Tirano III. Juegos funerarios (61 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Estratocles procuraba aceptar con calma su nueva situación, pero estaba enojado.

—¿Qué demonios puede haber ocurrido? —preguntó a Lucio—. Y aún más importante, ¿qué hago ahora?

—Sea lo que fuere lo que le haya sucedido al viejo Ifícrates… —dijo Lucio entre dientes, y se encogió de hombros—. Tenemos caballos. Larguémonos a través del desierto. Tú mismo has dicho que ya has hecho casi todo el daño que debías hacer y que Gabines iba a por ti.

Estratocles se detuvo en medio de la calle, respirando pesadamente. Pero entonces negó con la cabeza.

—No —dijo—. No, no saldremos huyendo. Todavía no. Estoy muy cerca de enterrar a Tolomeo para siempre. No pienso ceder, por ahora.

—Bien, pues entonces estoy contigo —dijo Lucio, meneando la cabeza—. Acabemos esto.

Una vez en el patio de su refugio, una tabernucha que había comprado en el poco elegante barrio sureste, respiró más tranquilo pese a la peste de la tenería que había en la casa de al lado.

«Reflexiona», se dijo a sí mismo.

Los esclavos, aterrorizados, dejaron las pacas en el patio. Estratocles chascó los dedos y dos guardias acudieron prestos.

—Pagadles bien —dijo Estratocles. El gasto era ruinoso, pero no podía permitirse que un esclavo lo traicionara.

Una muchacha gala con una magulladura amarillenta que le cubría la mitad izquierda de la cara dio media vuelta y echó a correr despavorida, al malinterpretar su tono de voz, y salió disparada del patio con un niño de unos seis años. Dos de sus mejores hombres la persiguieron.

—¡Atenea! —protestó Estratocles a los cielos—. ¡Zeus Sóter! ¡No iba hacerle ningún mal! —Dejó de implorar a los cielos porque asustaba a los esclavos. Se dirigió a Lucio—: Encárgate de que no huya nadie más.

Los demás esclavos se apiñaron, como si el estar juntos pudiera protegerlos de las espadas, igual que las ovejas de la tenería. Los hombres de Lucio los condujeron a sus nuevas dependencias y atrancaron la puerta.

Antes de que las sombras se alargaran más, los guardias que habían perseguido a la muchacha regresaron con aires de suficiencia y una cabeza en un saco: una cabeza con trenzas rubias.

—¿Y el niño? —preguntó Estratocles.

—No he visto ningún niño —respondió el guardia, mirando en derredor.

—Iba con un niño.

—Yo no he visto ninguno —contestó el guardia, desconcertado—. Quizá Dolgu haya visto al mocoso.

—Bien —dijo Estratocles, dominando su irritación—. Que Dolgu venga a verme en cuanto regrese. Entretanto, ve al mercado a comprarme dos esclavos y haz que limpien este patio. Y organiza el envío de esta nota al médico con el procedimiento habitual.

El médico estaba cómodamente instalado en el palacio y sólo se comunicaba mediante mensajes cifrados.

Estratocles tenía un nuevo plan. Carecía del bello panorama del primero, pero serviría. Su belleza radicaba en su simplicidad.

Continuaría promoviendo el motín. Era tarea fácil. Casandro quería a los macedonios en Macedonia, y todos ellos querían regresar a casa. No era preciso hacer muchos planes en ese frente. El nuevo enfoque era que utilizaría sus armas para matar a Tolomeo. Y luego, cuando Antígono se metiera en el caos que imperaría, Estratocles lo utilizaría para liberar Atenas.

—¿Quieres que aprese a los chicos y ataque a los hombres de León? —preguntó Lucio. El corpulento italiano estaba comiendo una manzana.

—No —dijo Estratocles—. No, León es secundario. Los niños son secundarios. Si el médico los liquida, tanto mejor, pero yo no quiero saber nada más de este asunto. Nos trabajamos a los macedonios y luego nos esfumamos.

Lucio terminó la manzana, apurándola hasta las semillas.

—Por mí, de acuerdo. No podemos luchar contra todos.

—Lo mismo pienso yo —dijo Estratocles.

20

—¿Tenéis un prisionero? —preguntó León—. ¿Dónde?

—Bienvenido a casa —dijo Nihmu, quien sonrió adormilada.

Diodoro llegó por la puerta del edificio colindante empuñando una espada.

—En nombre de todos los dioses —dijo, antes de envainarla.

Coeno iba justo detrás de él.

—¡Sátiro! —exclamó Coeno, que iba justo detrás de él. Primero sonrió. Luego, prudentemente, como un hombre temeroso de que al mencionar algo malo se convierta en realidad, preguntó—: ¿Está bien mi…? ¿Estáis todos bien?

—Jenofonte aguarda en el patio con un pelotón de infantes. Y uno de los hombres de Estratocles, envuelto en una manta. —Sátiro no pudo reprimir una sonrisa. Luego, más serio, se dirigió a León—: Peleo ha muerto.

El mercader se cubrió los hombros desnudos con una clámide mientras Safo ordenaba que encendieran antorchas y lámparas.

—Supongo que no tenías manera de avisarnos de tu llegada —dijo León—. Y todavía eres un exiliado, muchacho. —Dio un abrazo a Sátiro—. O sea que has apresado un barco en el mar y has perdido a mi mejor timonel en las aguas azules de Poseidón. Me figuro que tendrás una historia que contar.

Filocles apareció desde la oscuridad del umbral.

—Coeno, tu hijo está fuera con una alfombra al hombro —anunció.

Sátiro sonrió a Filocles y lo miró con detenimiento. El cambio era notable, para haber transcurrido sólo un mes. El espartano había perdido peso y se movía de otra manera. Se acercó y estrechó a Sátiro entre sus brazos.

—Te he echado de menos, chico —dijo.

Terón llegó desde la casa de Diodoro, poniéndose un quitón por la cabeza.

—Debería haber supuesto que eras tú —dijo, a modo de saludo—. ¿Sabes qué hora es?

Pero él también dio un fuerte abrazo a Sátiro.

Salieron todos al amplio patio de León, donde seis infantes de marina aguardaban despreocupadamente con los escudos apoyados en el suelo y las conteras de las lanzas clavadas en la grava. Cuando vieron a León, se cuadraron.

Jenofonte dejó su carga con cuidado en el suelo e hizo una reverencia.

—¿Señor? —saludó.

—Oigamos la historia —dijo León, cruzando los brazos.

Sátiro comenzó a contarla. Los criados sirvieron vino mientras él hablaba, y cuando llegó al combate frente a la costa de Siria y a la larga noche de tormenta, ya iba por la segunda copa.

—A la mañana siguiente, Demetrio podría habernos cazado con diez niños y una honda —dijo. Se encogió de hombros y pasó la copa de vino a Jenofonte, que bebió un trago y soltó un eructo—. Dormimos hasta tarde y todos los guardias se acostaron; trescientos de nosotros en una cueva y los barcos en la playa como un reclamo. —Se encogió de hombros—. Pero los dioses nos protegieron, o Demetrio es idiota. —Señaló la alfombra—. Ningún prisionero sabía gran cosa; trabajaban para este mercenario ateniense. Tenían órdenes de buscarnos y apresarnos. Este parecía estar al mando. Kalos le dio un buen golpe en la sien y lleva varios días comatoso. Necesita un médico.

Filocles señaló a Jenofonte.

—Enrollar a un hombre herido en una alfombra no es la mejor manera de curarlo. Veámoslo.

—Era un buen combatiente —dijo Jeno—. Me gustaría que viviera.

Junto con Filocles, desenrollaron la alfombra. Filocles se quedó mirando al hombre inconsciente un buen rato a la luz de las teas.

—Vaya, vaya —dijo.

Diodoro se agachó junto al ateniense y volvió a levantarse.

—Mira lo que no ha traído el gato —dijo.

—Creía que había muerto —terció Coeno—. Hera nos proteja a todos. Llevadlo a mi habitación.

—Necesitamos un médico —dijo Filocles—. Esto me sobrepasa.

León estaba perplejo.

—Yo no lo conozco. —Se volvió hacia su mayordomo—. Ve a buscar…

Diodoro negó con la cabeza.

—Espera. Despeja el patio. —Miró en derredor—. Confía en mí. Que todo el mundo se marche. Soldados, a la cocina. Os merecéis un trago de vino. —Volvió a mirar a León e hizo una seña—. Sólo amigos —dijo.

—Jeno puede quedarse —dijo Coeno.

—Y los gemelos también —agregó Safo.

Sátiro pensó que estaba a punto de enterarse de un gran secreto. Toda su vida los había visto comportarse así, como si estuvieran unidos por un vínculo sagrado.

—Demetrio está en Nabatea —dijo Melita, inopinadamente—, y ningún capitán de sus naves tuvo el valor de darnos caza. —Alargó el brazo y cogió la copa de vino de Jenofonte. Se miraron a los ojos un momento; un momento demasiado largo, en lo que a Sátiro respectaba. «¿Qué demonios?» Luego miró a Diodoro—. ¿Quién es?

—¿En Nabatea? —preguntó León. Estaba de pie como si se dispusiera a iniciar una carrera—. Veamos si lo he entendido bien. Demetrio, el hijo del Tuerto, se encuentra en las playas de Siria con doscientos barcos, y su ejército está en Nabatea. ¿Podéis demostrarlo?

Melita estaba recibiendo el abrazo de todos sus tíos, y se encontraba entre los brazos de Safo cuando dijo:

—¿Demostrarlo? Tenemos doscientos testigos, si podemos fiarnos de los remeros de León.

Éste y Filocles cruzaron una larga mirada. El espartano negó con la cabeza en respuesta a una pregunta no formulada de León.

—Debemos ir a ver a Tolomeo enseguida. Cada instante cuenta.

—¿Y qué hay del ateniense? —preguntó León—. ¿Quién es?

—Es Leóstenes —contestó Filocles en voz baja—. Dirigió la revuelta de los mercenarios contra Alejandro. Y ayudó a derrotar a Antípatro en la guerra Lamiaca.

—¡Está muerto! —dijo León—. ¿Es uno de los nuestros?

Filocles negó con la cabeza. Diodoro discrepó.

—Estaba demasiado metido en política para prestar el juramento, pero era amigo de Kineas. Un hombre voluble. Oí decir que había sobrevivido a la guerra Lamiaca y que había cambiado de nombre, pero no salgo de mi asombro.

—¿Qué demonios hacía trabajando para Estratocles? —preguntó Coeno.

—Sólo me cabe suponer que cuando Casandro tomó Atenas hace cinco años, Leóstenes apoyó al que consideraba el menor de los males —respondió Diodoro, meneando la cabeza—. Decid lo que gustéis sobre Estratocles, caballeros, pero es un ateniense leal.

—Nosotros optamos por Tolomeo —dijo Coeno, asintiendo.

Safo se agachó junto al hombre postrado.

—Se lo preguntaremos cuando se recupere. Entretanto, dejarlo tendido en las piedras de nuestro patio dudo que le haga algún bien.

—Casi pillamos a Estratocles en el puerto —dijo Sátiro. En realidad no entendía quién era el hombre inconsciente, pero pensó que debían saber la historia entera.

Aquello requirió más explicaciones.

Cuando hubieron terminado de acribillarlo a preguntas, Filocles se rascó el mentón.

—Estratocles saldrá corriendo —vaticinó.

—Para meterse en un agujero —agregó Diodoro.

—Sea como fuere, ha llegado el momento de aplastar su influencia en la corte y azuzar a los macedonios para que entren en acción —dijo León.

—Salvo que podríamos estar luchando contra Demetrio en cualquier momento —señaló Coeno.

—¿Dónde está el
Loto
, Chaval? —preguntó León a Sátiro.

—En la costa sur de Creta. A estas alturas debería estar de camino hacia aquí —contestó Sátiro—. Pensé que podía sorprender a… bueno, a todo el mundo, si venía con la presa. Y la última voluntad de Peleo fue que se informara a los rodios.

León asintió.

—Has hecho bien. Mandaré ese trirreme ateniense al dique; no tiene un mal casco, aunque esté un tanto castigado, y yo me haré a la mar a bordo del
Jacinto
. Me marcho a la costa de Siria.

—¡Voy contigo! —dijo Sátiro.

—No —replicó Filocles—. Tengo trabajo para ti aquí.

—¡Estoy exiliado! —protestó Sátiro.

—De todos modos tenemos que ir a ver a Tolomeo ahora mismo.

—¿Hemos terminado de conspirar? —preguntó Safo. Hizo una seña a los esclavos que los miraban desde la puerta—. Venid, queridos míos. Tratad con cuidado a este pobre hombre.

—¡Hay que mantenerlo en secreto! —dijo Diodoro entre dientes.

Nihmu lo miró enarcando una ceja y su esposa le dio un codazo en las costillas al pasar junto a él.

—¿Mantener en secreto a quién, cariño? —preguntó.

—Hay que ir a ver a Tolomeo ahora mismo —insistió Filocles—. Mañana habrá corrido la voz. Esta noche nos dedicará toda su atención.

—Gruñona atención —terció Diodoro.

Filocles frunció el ceño. Su rostro pareció la máscara de un actor a la luz de las teas.

—Llevamos un mes oyendo hablar de esto, pero sin ninguna prueba fehaciente, y Estratocles no para de susurrarle a Tolomeo que todo es una finta. —Enarcó una ceja y miró a Sátiro—. Incluso hemos comenzado la instrucción de la nueva falange.

—Sátiro sigue estando exiliado —murmuró León, como si acabara de recordarlo.

—Ahora—dijo Filocles—. Hay que ir ahora.

—Por la tetilla deificada de Heracles —gruñó Tolomeo—. Más vale que esto merezca la pena.

León caminaba arrastrando los pies. Sátiro nunca había visto a su tío tan nervioso, y de pronto cayó en la cuenta de que aquél no era un triunfo fácil. Si León estaba asustado, sin duda había algo de lo que Sátiro debía tener miedo.

El soberano de Egipto llevaba un quitón de lana transparente que mostraba en demasía su cuerpo envejecido. Coronaba su cabeza una guirnalda de hojas de parra, pero su mirada era firme.

—¿Tú, chico? —preguntó, mirando de hito en hito a Sátiro—. Caballeros, pensaba que teníamos un acuerdo.

Filocles se adelantó.

—Creo que deberías escuchar la historia antes de juzgarnos.

Tolomeo asintió.

—La responsabilidad es tuya. ¿Quién cuenta el cuento?

León cambió el peso de pie, y Sátiro fue a adelantarse, pero Filocles se anticipó.

—Enviamos al Sátiro al mar y Estratocles de Atenas mandó barcos a perseguirlo. —Filocles era un orador consumado. Levantó el brazo, cambiando sutilmente de postura, al tiempo que su dicción devenía más lenta y clara. Bajó la voz, la sala se acalló, y los hombres se inclinaron hacia delante para oírle hablar—. Sátiro llevó el
Loto Dorado
a Chipre, y los barcos de Estratocles lo siguieron. Huyó a rodas, y los piratas lo siguieron. Rodas está bloqueada por la flota del Tuerto. Esto es una novedad de por sí, pero lo que sigue es peor. Sátiro vio la flota del joven Demetrio en las playas de Siria. Doscientos barcos de guerra y otros tantos de transporte.

Incluso los guardias de detrás del trono murmuraron.

—¡Silencio! —rugió Tolomeo, que hasta entonces había escuchado de pie. Se sentó en el sitial de madera de peral y marfil que usaba en las recepciones informales. Alargó la mano y un esclavo le dio una copa de plata—. ¿Cómo sabéis que esos barcos pertenecían al embajador ateniense? —preguntó Tolomeo—. Durante un mes distintas voces me han estado diciendo que el Tuerto venía hacia aquí; siempre las mismas voces, debo añadir. ¿Habéis encontrado pruebas fehacientes?

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