado rotunda. No recuerdo haberte prohibido tal cosa.
—Tienes razón, sólo me invitaste a abandonarla con la condición de que no volviese más. Y después me echaste también de este palacio.
—Pues ahora te invito a que pases y olvidemos nuestras absurdas rencillas. No tiene sentido alargar este disparate, ¿no crees?
Mariana habló como si sus diferencias se debiesen a una discusión por una simple muñeca rota, con el tono que solía utilizar cuando sabía que no disponía de armas suficientes para enfrentarse a su hermana. En cierto modo, Munda la compadeció. Sabía el esfuerzo que representaba para ella someterse a lo que, con toda seguridad, estaba sintiendo como una humillación. Sin embargo, no le convenía bajar la guardia. Fuera cual fuese el motivo por el que necesitaba congraciarse con ella, Munda estaba segura de que a quien más beneficiaría sería precisamente a la marquesa.
Estaba anocheciendo. Mariana la guió hacia el corredor del primer piso —repleto de tapices gobelinos, armaduras, cornucopias y bargueños— hasta llegar a un gabinete en el que Shishipao se afanaba por mantener la chimenea encendida.
Al entrar, la marquesa se quitó los guantes y se acercó al fuego para calentarse las manos. Después le ordenó con un gesto a la doncella que abandonase la sala y le pidió a Munda que se sentase a su lado, en un pequeño diván.
—¿Qué tal por Madrid? ¿Te gusta la vida en la capital? Dicen que la reina madre va a ofrecer pronto un baile en el Palacio Real para celebrar la coronación del rey.
—No ha sido una coronación. Ha jurado la Constitución, que no es lo mismo —le contestó Munda mientras encendía su pipa.
—¡Es igual! Era rey desde el día en que nació.
—Así es. Pero ahora ha jurado guardar las leyes. Hay bastante diferencia.
—¡Bueno! Sea como sea, merece la pena celebrar que suba al trono por fin, ¿no crees? ¿Tienes pensado asistir a la fiesta? A Alejandra le vendría muy bien relacionarse con los jóvenes de la corte. Ya está en edad casadera. Habría que buscarle un marido que la merezca.
Munda la miró con cierta conmiseración; se la notaba nerviosa, movía las manos exageradamente, sin parar de colocarse los drapeados de la falda, y hablaba de forma atropellada. Estaba claro que conocía las respuestas que Munda podía darle a aquellas preguntas, pero aun así continuó con sus frivolidades como si se dirigiese a una de sus amigas de la nobleza toledana.
—Me han dicho que va a ser todo un acontecimiento.
Munda se levantó del diván, se colocó de espaldas a la chimenea y encendió su pipa de brezo, consciente de lo mucho que aquello molestaba a Mariana. Después aspiró una bocanada y expulsó el humo hacia arriba, como si le complaciese la conversación. Pero lo cierto era que no estaba dispuesta a participar en aquella parodia que no hacía sino aumentar la tensión que su hermana trataba de ignorar. Munda no tenía ningún interés en el baile de la reina y Mariana lo sabía —no sería el primero que se organizara en la corte al que declinase la invitación—, como también sabía que ella nunca le buscaría a nadie un marido, y mucho menos a Alejandra, que sería capaz de elegirlo por sí misma cuando le llegase el momento.
No obstante, le resultaba excitante comprobar hasta dónde podría llegar Mariana, hasta cuándo continuaría hablando sobre trivialidades para evitar abordar el tema que le interesaba y si se atrevería a plantearlo ella misma, cuando se cansase de su palabrería, o continuaría forzando la situación para que la propia Munda le preguntase por qué la había citado.
A Munda le habría gustado seguir deleitándose con aquella comedia, pero Mariana no la mantuvo durante mucho tiempo. La marquesa había heredado la inteligencia manipuladora de su abuela paterna, de manera que, en el momento en que comprendió que había equivocado el camino, se recompuso la falda, se levantó del diván y se colocó frente a su hermana con sus ojos azules y fríos.
—Ya veo que prefieres ir al grano.
Munda volvió a utilizar una expresión que a Mariana le recordaba demasiado a su padre: tan lacónica y tan cortante como siempre que él decidía no facilitarle las cosas cuando ella iba a quejarse de Munda.
—Así es.
—Muy bien. No tiene sentido pretender que somos amigas.
—Nunca lo hemos sido. No veo el motivo por el que tengamos que serlo ahora.
—Te equivocas. Lo hay. Y confío en que tus famosas convicciones te dejen verlo como lo veo yo.
—Mis convicciones no han cambiado. Siguen siendo las mismas que cuando no me soportabas en tu casa.
La marquesa se dirigió hacia un escritorio, sacó de un cajón un sobre lacrado con el sello familiar y se lo entregó a su hermana.
—Nuestro padre dejó esta carta para ti. Espero que entiendas la importancia de que se cumpla su última voluntad.
—Para eso tendría que conocerla, ¿no te parece? No abriré este sobre hasta que lea su testamento.
Hasta aquel instante, Mariana no había abandonado el tono conciliador que había utilizado desde que la había recibido en el patio. No le interesaba enfrentarse a la persona que guardaba la llave para que ella pudiera tomar posesión del palacio de Sotoñal. Pero la palabra «testamento» abrió la caja donde guardaba todo el rencor que acumulaba contra Munda desde que era una niña y, por primera vez, se traicionó a sí misma levantando la voz.