Tirano III. Juegos funerarios (53 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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«Se están dando la mano debajo de la mesa. Apolo, ¿es asunto mío?». El muchacho se apoyó en el respaldo, con la cabeza contra el tabique de madera que separaba aquel garito del siguiente, y de repente levantó una pierna entre su hermana y su mejor amigo, de modo que el pie tropezó con… sus manos.

—Melita, vete a la cama —ordenó.

—¿Por qué? No puedes obligarme —replicó la joven, con el rostro súbitamente congestionado de pura rabia.

—Si desvelo que eres una mujer, puedo hacer que te retengan en un templo por el resto de tu vida, estúpida. ¿Qué demonios te ocurre? Y tú, Jenofonte, ¿vas a casarte con mi hermana, eh? Más vale que lo hables conmigo, amigo. Porque si veo que volvéis a tocaros antes de que lleguemos a Rodas, correrá la sangre. Lo prometo.

—¡No te pertenezco! —espetó Melita.

Algunos parroquianos se estaban volviendo a mirar.

Sátiro respiró profundamente.

—No —concedió—. Pero yo tampoco soy tuyo, Lita. Y aquí el único responsable soy yo, no tú. Del barco, del cargamento y de tu virginidad. Cuando seas tú la responsable, haz lo que te plazca. Cuando has estado al mando, ¿no te he obedecido?

Jenofonte guardó silencio mientras los gemelos se fulminaban con la mirada. Melita se tapó la boca con la mano y se mordió la palma hasta hacerla sangrar. Fue algo muy desagradable de ver.

—Sí, has obedecido —concedió hoscamente. Acto seguido rompió a llorar y se fue corriendo hacia el barco.

—Lo siento, Sátiro —dijo Jeno—. La amo. Creo que siempre la he amado.

El joven negó con la cabeza.

—En este barco, no. ¿Entendido? En este barco no hay amor que valga. Ella es una pasajera y tú un infante de marina.

—Lo intentaré —asintió Jenofonte, con escasa convicción.

Sátiro procuró imitar a Filocles.

—No lo intentes —replicó, disfrutando bastante al usar la frase que más temía de su preceptor—. Hazlo, y punto.

Después, una vez solo, siguió bebiendo vino mientras contemplaba el muelle. Su mejor amigo, su timonel y su hermana estaban enojados por igual.

A solas en la oscuridad, sonrió y se terminó el vino.

Cuando la bola roja del sol estuvo encima del horizonte oriental ya se encontraban a considerable distancia de Xanthos, navegando casi derechos hacia el oeste como si huyeran de la cuadriga de Apolo. El crepúsculo los encontró con el mismo rumbo, surcando las aguas en pos del sol. El cabo de Rodas y la propia ciudad brillaban como una almenara bajo el sol, mientras la cabeza de la estatua de Apolo en lo alto del cabo parecía arder como si el dios tuviera un halo de fuego sagrado.

Detrás de ellos, en la creciente penumbra del anochecer, un par de sombras resultaban visibles, delatadas por sus velas pese a que los cascos se confundían con la costa de Asia.

Peleo las observaba, protegiéndose los ojos con la mano.

—Son los mismos cabrones —dijo—. Aquí pasa algo raro. No merecemos tanto esfuerzo. El más grande ha bajado desde Tiro, cuando debería haberse quedado en la costa este de Chipre.

Sátiro se estaba esforzando para que la estela fuese tan recta como el vuelo de una flecha, de modo que contestó con un gruñido.

—¡Barcos en la amura de babor! —gritó alguien desde proa con voz aguda: era Melita.

Peleo miró en derredor y echó a correr por la cubierta central, se agachó para pasar por debajo de la vela mayor y Sátiro lo perdió de vista. El muchacho vio dos destellos sucesivos. Los piratas estaban comenzando a remar porque la brisa amainaba.

Peleo regresó, corriendo tan deprisa que sus pies descalzos palmoteaban la suave madera de la cubierta.

—No es rodio —declaró lacónicamente—. Dame el timón.

—Te doy el timón —dijo Sátiro ceremoniosamente, y aguardó a que las manos de Peleo agarraran el remo de gobierno antes de soltarlo—. Llevas el timón.

—Llevo el timón —dijo Peleo—. Hay un carguero lesbio justo enfrente del cabo —agregó, al tiempo que viraba unos pocos grados hacia el norte—. Voy a apartarme de esos barcos que no conozco, que quizá sean macedonios bloqueando la isla, y a ofrecer a los piratas que nos siguen, si es que en verdad son piratas, ese gran mercante lesbio.

Sátiro corrió a proa para formarse una idea de la situación. Los barcos que tenían al suroeste no eran más que una hilera de señales en el mar, cascos negros sin velas, pero el destello de sus remos era rítmico y predatorio. Cuatro, cinco, seis barcos. Una columna de naves.

Hacia el norte, un panzudo mercante iba a cruzar su derrota a vela, con el viento por la aleta, tratando de mantener un rumbo tan hacia el sur como le permitía el velamen. Sátiro lo observó un momento y luego pasó por debajo de la vela mayor para regresar a popa a la carrera.

—Ésos del sur son barcos de guerra —dijo.

—Sí —convino Peleo—, así es.

Las dos siluetas negras que llevaban detrás iban perfilándose con más claridad a medida que aumentaba el ritmo de sus estrepadas. Peleo las vigilaba mientras acortaban distancias.

—Por la verga de Poseidón, son nuestros amigos de las máquinas —dijo con convencimiento—. ¿Cómo es posible?

—¿Qué debo hacer? —preguntó Sátiro.

Peleo frunció los labios y volvió a mirar hacia popa.

—¿Rezar? —aventuró. Sonrió y empujó el timón un poquito más—. Remeros a la cubierta superior —llamó.

El oficial de remeros hizo sonar el gong de bronce una vez y acto seguido gritó:

—¡Listos!

La mayoría de los remeros ya estaba en posición. En un barco con menos de doscientos hombres, las noticias circulaban deprisa.

—Diez estadios y estaremos a salvo —dijo Peleo a voz en cuello. Desvió el barco otros pocos grados hacia el norte—. Oficial de remeros, danos un poco de velocidad.

El oficial de remeros comenzó a marcar el compás, y todos los brazos de la cubierta superior empezaron a trabajar con empeño, poniendo cuidado en que las estrepadas no restaran impulso al último soplo de brisa.

—Atentos a mi orden para arriar la mayor —dijo Sátiro, alto y claro, y Peleo asintió.

El oficial de cubierta alineó a sus hombres e incluso Agatón sujetaba un cabo pese a los verdugones que tenía en la espalda; había sido castigado en Xanthos por la mañana, azotado con una soga.

La brisa fue abandonándolos a medida que se aproximaron a tierra. Era una cuestión de opinión decidir cuándo eran útiles los remos, así como cuándo las velas devenían un lastre; la clase de decisión que podía suponer la mayor diferencia del mundo.

—¡Cubiertas inferiores listas! —gritó el oficial de remeros. —Arriad la mayor —ordenó Sátiro a una señal de Peleo.

Los tripulantes de cubierta soltaron las drizas de la borda y la vela cayó plegándose sobre la cubierta con un gran resplandor rojo. Los piratas —suponiendo que los cascos negros fueran tales— se acercaban deprisa. Sus proas brillaban al sol, y la del barco fenicio tenía dos ojos pintados en las amuras, encima del espolón.

Algo destelló a popa y cayó al mar dentro de su estela, y luego se oyó un distante ruido sordo.

—Aquí los tenemos —dijo Peleo—. Son los mismos cabrones de ayer.

Empujó el remo de gobierno un poco más hacia el norte, de modo que su rumbo fuera opuesto al del mercante lesbio que se dirigía al sur.

—¡Todos los remos! —bramó el timonel—. ¡Avante a toda, muchachos!

En el sur, la escuadra militar iba a toda velocidad, pero Peleo los había engañado al virar hacia el norte de su rumbo a cada estadio. Se acercaban en columna, dirigidos por los dos barcos más pesados, y pese a contar con la ventaja de la corriente y de tener bancadas de remeros mayores, no estaban dándoles alcance. Pero allí los tenían, como un rompiente o una costa a sotavento, una amenaza que no podían obviar.

—Macedonios. Algunos corintios y quizás un asiático —dijo Peleo—. La flota de Antígono. —Meneó la cabeza—. Aunque no lo veas, ya los hemos adelantado. Se darán por vencidos dentro de nada, y más vale que así sea, porque de lo contrario tendremos serios problemas.

La máquina del barco fenicio volvió a disparar, y el proyectil rozó las olas al adelantarlos antes de hundirse en el mar.

—Poseidón, cómo detesto esos artilugios —renegó Peleo—. Prometo dedicarte un becerro, Sorteador de la Olas, si me conduces sano y salvo hasta Rodas.

Una vez más, mientras oían las protestas de los lesbios, Peleo empujó el remo de gobierno dirigiendo la proa hacia el norte, de modo que ahora su bordada era opuesta a la del barco mercante, casi en ángulo recto con su rumbo inicial, y los dos piratas que levaban a popa tuvieron que virar hacia su estela para ganar distancia. Ya no estaban perdiendo la carrera, y los enojados marineros del mercante, que se vio obligado a poner rumbo al sur para evitar la colisión con los locos a bordo del
Loto
, les gritaron toda suerte de insultos al cruzarse raudos con ellos.

—¿Atacarán los piratas a la presa más fácil? —preguntó el timonel—. ¿Y cómo se atreven a acercarse tanto a Rodas?

Sátiro negó con la cabeza. Estaba claro que el escuadrón que tenían al suroeste había renunciado a perseguirlos. Caía la tarde, y necesitaban encontrar un fondeadero.

—¡Fíjate! —dijo Peleo. A popa, los dos barcos piratas ignoraron al mercante, que de hecho pasó entre ambos soltando otra sarta de insultos—. Les han pagado bien —añadió—. ¿Listo para coger el timón?

—Listo para coger el timón —asintió Sátiro, y agarró el remo con las dos manos. El barco parecía estar vivo.

—Tienes el timón.

—Tengo el timón —respondió el joven.

—Cuando te avise, viras noventa grados y derechos a puerto.

Peleo le confió el gobierno de la nave y echó a correr hacia proa, gritando al oficial de remeros.

Sátiro sonrió al comprender lo que el timonel se traía entre manos. Dado que el escuadrón macedonio remaba hacia su playa de pernoctación, había abierto una ruta diferente hacia el puerto —en realidad, el
Loto
seguiría a la escuadra— y los piratas volverían a perder terreno. Demasiado terreno esta vez para darles alcance.

—Todos a la vez. El timón mantiene el rumbo, y las bancadas de remeros nos hacen virar. ¿Listos? ¿Todos listos? ¡A mi orden! —gritó Peleo. Los jefes de banco levantaron la cabeza, dando a entender que lo habían comprendido.

Los remeros dieron otra estrepada hacia el norte. Peleo vigilaba a los piratas. Sátiro ni siquiera volvió la cabeza. Aquello era tarea de Peleo, ahora.

—¡Todo a babor! —bramó Peleo.

Al instante, el oficial de remeros tradujo la orden en instrucciones para los remeros. Momentos después, las bancadas de babor ciaron, el timón se hundió, y todos los marineros corrieron a la banda de estribor y se colgaron de la borda, y más a proa los infantes de marina y los arqueros hicieron lo propio. Sátiro, con los ojos fijos en la proa, vio que su hermana y Dorcus se colgaban de los cabos de estribor como el resto de la tripulación. Cada granito de arena contaba.

El
Loto
viró de norte a oeste en dos esloras y siguió navegando veloz, prácticamente sin perder arrancada.

A popa, las aves de rapiña ni siquiera tuvieron ocasión de apuntar con su máquina. Siguieron remando para ganar un tiempo precioso mientras su presa se escabullía cual conejo perseguido por unos perros, y tardaron demasiado en efectuar el viraje. El pesado trirreme fenicio tardó tanto en realizar la maniobra que quedó casi un estadio al norte y perdió varios estadios de distancia.

La nave decidió perder más terreno y disparar su máquina otra vez. Fue su último disparo, le costó más tiempo y más maniobras.

—¡Al suelo! —gritó Peleo, y apoyó la espalda contra la proa. Se quedó helado al darse cuenta de que Sátiro estaba de pie y al descubierto.

El tiempo pareció detenerse mientras el joven observaba el proyectil que salía despedido de la máquina bajo los últimos rayos del sol y caía al agua al sur de su posición por un mal cálculo del momento para lanzarlo. El viejo marino puso cara de preocupación.

Los dedos del sol se extendían a través del mar vinoso y el Loto cruzó el cabo a toda velocidad hasta el puerto exterior, mientras los piratas daban media vuelta en su estela. En la playa, debajo del templo de Apolo, un puñado de curiosos los ovacionó mientras Peleo ordenaba a los remeros que detuvieran la nave, clavando las palas en el agua para restarle arrancada.

Peleo se rascó la espalda y se estiró.

—Ha valido la pena arriesgarse —dijo. Meneó la cabeza—. Aunque ha sido una maniobra muy apurada para un viejo como yo.

—No he sabido qué te proponías hasta el último momento —dijo Sátiro—. ¡Y los piratas tampoco!

El viejo marino volvió a menear la cabeza.

—Tu hermana lleva razón —dijo—. Ya no tengo las agallas de antes.

Descargaron un cargamento secreto de bienes valiosos —amuletos, sellos con piedras preciosas talladas y lino egipcio de primera calidad— y el cargamento real de farro egipcio. El factor de León ya había cerrado tratos con los compradores y Sátiro, como navarco, recibió un fajo de anotaciones que indicaban el valor de la carga y su venta final. Ni un solo óbolo cambió de manos: el dinero quedaba sobre el papel para que los piratas no pudieran hacerse con él.

—Cuero curtido ateniense para Esmirna —dijo Sátiro.

—Ya lo están cargando —respondió el factor con petulancia—. Me alegra que conozcas tu oficio, pero nosotros conocemos el nuestro. Néstor
el Galo
es el factor en Esmirna. Entrégale el cuero y te dará un cargamento para que lo lleves de vuelta a Egipto. Lana y aceite, si no me equivoco. —El factor sonrió por primera vez—. León sin duda te ama, muchacho. Te ha confiado el
Loto
.

Sátiro sonrió un tanto confundido y dejó pasar el comentario.

Peleo lo acompañó a las oficinas de la armada rodia, sitas junto al templo de Poseidón, justo encima de los diques secos.

—Todo oficial debe presentarse y dar parte de novedades —le explicó el timonel—. Si tienes previsto seguir en este negocio, te conviene granjearte su amistad.

Sátiro subió la escalera con Peleo. Para cuando llegaron a la altura del patio del templo, una docena de curtidos veteranos habían saludado al viejo marino con sumo respeto. Entraron a través de una hilera de columnas de madera pintada y se unieron a una docena de hombres con quitones desgastados por las inclemencias del tiempo y mantos manchados de aceite reunidos en torno a dos hombres de más edad, sentados en banquetas de madera.

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