Melita asintió, aunque fue patente que ansiaba un poco de acción y que, por lo tanto, no estaba de acuerdo del todo.
—Escúchame bien: es posible que Alejandría ya esté bloqueada, tal vez sitiada —dijo Sátiro apesadumbrado—. Tal vez haya habido una batalla. ¿Entiendes? Así de mal están las cosas.
—¿Por qué no vamos en su ayuda? —preguntó la joven—. Hay que contarles lo que está ocurriendo.
—Porque no lo sabemos a ciencia cierta. Podemos suponerlo, pero mientras no veamos un centenar de trirremes o encontremos a alguien que los haya visto, lo único que hacemos es inventarnos historias que nos meten miedo.
—Mamá solía decir que siempre había que reconocer el terreno —dijo Melita contemplando el agua.
—Lo recuerdo bien—contestó Sátiro.
No apartaba la vista de la punta de Laodicea. Más allá, la gran playa se extendía a lo largo de cientos de estadios, pero no la vería hasta al cabo de una media hora, y la luz estaba cambiando mientras la tarde daba paso a un anochecer dorado. Necesitaba aguas abiertas si iba a venir un vendaval, o mejor aún, una playa segura. Se rascó el mentón, imitando inconscientemente a Peleo. La brisa estaba cayendo; apenas soplaba. Había llegado el momento de sacar los remos.
—¡Barcos! ¡Barcos en el horizonte por estribor! —alertó el vigía desde el mástil, de cuya verga colgaba lacia la vela.
Sátiro se despertó sin ser consciente de que había estado descabezando un sueño. Miró a popa, luego hacia el oeste, y vio uno en el horizonte; y luego, otro.
Dio un codazo a Peleo y señaló.
El timonel gruñó. Abrió la boca para decir algo pero el vigía de proa soltó un alarido como el de un hombre a punto de ahogarse.
—¡Poseidón! ¡La playa está llena de barcos! —gritó, después de farfullar.
Peleo llevaba el remo, de modo que Sátiro corrió a proa, pasando junto a su hermana, todavía envuelta en su manto, para ver qué ocurría. Una vez allí no aguardó consejo de su timonel.
—Kalos, abajo el palo mayor. Aparejo de combate.
Regresó al puesto de gobierno.
—La flota ocupa toda la playa. Lo verás dentro de nada.
—Mira al oeste —dijo Peleo.
Las dos mellas del horizonte se iban definiendo con más nitidez: un trirreme pesado y otro más ligero.
—Ares y Afrodita —maldijo Sátiro.
Justo entonces llegó una racha de viento.
—Muy acertada, la orden de bajar el mástil —prosiguió Peleo—, porque el viento del norte va a rolar al sur y entonces nos veremos obligados a combatir. Como mínimo, lucharemos hasta que todos esos cruceros macedonios nos vean, y luego seremos carnaza para los peces. —Se inclinó hacia Sátiro—. No permitas que capturen a tu hermana, chaval. Hazlo tú mismo si llega el momento.
Sátiro tragó saliva, pero tenía los ojos clavados en los cientos de cascos varados en la arena dorada, impasible.
Peleo meneó la cabeza.
—Con tu permiso, Sátiro, voy a ordenar que las bancadas inferiores dejen de remar hasta que tengamos a los piratas en nuestra estela.
El muchacho asintió.
—Mira quién está en la bahía —dijo, señalando el gran carguero de grano ateniense anclado en las aguas profundas de la bahía, tan sólo quince estadios costa abajo.
—Eso no cambia nuestra situación, chico.
—¿Tiene puerto Laodicea?
—Playa abierta —contestó Peleo—. Si vamos a aligerar el barco, éste es el momento.
Con un tableteo y un golpazo que Sátiro había aprendido a temer, la máquina disparó. Pero los dos piratas estaban muy a popa y el viento cambiante les soplaba de través. El proyectil ni siquiera fue visible.
Remaron dos estadios. Peleo los condujo tan cerca del cabo como era posible en un tardío intento de resultar invisible a los macedonios de la playa.
—Derechos a través de la playa —dijo Sátiro—. Si no logran meter un barco en el agua a tiempo, estaremos fuera de peligro.
Hablaba sobre todo para levantar el ánimo de los tripulantes de cubierta que alcanzaban a oírle. La rolada del viento favorecía al casco profundo del galeón fenicio más pesado, que se iba distanciando de su hermano gemelo más ligero.
El segundo proyectil voló cual rayo lanzado por la mano de Zeus y alcanzó de pleno su codaste, un impacto que se sintió en toda la nave.
—¡Poseidón! ¡Nos hundimos! —dijo el jefe de remeros.
Peleo le dio tal puñetazo que el oficial se retorció de dolor.
—¡No seas tan cagueta! —le espetó el timonel—. Ni cien lanzas como ésa nos harían daño. ¡Son los remeros quienes corren peligro! —Fue a popa, se subió a la regala con un hacha y cortó la lanza—. Un buen cacho de bronce —dijo—. Bien, ¿soltamos algo de lastre?
—¿Crees que los piratas leen a Tucídides? —preguntó Sátiro. Miraba fijamente el mercante que tenían delante.
—Dudo que haya un solo hombre en esos barcos que sepa leer, chaval —dijo Peleo—. ¿Qué tienes en mente?
—¿Y tú has leído a Tucídides? —insistió Sátiro.
—Historia antigua —negó Peleo—. No puedo decir que lo haya hecho. ¿Qué haría él?
—Tengo una idea —dijo el joven, haciendo de tripas corazón y obligándose a sonreír.
Había multitud de macedonios en la orilla y Sátiro vio que los remeros formaban largas filas ante la popa de una docena de trirremes y, peor aún, de un quinquerreme, el mayor barco de guerra de la playa.
Sátiro rezó a Heracles.
«Dios de los héroes —rezó Sátiro a Heracles—, voy a jugar a los dados con el destino. No me abandones.»
Los mercaderes atenienses también observaban desde la alta popa de su barco. Algunos de sus tripulantes habían desembarcado y otros estaban tendidos en camastros de paja sobre la cubierta, vitoreando como si estuvieran viendo una carrera.
Oyendo sus gritos, Sátiro dedujo que pensaban que el fin estaba cerca. El
Loto
estaba tirando a la rada el poco cargamento que llevaba y singlaba raudo, pero tirar carga por la borda exigía tiempo y esfuerzo y hombres que abandonaran las bancadas, y le costaba mantener la velocidad. El
Loto
comenzó a bambolearse; al parecer sus remeros estaban agotados o quizá tenían la moral baja. Los piratas redoblaron sus esfuerzos, convencidos de atrapar a su presa. Y su máquina de guerra lanzaba proyectiles del tamaño de una sarisa. Dos alcanzaron la popa de la galera que huía de ellos.
Sátiro estaba en la cubierta central con los marineros, mientras Peleo gobernaba tan bien como podía.
—Quiero que baje de golpe —dijo Sátiro por tercera vez, pues los marineros podían ser muy tozudos—. Que parezca que el palo trinquete ha caído. ¿Podéis hacerlo?
Su hermana estaba justo a su espalda, tratando de atraer su atención, pero él la ignoró.
—Por supuesto —dijo un oficial de cubierta egipcio con su marcado acento—. Como si le cortaran las alas, ¿eh?
—Exactamente —asintió Sátiro. Se volvió hacia atrás, rezó a Poseidón y procuró no amedrentarse cuando el siguiente proyectil se hundió un palmo en los tablones de la popa—. Al siguiente. ¿Podéis hacerlo?
Los marineros se encogieron de hombros demostrando poco interés, y Sátiro no supo si gritar o llorar. A estribor, el mercante ateniense, un casco gigantesco con los costados muy altos y un mástil mayor imponente, seguía anclado en aguas profundas tan sólo a medio estadio de la playa. Sobresalía tanto de la superficie pese a ir lleno de grano, que su mole le impedía ver tres cuartas partes de la playa.
Ahora que Sátiro había dado sus órdenes, su idea se le antojó absurda. Tenía la garganta tan tensa que pensó que no podría hablar. Pero de pronto olió la piel de león húmeda y se sintió como si estuviera ahíto de ambrosía.
—¿Qué demonios estamos haciendo, hermano? —preguntó Melita.
Peleo estaba ordenando a los arqueros y los infantes que se dirigieran a la proa, cosa que parecía contraria a toda lógica dado que el enemigo estaba al alcance de un tiro de arco desde la popa.
—Déjame hacer unos disparos largos —dijo la muchacha con el arco en la mano—. A lo mejor mato algún tripulante de los que manejan esa máquina.
—A eso vamos, Melita —respondió Sátiro—. Vamos a luchar, tal como tú querías. —Se vio incapaz de enfadarse con ella y le dio un rápido abrazo—. Ponte la armadura y únete a los arqueros.
Peleo lo fulminó con la mirada y Sátiro se encogió de hombros.
—Espera a ver cómo tira —dijo, a modo de disculpa.
—No te dejes capturar —murmuró Melita, y le dio un efusivo abrazo.
—Tú tampoco —respondió Sátiro, y entonces vio que en la proa enemiga los hombres estaban cargando la máquina.
Melita saltó de la cubierta central al castillo de proa.
—¡Preparados! —gritó Sátiro. Ya no estaba tan nervioso. Una parte de él le decía que llevaban suficiente ventaja para varar el barco de proa en la playa y rendirse a los macedonios. Pero no se imaginaba regresando a casa de su tío sin el
Loto Dorado
. ¿También era cobardía, aquello?
—¡Listos! —gritó Peleo—. Todos los hombres de cubierta a borda de babor. ¡Ahora, cabrones!
A la orden del timonel, todos los hombres que estaban en cubierta sin otras órdenes corrieron a la borda del costado de babor, haciendo escorar el barco.
Detrás de ellos, a menos de un estadio, la máquina disparó, y el proyectil, apuntando alto, barrió la cubierta a la altura de un hombre. El oficial de remeros murió en el acto; su cabeza estalló como un melón maduro, sus sesos salpicaron a los remeros de la media cubierta y uno de sus ojos golpeó a Sátiro en la mejilla para luego caer a sus pies. Sátiro soltó un chillido de puro pavor y retrocedió tambaleándose.
La vela de trinquete bajó a plomo y el pesado tejido de lino cubrió la cubierta tapando por completo a Sátiro, que quedó como si estuviera amortajado. El barco parecía virar a lo loco, pues la popa salía disparada hacia la banda de babor y la sobrecargada proa pivotaba mientras el timonel daba la impresión de haber perdido el control de su nave. Sátiro apartaba el pesado lino, nadando a través de él con creciente desesperación. Oyó a un hombre gritando y cuando por fin se vio libre del lienzo, vio que estaban protegidos del asalto de los piratas por el alto costado del mercante, que se alzaba sobre ellos mientras seguían virando. Los tripulantes de cubierta equilibraban el barco descolgándose por fuera del costado de babor, mientras los remeros ciaban o bogaban bajo el mando directo de Peleo, porque su jefe era un cadáver decapitado cuya sangre seguía extendiéndose por la vela de trinquete arriada.
—¡Babor, ciar! ¡Estribor, bogar! ¡Media cubierta, avante todos!
Mientras Peleo gritaba, Sátiro salió de debajo de la vela y corrió a subir a la plataforma de popa.
—¡Coge el timón, chico! —dijo el viejo marinero—. ¡Es tu plan!
—¿Adónde vas? —preguntó Sátiro, mientras veía que su hermana cargaba una flecha en el castillo de proa. Su mano dio un palmetazo al agarrar el remo de gobierno y habló automáticamente—. Tengo el timón —dijo.
—Tienes el timón —respondió Peleo. Sonrió—. Necesitamos un oficial de remeros. —Saltó a la plataforma de en medio del barco. Antes de subir a la media cubierta gritó—: ¡Dadle fuerte! —Y luego, con más autoridad—: ¡Velocidad de embestida!
Sátiro jamás había imaginado, ni en sus sueños más alocados, que llegaría a gobernar un barco en combate. Aquél era el arte por el que los timoneles recibían la paga más alta.
—¡Justo entre los dos, chico! —gritó Peleo—. ¡Sin virguerías, destrózales los remos!
Aquella imprecación penetró en su aturullado cerebro. Un rastrillado de remos. Se tomó un momento para respirar, respirar de verdad, inhalando y exhalando el aire profundamente. Echó un vistazo a su estela y se tranquilizó.
Habían virado en redondo en torno al mercante ateniense, cuyos altos costados habían impedido que los piratas vieran la maniobra.
La proa surgió de detrás del carguero. Usando su enorme casco a modo de pantalla e incluso como fulcro, el
Loto
había dado media vuelta, perdiendo muy poca velocidad, y ahora, con todas las bancadas bogando con la pericia por la que León pagaba, salían disparados de detrás de la popa del mercante como uno de los proyectiles que disparaba la máquina enemiga.
Los dos barcos piratas estaban a la misma altura, cerca de su presa y ansiosos por cortarle la retirada. El éxito aparente del último proyectil los había enardecido; un barco desgobernado, con los remos por doquier, no era una amenaza para nadie.
En un instante la situación se invirtió, y el gran
hemitrieres
salió de detrás de la popa del carguero de grano a un estadio de ellos. La velocidad de unos y otros en sentidos opuestos apenas dejó tiempo a los piratas para reaccionar.
—¡Remos dentro! —rugió Peleo, y a lo largo de todas las cubiertas, los hombres tiraron de los remos hacia el centro del buque, a veces chocando entre sí, a veces hiriéndose a sí mismos, desesperados por apartar las palas de la inminente colisión.
Habían practicado aquella maniobra. Los remos comenzaron a entrar, seis metros de roble cruzando las bancadas hasta que los asidores se apoyaban en las bancadas opuestas.
Sátiro iba erguido, con una sonrisa de loco pintada en el rostro. El olor a piel de felino flotaba en el viento. Dio un pequeño giro al remo de gobierno tal como lo había visto hacer a Peleo, de modo que el pico de bronce se desplazó un poco a estribor sin apenas cambiar de dirección, y entonces sus arqueros tiraron, todos a la vez. Vio a su hermana inclinarse hacia la línea de tiro como si fuese la mismísima diosa; cargaba y tiraba, cargaba y tiraba…
Puso de nuevo el timón a la vía y la proa del
Loto
chocó contra la caja de remeros de la cubierta superior de la galera ateniense, de modo que el recio bauprés del
Loto
arrancó la canoa de los balancines del costado del buque enemigo, y los remeros gritaban al verse aplastados por quintales de madera y metal propulsados por trescientos pares de brazos. En el interior de la nave, los remos rotos los desgarraban, las astillas de madera se clavaban como lanzas en manos de gigantes, y los fragmentos iban llenando el casco. Los remos subían disparados desde el agua rompiéndoles los huesos y abriéndoles tajos en las carnes mientras el espolón destrozaba el casco y arrollaba a los hombres que momentos antes estaban remando.
El
Loto
pasó entre sus enemigos y dejó la galera ateniense naufragando a la deriva mientras chocaba con muchos de los remos de la nave fenicia que flotaban en el agua. Esta última no sufrió tantos desperfectos como la ateniense, pero estaba en desventaja, y antes de que su oficial de remeros tuviera ocasión de poner remedio a su situación, ya estaba virando debido a que sus remos de estribor estaban intactos. Desde el
Loto
se oyeron los gritos del oficial de remeros pirata.