—¡Remos fuera! —rugió Peleo, poniéndose en pie—. ¡Sangre en el agua y plata en nuestras manos, muchachos!
Los remos salieron disparados por los ojos de buey como las patas de un monstruo vivo y el
Loto
siguió costeando sin haber perdido apenas impulso tras rastrillar los costados de los barcos enemigos.
Melita, garbosa como una acróbata, se encaramó a la borda de la banda de babor, se equilibró en un instante y disparó contra el jefe de remeros que estaba gritando órdenes. Sátiro vio que los oficiales de cubierta del barco siniestrado miraban boquiabiertos mientras su hermana saltaba, esquivando con atlético desdén las saetas lanzadas contra ella.
—¡A mi señal! —gritó Peleo—. ¡Banda de babor avante! ¡Banda de estribor, invertid las bancadas! ¡Listos! ¡Remad, cabrones! ¡Remad por vuestra casa y hogar! —Levantó su vara y golpeó el mástil—. ¡Remad!
Como las patas de un gigantesco insecto acuático, los remos se hundían y empujaban, sendas bandas en direcciones opuestas, y la cubierta se inclinó de mala manera. Sátiro reparó en que los arqueros de proa habían dejado de disparar y se aferraban a lo que podían para no caerse por la borda.
El oleaje de la playa bamboleaba la pesada galera fenicia, cuyos remeros se quedaron paralizados de miedo al ver a su oficial muerto, con una saeta sakje clavada en la laringe. Peleo miró a Sátiro mientras el espolón parecía estar cortando la playa. Giraban tan deprisa que Sátiro tuvo miedo de que fueran a volcar, y ante sus ojos los infantes y los arqueros se colgaron de la borda para equilibrar el barco, liderados por Jenofonte, que saltó temerariamente a la canoa como si no fuese consciente de que un mal salto le supondría ahogarse, hundido por la armadura. Pero Sátiro notó el cambio en cuanto el peso de su amigo salió por la borda, y de nuevo cuando otros infantes se unieron a él. Los aguerridos soldados estaban por encima de la línea de flotación y en la parte externa del casco, y aun así la proa seguía virando. La galera fenicia estaba de lado casi encima de ellos, y ambas naves en paralelo. Si los arqueros hubiesen permanecido en cubierta, podrían haber disparado otra vez, pero todos ellos, incluso su hermana, estaban colgados de la borda de babor, y la proa del
Loto
seguía virando, y el oleaje de la playa alcanzó a la galera fenicia, empujándole la proa hacia atrás. Los hombres intentaban darle la vuelta, pero al parecer no había nadie al mando. Peleo hizo una seña para atraer la atención de Sátiro.
—¿Vas a ir a por todas, chico? —gritó.
El joven asintió, con los ojos clavados en el barco enemigo.
—¡Infantes, volved a proa! —gritó Peleo—. ¡Hay que bajar esa proa! ¡Todas las cubiertas, listos para ciar a mi orden!
Sátiro agarró el remo de gobierno con ambos brazos para parar el golpe y vio a su hermana saltar a bordo como una ninfa marina antes de caer de pie en la cubierta y echar a correr hacia la proa, desperdigando las flechas de su carcaj torcido.
En ese momento la proa comenzó a deslizarse hacia la nave fenicia y Peleo ordenó la arrancada. El barco se escoró cuando los remeros de la banda de estribor invirtieron las bancadas para ciar, y Sátiro tuvo que apoyar el esternón contra el remo para afianzarlo. La primera estrepada cayó como cien hachas y la proa se encabritó mientras los infantes saltaban a la cubierta de combate y los remeros, siguiendo a Peleo, se pusieron a cantar el peán.
Melita estaba justo en la proa, tendida encima de Jenofonte, a quien aplastaba contra el parapeto del castillo de proa, donde se apretujaban los quince arqueros para dar peso al espolón, listos para el abordaje. De pronto tuvo una nueva percepción del combate que tanto había deseado desde primera hora del día, pues por encima de las escamas de bronce que cubrían la espalda de Jeno veía los rostros pálidos del enemigo presa del pánico, y hombres muertos, y aletas de tiburones que ya cortaban la superficie del agua. Los tripulantes de la galera fenicia ya se sabían muertos y, por primera vez, la muerte fue algo real para Melita, su propia muerte y la de ellos, y la garganta se le llenó de bilis.
Karpos, el capitán de infantería, levantó la cabeza de entre sus antebrazos.
—Cuando embistamos —dijo con toda calma—, los arqueros disparáis, y el resto de vosotros no deis un puñetero paso hasta que sepamos si el espolón queda atrancado. No quiero dejar a nadie atrás cuando arranquemos nuestra verga de bronce de las entrañas de ese cabrón. ¿Entendido? —preguntó, con voz áspera como la grava, y de repente una flecha le atravesó la armadura.
—¡Apiñaos! —bramó Jenofonte.
Los infantes agacharon la cabeza y los arqueros se apretaron contra ellos. Melita apoyó la mejilla en el suave bronce de la hombrera de Jeno, procurando no vomitar porque la sangre que manaba de Karpos le salpicaba las piernas. El peán ahogaba los gritos de Karpos, apartando todo pensamiento de la mente de Melita; sudor en los ojos, caliente humedad en las piernas, una flecha casi olvidada entre sus dedos.
El estrépito más fuerte y largo que jamás había oído. El barco pareció parar en seco, y la presión en su vientre fue intensa al aplastar a Jeno debajo de ella, que rebotó y se dio un topetazo contra el mamparo de madera que tenía a sus espaldas.
—¡Arqueros! —volvió a chillar Jeno, y se le quebró la voz, más aguada pero aún firme—. ¡Arqueros!
Melita cargó el arco sin pensarlo y barrió la cubierta apuntando hasta que vio a un hombre con armadura que intentaba cruzarla.
«Dispara.»
La flecha dio contra el escudo del pirata y ya tenía otra en la cuerda. El soldado que estaba a su lado disparó, y su flecha también dio contra el escudo, y entonces apareció otro pirata con armadura. El
Loto
seguía avanzando con el espolón debajo de la quilla de la pesada galera fenicia, de modo que en lugar de perforarle el casco la estaban volcando, hundiéndole la borda de estribor en el agua. Todos los hombres armados del barco fenicio se agolpaban en la proa.
—¡Remad! —gritaron Peleo y Sátiro a la vez.
—Mierda, mierda, mierda —dijo Jeno, y Melita se inclinó encima de él y disparó al primer hombre con coraza justo por debajo del escudo. El pirata hincó lentamente una rodilla, con la flecha clavada en el muslo, y acto seguido cayó al agua.
Jeno se volvió hacia la cubierta media y sus ojos se cruzaron con los de Melita.
—¡Repeled el abordaje! —gritó, mirándola—. ¡No saquéis un puto pie de esta cubierta! —gruñó, dirigiéndose a un soldado veterano.
El infante sonrió, se inclinó hacia delante y lanzó una jabalina al primer enemigo que quiso abordarlos. La cubierta del barco pirata escoraba deprisa, y el agua se apresuraba a llenarle el casco; la inclinación de la nave ya había alcanzado un punto sin retorno, y la jabalina del infante, una pesada y anticuada
lonche
, atravesó el escudo forrado de bronce del pirata y los huesos de uno de sus brazos; el hombre dio un alarido y cayó al mar, pero detrás de él había otra docena.
Las jabalinas volaban en ambos sentidos, y de pronto la cubierta de combate estuvo llena de hombres. Melita retrocedió, usando sus flechas como un sakje, disparando a la cara y la entrepierna de los enemigos cuando estaban lo bastante cerca para alcanzar a Jeno, que la cubría luchando con su pesado
aspis
. Perdió la cuenta de los tiros, y vio que Jeno recibía un golpetazo en el yelmo. Melita disparó a su adversario entre las barberas de su adornado yelmo tracio y cuando fue a sacar otra flecha descubrió que ya no le quedaban.
Se oyó un alarido de ira, triunfo y horror, y cuando la muchacha echó un vistazo para ver qué había ocurrido, vio que el trirreme enemigo se volcaba empujado por su espolón tras recibir un golpe tremendo que resonó como la campana de un templo. El casco del
Loto
se zarandeó de tal modo que los hombres cayeron al suelo, pero Melita se mantuvo de pie. Jeno salió despedido hacia atrás y chocó contra ella, y los últimos atacantes avanzaron desesperados, dejándola atrapada contra la baranda posterior de la plataforma de combate. Fue a coger su
akinakes
, alcanzó con la mano el asta de la empuñadura y supo que era demasiado tarde, dado que el pirata ya estaba alzando una pesada hacha de bronce que su yelmo no lograría desviar, pero de todos modos sacó la espada corta. Todo pareció suceder muy despacio, y el hacha se detuvo cuando Jeno se interpuso en su camino, agarró el mango y dio un cabezazo contra el rostro del pirata con el bronce de su yelmo. El enemigo cayó desplomado a los pies de Melita, atravesado encima del cuerpo de Karpos. Melita empuñaba su espada, dispuesta a seguir luchando, pero entonces una punta de lanza pasó cual centella junto a ella y se clavó en el cuello del pirata. De pronto el combate cesó.
Su hermano mantenía el equilibrio encima de la baranda que tenía a sus espaldas, desarmado, y Peleo estaba debajo de él empuñando su hacha.
—Buen lanzamiento, chico —dijo Peleo. Su voz sonó más ronca de lo habitual, pero por lo demás parecía estar tranquilo. Entonces se vino abajo como un animal al ser sacrificado y Melita vio la flecha que le atravesaba los pulmones.
Su hermano saltó sobre el enemigo muerto.
—¡Jeno! —gritó.
—Aquí —dijo éste, levantando la cabeza. Estaba sangrando.
Melita se volvió hacia los remeros, que gritaban de entusiasmo al tiempo que bogaban.
—¡Sátiro! —le gritó casi al oído—. ¡Eres el navarco! ¡Han abatido a Peleo!
El joven no se había percatado. Se levantó, dio media vuelta, y se le demudó el semblante al ver a su héroe tendido en la cubierta en medio de un charco de sangre. Reprimió el súbito deseo de sentarse en el suelo y dormir. Inspiró profundamente.
—Encargaos de los heridos. Tú —señaló a un infante—, no matéis a sus heridos. Quiero prisioneros. ¿Entendido?
—¡Sí, señor! —respondió el soldado. Parecía a punto de venirse abajo, pero se irguió.
Sátiro saltó la baranda y corrió a la cubierta media.
—Necesito un oficial de remeros —gritó—. ¿Quién es el mejor?
Los remeros no estaban acostumbrados a que les pidieran su opinión. Sin dejar de remar, se volvían para mirarse unos a otros y el ritmo se resintió. Sátiro no conocía a los remeros tan bien como debería un navarco. Pero sí conocía a Kleitos, que aun siendo joven, a menudo era a quien mandaban en el bote. Había remado con él aquella noche en Alejandría dos semanas antes, aunque ahora aquello daba la impresión de pertenecer a otra vida.
—¡Kleitos! —llamó. Lo agarró del brazo y empujó a un marinero para que ocupara su sitio en la bancada—. Eres el jefe de remeros.
—¿Yo? —preguntó el joven. Se quedó boquiabierto, con los ojos como platos.
—Quiero virar a estribor en una eslora; media vuelta completa, tal como lo han hecho Peleo y Kyros.
Sátiro miró hacia proa; había espacio de sobra. Tras dar cincuenta estrepadas se habían apartado mucho de las naves siniestradas.
El trirreme ateniense avanzaba con dificultad, movía sólo una docena de remos en la banda de babor, virando hacia mar abierto sin querer.
—Remos de estribor —dijo Kleitos.
—¡Más alto! —exigió Sátiro.
—¡Remos de estribor! —gritó Kleitos. Tenía buenos pulmones, cuando los usaba—. ¡Ciad a mi señal!
—Ya están ciando, chaval —dijo Kalos. El oficial de cubierta estaba a dos pasos de Kleitos.
—¡Remos de babor, invertid las bancadas! —gritó el flamante jefe de remeros, con voz vacilante, y muchos hombres miraron a Kalos antes de obedecer.
Sátiro hizo una mueca; había hecho una mala elección. Kleitos no estaba preparado para el puesto, pero Sátiro no tenía otro hombre a mano para el cargo.
El barco escoró cuando los noventa hombres se movieron para sentarse al revés.
—¡Banda de babor, avante a mi señal! ¡Todos avante!
Parecía que Kleitos le iba cogiendo el tranquillo, aunque sus órdenes se sucedían demasiado deprisa y su ejecución era lenta.
No importaba, pues la galera ateniense no había avanzado ni un estadio desde que comenzaran a virar.
Sátiro corrió a popa, donde un marinero llevaba el timón, petrificado por tamaña responsabilidad.
—Tengo el timón —dijo—. Ve a atender al oficial Peleo.
El marinero se marchó corriendo; sus pies descalzos palmearon contra la cubierta.
—¡Oficial Kalos! —llamó Sátiro—. Haré lo posible para ponernos al lado de ese ateniense. Tengo intención de alcanzarlo por popa y apresarlo. Prepara a la tripulación de cubierta. Realizarás el abordaje con todos los infantes y los tripulantes de cubierta y le desarmaréis la vela de trinquete. ¿Queda claro?
El feo rostro de Kalos sonrió de oreja a oreja, mostrando los dientes que le faltaban.
—¿Vas a apresarlo? ¡A la orden, navarco!
Con las velas arriadas, Sátiro veía la cubierta entera. Jenofonte estaba de pie, y había tres prisioneros despojados de sus armaduras a quienes estaban atando al palo mayor. Peleo yacía en su propia sangre y dos marineros le hacían compañía inútilmente.
—¡Oficial Jenofonte! —llamó Sátiro. La voz se le quebraba cada vez que gritaba. Deseaba sentarse y descansar, pero aún no habían terminado.
Jenofonte corrió hacia popa.
—¡Señor!
—Coge a todos los infantes que estén en condiciones de luchar y apoya al oficial Kalos. Vamos a abordar al ateniense. —Sátiro corrigió el rumbo mientras Kleitos ordenaba a los remeros que bogaran otra vez. Ya habían dado la vuelta, quizás haciendo la maniobra menos elegante de la historia del
Loto Dorado
, pero la habían dado. Sátiro se inclinó hacia delante—. Jeno, ¿te ves capaz de apresar ese barco, de matar a sus remeros si es preciso? ¿Debo poner a otro hombre al mando?
—Ponme a prueba —respondió su amigo con una sonrisa—. ¡Ya me he enfrentado al grupo que nos ha abordado!
—Es cierto.
Se abrazaron espontáneamente, sintiéndose unidos por una extraña dicha. Acto seguido Jeno dio media vuelta y comenzó a llamar a «sus» infantes. Sátiro se sintió mejor. De pronto se irguió, consciente de que tenía los hombros encorvados desde que había arrojado la lanza.
—Muy bien —se dijo a sí mismo—. ¡Lita! —llamó, y su hermana se acercó corriendo por la cubierta central. Sátiro disponía de un poco de tiempo, tal vez cien paladas hasta que tuviera que dar otra orden. Se sentía invadido por el
daimon
que se adueñaba de los hombres en la guerra y los deportes; tan lleno de él que las manos le temblaban y las rodillas le flaqueaban, pero sentía la cabeza despejada y el mundo parecía ralentizado.