—¿Vino? —ofreció el oficial.
Sitalkes parecía acongojado. Fue a decir algo, pero se limitó a menear la cabeza.
—¿No quieres vino? Quizá seas demasiado joven para aguantar la bebida. Tengo entendido que eres bueno en el pancracio. Ve adentro, chico —ordenó Alejandro a su hijo.
—Nada de vino, gracias —respondió Sátiro—. Intentaba convencer a Sitalkes de que se alistara en la falange de Egipto.
Alejandro sonrió; una sonrisa falsa que revolvió las tripas de Sátiro.
—Lo tomaremos en consideración.
Abraham ya estaba en la puerta de la calle. Teo se hallaba de pie: había percibido que algo no iba bien. Dionisio adoptó un aire despectivo.
—Los debates macedonios deben de ser como los flirteos macedonios.
—Vete ya, Dio —dijo Sátiro.
—No, quédate —repuso el oficial—. Me encanta castigar a los niños revoltosos.
Entonces Sátiro se llevó a Dionisio a rastras, y el oficial rugió:
—¡Cerrad la puerta!
Abraham estaba delante del guardia macedonio, en la calle. Apoyó la espalda contra la puerta y empujó, pero el guardia era más fuerte. Cuando quiso agarrarlo, Abraham le dio un codazo en la sien que lo dejó sin sentido.
El oficial dio un empujón a Dionisio.
—Largaos, pues —dijo—. Sacad vuestro culo extranjero de mi casa y no volváis nunca más. —Se echó a reír, e incluso su risa era pastosa—. Me figuro que recibirás el castigo que estás pidiendo a gritos, griego.
Sátiro recogió el escudo del macedonio y se lo puso en el brazo.
—¡Corred! —gritó.
Ciro, su esclavo, no necesitó que se lo dijeran dos veces. Teo salió disparado por la puerta y Dionisio, al ver que el guardia empuñaba la espada, titubeó, pero Abraham le dio un empujón.
El guardia de la puerta intentó derribar a Teo, pero Sátiro le inmovilizó el hombro con el escudo y lo giró, para acto seguido darle una patada por debajo del escudo que lo dejó despatarrado en el suelo, antes de salir el último del patio.
—¿Qué demonios cree que está haciendo ese loco? —preguntó Dionisio cuando se detuvieron en la esquina siguiente.
—Ha enviado a un hombre a alguna parte —dijo Abraham, entre dos bocanadas de aire. Siguieron caminando. Todos jadeaban y de pronto Teo se echó a reír.
—¡Menudo idiota! —dijo—. Nuestros padres lo hundirán en la corte.
—Dudo mucho que… —empezó Abraham.
Y entonces Ciro, que caminaba al lado de Sátiro, se inclinó hacia delante para señalar un tejado y recibió una flecha en el cuello. El chico se desplomó como un saco de harina, con la arteria principal del cuello cortada, salpicando sangre como un toro mal sacrificado.
Sátiro miró en derredor.
—¡A cubierto! —chilló, y de un salto se cobijó bajo el alero de la exedra del edificio más cercano.
Abraham lo imitó y Dionisio reaccionó como un atleta, pero Teo, que nunca se había encontrado con un peligro real, se quedó paralizado en medio de la calle. Alguien correteó a sus espaldas y el muchacho soltó un grito y cayó al suelo. Sátiro vio al hombre que lo había matado, un asaltante sarnoso que había clavado certeramente su espada en el ojo de Teo mientras el chico se retorcía en el suelo.
—¡Heracles! —gritó Sátiro. Incluso mientras gritaba el nombre del dios como si fuese un grito de guerra, ya sabía que Teo había muerto. Se abalanzó contra el asesino, inmerso en un mar de sensaciones contradictorias; terror y deseo de venganza, expiación, la vaga idea de que con el escudo podría cubrir la retirada de todos ellos. En eso pensaba cuando puso un pie a cada lado del cadáver de su amigo y golpeó el rostro del asaltante sarnoso con el borde de bronce del escudo. Al no llevar defensa, lo único que pudo hacer el asaltante fue retroceder.
Uno. Dos.
Tal como le habían enseñado, Sátiro avanzó y desenvainó su espada, y en el mismo movimiento golpeó a su oponente, abriéndole un tajo en el cuello con la afilada hoja. Acto seguido se volvió, listo para repeler el ataque del otro hombre, cuando una flecha rebotó con un ruido sordo contra el escudo, allí donde su espalda había estado momentos antes.
Los otros dos asesinos huyeron.
Sátiro vio al arquero encima del tejado de la casa más cercana. Llevaba ropa persa de los colores más desvaídos, y tenía un arco sakje. Apuntó con esmero —«qué sensación tan extraña», pensó Sátiro, «ser señalado tan cuidadosamente para matarte»— y disparó.
El joven movió el escudo y se agachó, y la flecha produjo un ruido metálico al chocar contra el borde. Con un
aspis
de adulto, habría sido inmune. Con el pequeño escudo macedonio, tenía que reaccionar como una serpiente.
El francotirador volvió a levantar el arco. Abraham gritaba pidiendo auxilio, llamando a pleno pulmón a la guardia, y Teo yacía muerto a sus pies.
Un nuevo disparo. El francotirador apuntaba a su cabeza, implacable. Sátiro sintió un deseo irracional de plantarle cara o huir a la exedra. Al fin y al cabo, Teo había encontrado la muerte huyendo, y quizá morir lo resolvería todo, toda aquella interminable complejidad.
Otro tiro, esta vez apuntado a sus rodillas, que esquivó por los pelos. Pero al parecer el brazo que sostenía el escudo no tenía ningunas ganas de morir.
Comenzaron a oírse los gritos de la guardia, una docena de hombres armados que acudían corriendo a toda velocidad desde el Alexandrion.
El arquero meneó la cabeza, frustrado, renegó y desapareció tras los aleros de los tejados.
Apático y enojado consigo mismo y con el mundo, Sátiro fue interrogado por el oficial de la guardia, un macedonio, por supuesto, y luego otra vez por Terón cuando éste llegó para arrancarlo de las garras de la ley, y de nuevo por Safo cuando llegó a casa.
—Tienes suerte de que el oficial de la guardia fuese un hombre honesto —dijo Safo—. De lo contrario podrías estar muerto.
El muchacho estaba sentado, mirándose las manos. Tenía sangre debajo de las uñas. Teo seguía estando muerto.
—Los muy cabrones lo han matado —susurró Sátiro.
Diodoro entró, resplandeciente con un peto de bronce y un yelmo dorado con una cimera de crin blanca y una exótica pluma azul a cada lado de la cabeza, como los cuernos de un carnero. Llevaba una clámide azul oscuro con hojas de laurel bordadas en oro, y la empuñadura de su largo
kopis
era de oro macizo. Parecía un rey o un hombre de gran importancia.
—Sátiro, no hay tiempo para la venganza. ¿Cómo ha muerto Teo?
Sátiro era consciente de que, en algún lugar, cuatro jinetes de la caballería de élite estaban haciendo instrucción con su hiparco. Meneó la cabeza y la rabia lo atragantó.
—Matones. Matones por dos óbolos. Uno de ellos le dio, pensando que era yo —masculló, escupiendo de asco.
—¡Ares y Afrodita! —exclamó Diodoro, quitándose el yelmo—. Su padre hará añicos lo que queda de la facción partidaria de Tolomeo.
Safo se levantó con gracilidad, apoyó una mano en la armadura dorada de su marido y empujó.
—Sal de mis habitaciones —dijo a media voz—. Regresa cuando estés de humor para ello. Ha pasado por una experiencia terrible, Dio… No lo estás ayudando.
Diodoro se puso tan rojo como la lana tiria, pero se marchó sin rechistar.
—No, no te vayas. Puedo hacerlo —dijo Sátiro, yendo tras su tío—. Eran matones a sueldo. Un intento de asesinato organizado sobre la marcha. Hemos ido a visitar a Sitalkes, un amigo mío del gimnasio. Enseguida me he dado cuenta de que su padre había cambiado de facción. Que ya era un traidor. Llámalo como quieras. Ha querido matarnos él mismo.
Diodoro le puso una mano en el hombro.
—No es culpa tuya.
—¡Ya lo sé, maldita sea! —gritó Sátiro—. ¡Quiero que esto se acabe de una vez! ¡Antes de que te liquiden a ti, o a Melita, o a Safo, o a todos nosotros!
Un esclavo le dio un paño sin que lo hubiese pedido, y Sátiro se lo puso en la cara. Con los ojos cerrados, veía el cuerpo de Ciro caído junto a la alcantarilla, la sangre que le manaba del cuello y que se arremolinaba con el agua sucia, la orina y las heces… y la sangre de Teo serpenteando detrás. Y luego otro riachuelo que manaba del cuello casi rebanado del hombre que lo había matado.
Terón regresó con Filocles y Diodoro, ahora sin armadura y con una copa antigua llena de vino.
—Lo siento, chaval —dijo—. Y a ti, esposa, mis disculpas.
—Aceptadas —asintió Safo.
—Tenemos que saber qué ha ocurrido, chico —dijo Filocles.
Sátiro tuvo la fuerza de voluntad suficiente para recuperarse, para no ceder a las pasiones que lo señalaban como un hombre débil. No sollozó. Refirió los acontecimientos tan bien como pudo, una vez más.
—El padre de Teo tiene otros dos hijos, pero está dispuesto a ir a la guerra en persona en este asunto. Ofrece una recompensa por el arquero persa —dijo Diodoro, meneando la cabeza—. No es buen momento para que León esté ausente.
—Tú no has matado a Teo, Sátiro —intervino Filocles, más interesado por otras cuestiones—. Escúchame bien, chaval. Tu falta de lógica es abrumadora y muy propia de tu edad. Los asesinos querían matarlo. Han sido sus actos…
—¡No me trates como si fuese un niño! —se indignó Sátiro—. Los asesinos querían matarme a mí. He fallado al no ver los indicios, ¡y eran claros como trompetas en un día de verano! Y luego, cuando ha comenzado el ataque, no he ayudado a Teo, el más joven de nosotros y el menos entrenado. ¿Y qué me dices de Ciro? ¿Acaso León no nos enseña que los esclavos también son personas? Ciro está tan muerto como Teo, y su sangre era del mismo color. Ahora que lo pienso, la sangre del asesino también era igual, cuando lo he matado. Estoy harto de todo esto. No se me da bien y no veo la forma de pararlo, pero mientras tanto los cadáveres se van apilando. ¿Cuántos amigos míos morirán? Unos luchando contra Estratocles, otros contra el Tuerto… ¡Y quizá pueda emplear unos cuantos más para convertirme en rey del Bósforo! ¡A la mierda! ¡Sólo hay violencia por doquier, matanzas sanguinarias hasta el fin del mundo!
Su estallido fue recibido en silencio. Terón hizo una mueca. Diodoro se encogió de hombros y se volvió, claramente enojado. Safo tenía una mirada extraña y un tanto enigmática.
—Te estás haciendo mayor —dijo Filocles, el único que a la sazón sonreía—. Hay hombres que no lo hacen nunca. A los niños les contamos cuentos para que aprendan; mentiras que a menudo contienen una gran parte de verdad. Fábulas. Algunos hombres se aferran a esas mentiras toda su vida, Sátiro. Mentiras que dicen que una nación, una ciudad o una raza es mejor que otra para justificar la muerte, los asesinatos, la guerra. —Se irguió en el asiento—. Nada justifica que el hombre mate al hombre. Si deseas llevar una vida de pura rectitud, debes dar la espalda al hecho de matar, a la violencia. A levantar la voz cuando estés enojado, a hacer daño al prójimo para conseguir un objetivo.
Sátiro fue a hablar, pero Filocles se lo impidió levantando la mano.
—Matar siempre está mal. Pero muchas otras cosas también están mal: la opresión, el robo, la tiranía, los incendios provocados, la rapiña, etcétera, etcétera; todo el catálogo de lacras humanas. Cuando das la espalda al hecho de matar y a la violencia, también renuncias a la capacidad de evitar males contra otros, porque en este mundo ponemos fin a la opresión cuando resistimos en nuestras filas con el bronce. —Esbozó una extraña sonrisa—. ¿Sabes lo que me divierte, Sátiro? Lo que acabo de decirte es lo que los ancianos enseñaban en Esparta. He pasado toda una vida leyendo, estudiando, detestando la guerra y aquello en lo que ésta me convierte, y lo único que puedo decir es que la vida es una elección, una interminable sucesión de elecciones. Los hombres pueden elegir pensar o no pensar. Pueden elegir ser líderes o seguidores. Confiar o no confiar. Tú puedes elegir no segar una vida, incluso no combatir. Esa elección no es cobardía, pero por supuesto tiene consecuencias. O puedes elegir matar, y esa elección también tendrá sus consecuencias. Cuando la sangre llena tus pulmones y se hace la oscuridad, lo único que tienes es lo que hiciste, quién fuiste, qué defendiste.
—¿Cuál es la respuesta, entonces? —preguntó Sátiro—. ¿Cómo puedo…?
Fue incapaz de articular la pregunta. «¿Cómo puedo dejar de ver los cadáveres? ¿Cómo evito las consecuencias?»
—¿Quieres que te dé una respuesta, chaval? —Filocles se puso de pie—. ¿O puedes aceptar la verdad como un hombre? No hay respuesta. Haces lo que puedes, y a veces lo que tienes que hacer. De modo que, si soy yo quien debe juzgarte, clavar tu acero en el cuerpo de ese asesino no ha sido un pecado ante los dioses o los hombres. Como tampoco ningún hombre puede responsabilizarte de la muerte de Teo, ni siquiera su padre, cuyo pesar es insondable.
Filocles apoyó una mano en el hombro de Sátiro y el muchacho no la apartó. Y Terón, que había estado callado porque Filocles había dicho todo lo que cabía decir, se acercó y abrazó al joven.
Diodoro gruñó.
—Me alegra saber que mi vida es inmoral, espartano. ¡La filosofía debe de ser algo estupendo! —Se encogió de hombros—. Pero el problema inmediato es que Estratocles, o alguien como él, está ahí fuera intentando matar a los gemelos. Sátiro, no salgas de la casa, salvo si te acompaña uno de nosotros. ¿Entendido?
—No —dijo Sátiro. Miró uno tras otro a aquellos hombres, aquellos héroes—. No. Si soy un adulto, puedo hacerlo. No podéis hacerme de niñeras. Sé proteger mi vida. Me parece que hoy lo he demostrado.
—No le falta razón —concedió Filocles.
La brisa vespertina susurraba entre las palmeras, las olas del Mediterráneo revolvían quedamente la grava de la playa detrás del ala principal de la casa de León, y el viento del norte traía el olor del mar, una mezcla de pescado podrido, algas y sal que lo mismo se estancaba cual hediondo miasma como flotaba en el aire con un delicioso aroma a espacios abiertos, olas azules y libertad.
En sus habitaciones, Sátiro tenía un porche que daba al mar, y aquella noche le apeteció disfrutar de él. Pidió una copa de vino a un esclavo y salió a tomar el fresco. Fuera, a oscuras, el murmullo del mar se oía más alto.
—Cuando llegamos aquí, solía sentarme como ahora a escuchar el mar —dijo Melita, desde una silla—. Imaginaba que el agua que llegaba a la orilla era la misma que desembocaba del Tanais.
—Yo sigo pensando lo mismo —señaló Sátiro, bebiendo un sorbo de vino—. Constantemente.
Melita se levantó.