Tiempo de arena (9 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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—Lo único que te concierne de ese documento es el codicilo que añadió en esta carta. La heredera soy yo.

A Munda no le hacía falta leer el codicilo para comprender que algo muy importante para Mariana dependía ahora de ella. En su momento no había querido asistir a la lectura del testamento, no le interesaba; su padre fue un hombre justo, mucho más de lo que Mariana llegaría a serlo nunca, aunque se lo propusiese. Jamás habría ordenado ninguna cláusula que supusiese ir en contra de la conciencia de Munda; ella lo sabía, pero no se resistía a disfrutar del poder que ejercía aquella carta cerrada sobre su hermana.

—Lo sé. La heredera eres tú. Pero si tienes tanto interés en que yo lea esta carta, convendrás conmigo en que tengo derecho a saber la razón.

Mariana trató de recuperar la compostura que acababa de perder. No tenía otra alternativa que mostrarse cortés si quería que sus planes se cumplieran.

—Verás, querida Munda, no creas que me niego a tal cosa; es que el testamento no está en mi poder. El notario se encarga de su custodia. ¡No creo que sea necesario molestarlo a estas horas! Don Andrés suele acostarse temprano. Además, siempre has estado al corriente de todo lo que concierne al testamento de nuestro padre. Ya sabes que la abuela únicamente gozaba del usufructo del palacio y de una renta vitalicia que salía de nuestras fábricas. Supongo que no tendrás duda de que es así, ¿verdad, querida?

Munda vació su pipa en la chimenea, la guardó en su bolsa y se dirigió hacia la puerta.

—Así es, no tengo la menor duda. Sin embargo, mañana me gustaría ir a ver a don Andrés. Esta noche me quedaré en mi cigarral. Por favor, concierta la cita en la notaría para las nueve en punto.

Mariana la miró con cara de sorpresa y abrió la boca para decir algo, pero Munda la interrumpió.

—¡Ah! ¡Una cosa más! Después de pasar por el notario me gustaría ir a ver a Xisca. Por favor, adviérteselo a la rectora del colegio.

Las visitas al Colegio de Doncellas Nobles estaban controladas por la rectora de la institución, quien, amparándose en una de sus normas —que prohibía a las colegialas hablar con cualquier seglar a menos que fueran allegados y parientes sin sospecha—, le había negado a Munda la entrada al colegio sistemáticamente.

Por supuesto, la orden provenía de Mariana y de don Ramón, que alertaron a la madre superiora del peligro de que María Francisca cayera bajo los influjos perniciosos de su tía, tal y como había ocurrido con Alejandra.

Desde que la niña ingresara en el colegio, recién cumplidos los siete años, Munda había tratado de visitarla cada vez que se había desplazado a Toledo, pero nunca le habían abierto las puertas. De eso hacía ya más de dos años, pero ahora tenía una carta en su poder que parecía ganar a todas las de la baraja. Nunca había visto a su hermana mayor tan sumisa. No podía desaprovechar aquella oportunidad.

A Mariana se le endureció el gesto cuando escuchó las palabras de Munda. Sabía que si le negaba el permiso para ver a su hija, ella rehusaría cumplir la voluntad de su padre. Si quería tomar posesión del palacio de Sotoñal, no le quedaba más remedio que atender sus peticiones. Munda la miró desde la puerta del gabinete con una sonrisa de victoria en los labios que ella se encargaría de congelar tarde o temprano. Pero aún no había llegado aquel momento.

Mariana inclinó la cabeza como señal de despedida, sonrió tratando de parecer impasible y llamó a la doncella para que acompañase a su hermana hasta la salida.

Munda se despidió con la misma inclinación de cabeza, todavía con el codicilo en la mano, y siguió a Shishipao por aquellos corredores abarrotados de siglos.

Cuando llegaron a la cancela que separaba el patio central del zaguán, la doncella miró hacia el piso superior disimuladamente y, al descubrir la silueta de la marquesa recortada al contraluz de una ventana, vigilándolas tras la celosía, siguió a Munda hasta el portón para ocultarse de su vista. Una vez en la calle, se sacó de la faltriquera un paquete de cartas.

—Le he oído decir que va a ir a visitar a la niña. Se lo ruego, señorita, sáquela de allí, no consienta que llore y llore.

—¿La has visto?

—A mí no me dejan. Pero le permiten que me escriba, y yo contesto una y otra vez. La señorita Alejandra me está enseñando a escribir, ¿sabe usted? ¡Pero mire!

Shishipao abrió una de las cartas y se la mostró. La única frase que se veía completa era la de despedida: «No te olvides de mí. Rezo para que volvamos a vernos pronto. Te quiere. Xisca.» El resto se encontraba repleto de tachones negros. Renglones enteros censurados sobre unas marcas redondas que parecían de lágrimas. Entre los tachones, podía leerse en varias ocasiones el nombre de Munda. «Dile a mi tía Munda que», «por favor, que mi tía Munda me».

A Munda se le humedecieron los ojos.

—¿Puedo quedarme con una?

A la doncella también se le habían escapado las lágrimas. Se las secó con las mangas del uniforme y extendió las cartas hacia Munda.

—¡Y con dos, si tiene ese gusto! Las otras las guardo para mí, si no le ofende. Es que me gusta mirarlas cuando estoy sola. Hasta que a mi niña se la llevaron las monjas, la cuidé como si fuera mía. Me llamaba Pao-Pao, ¿sabe usted? Como yo siempre repito las cosas... Se conoce que la criatura pensaba que...

En ese momento, se oyó la voz de Mariana llamando a la niñera. Shishipao se guardó las cartas en la faltriquera y salió corriendo sin apenas despedirse. Munda la oyó repetir varias veces «¡Sí, señora marquesa!» mientras ella trataba de descifrar, sin resultado, alguna de las palabras que habían tachado las monjas.

La niña tenía nueve años, ¿qué iba a escribir una cría de su edad que tuviera que censurarse? Lo más probable sería que se quejase del frío, de los madrugones y de la nostalgia que debía de sentir. Pero ni siquiera esa libertad le estaba permitida.

Shishipao tenía razón, había que sacarla del colegio.

15

Munda se presentó en el despacho del notario a las nueve en punto de la mañana. Aún no había abierto la carta de su padre.

Tal y como le habían enseñado Manuel y la señorita Inés, sabía que la paciencia era una de las mejores virtudes de los masones, y ella la practicaba desde hacía muchos años. No tenía prisa. Reservaría su as para asegurase la partida.

Mariana y don Andrés la esperaban en el despacho. Él se levantó para recibirla e inició un besamanos que ella abortó convirtiéndolo en un apretón de manos al modo de los hombres. Mariana no se movió de su silla cuando la vio llegar. En lugar de con los besos en la mejilla que le había dado la tarde anterior, la saludó con una inclinación de cabeza y, sin apenas dejarle tiempo para sentarse, tomó la palabra.

—Por favor, don Andrés, proceda a la lectura del testamento.

Pero Munda tenía planeada su propia estrategia, una maniobra para dilatar aquella situación de la que debía sacar el mayor partido posible, por lo que, antes de que el notario abriese el sobre que contenía el cuaderno particional, se dirigió a su hermana y a don Andrés para hacerles ver que sería ella quien marcaría los tiempos.

—No he venido para que me lean un testamento. Yo sé leer. He venido para que me lo entreguen.

Y alargó el brazo hacia don Andrés, que se excusó sin parecer comprenderla:

—Lo siento, señorita Esclaramunda, tendría que haberme avisado para que le preparase otra copia. Ésta es la de su hermana.

El notario no sabía qué hacer, miraba alternativamente a las dos mujeres, incapaz de tomar una decisión. Las dos tenían derecho a disponer de una copia del testamento, pero la marquesa era su principal cliente, como lo habían sido su padre y sus abuelos; si ella no le daba permiso y él accedía a la solicitud de Munda, Mariana podría prescindir de sus servicios a favor de otro notario.

Mariana dudó durante unos segundos, pero al ver que Munda mantenía el brazo alargado y que el notario la miraba a ella, esperando su autorización para actuar en un sentido u otro, le hizo un gesto a éste para que le entregase el testamento a su hermana. Una vez lo tuvo en su poder, Munda se levantó y se dirigió hacia la puerta de salida.

—No se apuren, lo custodiaré como es debido. Les espero a los dos en mi cigarral esta tarde a las cinco. Y, ahora, discúlpenme, he de ir al Colegio de Doncellas Nobles.

Mariana se levantó para seguirla, pero Munda se atravesó en la puerta para impedirle el paso, con la misma sonrisa fingida con la que había llegado.

—No hace falta que me acompañes, conozco el camino. Si no te importa, iré sola a ver a mi sobrina.

Sin embargo, Mariana no estaba dispuesta a dejarse avasallar de aquella forma. Había accedido a que Munda visitase a su hija —la rectora la esperaba con órdenes precisas de que las dejasen hablar durante cinco minutos—, pero no había dicho su última palabra respecto a cómo se llevaría a cabo la entrevista.

—Lo lamento, querida Munda. Eso no va a ser posible.

Las normas del colegio exigían que la hermana escuchadera se encontrase presente en todas las visitas que recibían las internas, las cuales se llevaban a cabo en un locutorio en el que se separaba a las colegialas de sus familiares por medio de una celosía. La escuchadera vigilaba que en esos encuentros no se hablase de temas deshonestos o que perjudicasen a las doncellas o a la propia institución. Mariana había acatado esas normas desde el día en que dejó a María Francisca a cargo de las monjas. Todas las tardes que iba a visitarla, una vez por semana, a la niña se le caían dos lagrimones cuando la besaba a través de las redes del locutorio. No había día que no le suplicase, a la hora de despedirse, que la llevase de nuevo al cigarral. Pero Mariana se mantenía inflexible, no podía ceder a las emociones. María Francisca tenía que endurecer el carácter pusilánime que había heredado de su abuela materna. La debilidad no cabía dentro de los atributos que la heredera del título de Sotoñal debía cultivar. Se lo había demostrado su madre, dejándose morir por la pena, en lugar de levantarse contra quienes le habían robado su orgullo. No. María Francisca no seguiría aquellos pasos. Ella se formaría en los valores que proclamaban el derecho de su clase a defenderse contra los advenedizos, protegida entre aquellos muros de la anarquía que había comenzado a surgir a raíz de los errores de la reina regente, que era incapaz de poner orden en un imperio que se le había ido de las manos y que se estaba convirtiendo en caldo de cultivo para salvapatrias y agitadores como su hermana Munda.

Desde que ella se había marchado a Madrid, la vida en el cerro del Emperador había sido una balsa de aceite. Cuatro años de tranquilidad que sólo se enturbiaba con los constantes intentos de su hermana de entrometerse en la gestión de sus empresas, pero ella los sorteaba con el testamento de su padre en la mano. Munda había cumplido la edad para heredar hacía dos años. Se habían escriturado a su nombre dos fincas, el palacio del paseo de la Castellana y una tercera parte de las acciones de las fábricas; pero la administración seguía dependiendo de Mariana, ella no podía intervenir. Aun así, cada cierto tiempo, su hermana mediana le enviaba un telegrama informándola de los decretos que se habían firmado a favor de los trabajadores, que obtenía quién sabía dónde. Pero, lejos de atender sus recomendaciones, Mariana guardaba los telegramas en un cajón y los dejaba sin respuesta. A veces, Munda la amenazaba con denunciarla si no aplicaba la normativa, e incluso se atrevió a inspeccionar ella misma las fábricas en más de una ocasión hasta que el abogado de Mariana se lo prohibió terminantemente, con la advertencia de que, si lo hacía, no tendría más remedio que llevarla a los tribunales.

La marquesa sabía que su hermana no llegaría al extremo de denunciarla; después de todo, las fábricas pertenecían también a Alejandra, y ésta solía tratar de conciliar las posturas de sus hermanas siempre que veía la oportunidad.

—¿Por qué no cedes en esto? —le dijo en cierta ocasión, después de leer uno de los telegramas de Munda—. Ella sólo te ha pedido que le subas un poco el sueldo a las mujeres, lo suficiente como para que no se note tanto la diferencia con el de los hombres. Si es necesario, yo podría renunciar a una parte de los beneficios, y estoy segura de que Munda también.

Mariana se echó a reír cuando oyó aquel despropósito.

—Pero ¿en qué mundo vives, criatura? Eso es del todo imposible. Ya lo intentó el abuelo, y las otras fábricas se le echaron encima como lobas.

Unos días después, Munda envió un nuevo telegrama y Alejandra volvió a tratar de interceder.

—Al menos concédeles unos días de descanso después de dar a luz. No es justo que tengan que ir a la fábrica recién paridas.

—La vida no es justa, querida —le contestó Mariana acariciándole el pelo—, ya lo aprenderás. No deberías hacer caso a esos pájaros que Munda te está metiendo en la cabeza.

La relación entre la hermana mayor y la pequeña siempre había sido afectuosa. Alejandra lloró el día en que se despidió de Mariana para marcharse a Madrid. No compartía con ella casi ninguna de sus actitudes ante las cosas y nunca se plegó ante sus aires de jefe de la casa de Sotoñal, ni de niña ni de adolescente, pero, quizá porque ella nunca le había provocado los celos que le infundía Munda, o porque, al ser casi diez años más pequeña, no la consideraba una amenaza, Mariana la trataba con todo el cariño de que era capaz. Es cierto que no era demasiado, desde luego, pero Alejandra aceptaba sus limitaciones sin plantearse si podría pedirle algo más. Al fin y al cabo, Mariana había sufrido el mayor dolor que puede soportar una madre. Perder a su niño la había endurecido. Nadie debería sobrevivir a los hijos. Alejandra admiraba la entereza que su hermana había demostrado ante aquella desgracia. Desde entonces, sólo la había visto llorar a escondidas.

Cuando Alejandra volvía a Toledo, para cumplir el acuerdo de Munda, Mariana siempre le pedía que la acompañase a misa como si fuera un favor. Sabía que al lado de Munda los preceptos religiosos no se cumplían y, con su petición, trataba de contrarrestar su influencia durante las temporadas que pasaba con ella; incluso le aconsejaba que se confesase con don Ramón una vez por semana. Y no lo hacía con el tono imperativo que solía utilizar con los demás, incluida su hija, sino tratando de aparentar una dulzura que a duras penas conseguía fingir.

—No sabes el bien que me harías, querida. Para mí sería un alivio tremendo que me acompañases a la catedral. Te lo agradecería en el alma.

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