Un guardia se reía con amargura.
—O moriremos todos —dijo, y sus palabras se oyeron claramente en la noche.
Sátiro avanzaba con tanto sigilo como si estuviera cazando íbices en el sur o venados en el Tanais. En dos ocasiones, sus pies descalzos pisaron grava y tuvo que poner aún más cuidado. Y de pronto se encontró en la penumbra del pórtico nuevo. Al arrastrarse por debajo del andamiaje se le metió arena en el vendaje.
Sin embargo, fue capaz de llegar hasta las columnas sin ser descubierto, y alargó el brazo justo cuando Amastris se volvió.
—No chilles —dijo Sátiro.
Amastris abrió la boca, le puso una mano en el pecho y acercó sus labios a los de Sátiro.
—¡Has venido! —musitó.
Su beso fue tal como recordaba, y nada, ni una pizca de pensamiento consciente, entró en su cabeza durante un buen rato. Amastris lo besó tanto rato que ambos compartían el aire que respiraban, y luego el muchacho se apoyó contra la columna como si le flaquearan las piernas.
—Vas desnudo —observó Amastris.
—Voy disfrazado de esclavo. Además, mi desnudez muestra mi físico, y mi físico muestra que estoy preparado para cumplir con mi deber de ciudadano.
Dioses, estaba repitiendo como un loro una frase de Filocles mientras besaba a Amastris.
—Muestra algo más que eso —repuso Amastris. Recorrió su pecho con la punta de un dedo—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó, pero su lengua no le dejó contestar.
Su mano se cerró en torno a su virilidad, y se rio mientras lo besaba, con una risa grave llena de promesas. Luego, antes de perder por completo el control de la situación, le cogió la mano y lo condujo hacia el interior, alejándose de la puerta, resguardados por los andamios, hasta que se deslizaron junto a un par de portadores de antorchas para adentrarse en la columnata del ala principal del palacio.
—Aquí fue donde me besaste por primera vez —dijo Amastris.
Aquello parecía exigir ciertos actos, pero pronto estuvieron avanzando otra vez. La mera visión de sus pies calzados con sandalias de oro le resultaba lo más erótico que había visto jamás, y la siguió medio aturdido hasta que salieron de la hilera de columnas.
—Los jardines —señaló, mientras pasaban entre pilares cubiertos de rosas.
Una parte extraña y perspicaz de su mente notó que Amastris conocía los jardines muy bien, mientras lo conducía más allá del laberinto hasta una pérgola adornada con una estatua de una ninfa, posiblemente Tetis, la de los pechos refulgentes.
—Pensaba que no ibas a venir —le dijo Amastris junto a la oreja, antes de lamérsela.
Sátiro la tomó en brazos y la llevó hasta el banco.
—¡Bájame! —dijo Amastris, pero con poca convicción.
Sátiro le quitó el broche de oro que sostenía el hombro de su vestido y comenzó a besarla en el cuello, en el hombro y, sin detenerse, en la curva de un pecho, todo ello mientras se sentaba cuidadosamente en el banco. Entrenar era útil para muchas cosas.
—¡Oh! —exclamó Amastris—. Sátiro, no. Oh, pensaba que no vendrías.
—¿En serio? —preguntó él, levantando la cabeza.
Los ojos de Amastris chispeaban en la penumbra, reflejando lejanas antorchas en forma de mil estrellas.
—En serio —musitó la chica—. De verdad que no. O tal vez… no lo sé. Oh, dioses.
Sátiro se irguió.
Amastris lo atrajo hacia sí para darle otro beso y se revolvió en su regazo hasta sentarse en el banco.
—¿Dónde está mi broche? —preguntó.
Sátiro se lo dio y Amastris lo pinchó con cuidado en el vestido sin volver a abrocharse el hombro. Luego se volvió hacia él.
—No quiero perder nada —dijo, con ojos tan grandes como la noche misma. Entonces se desabrochó el otro hombro, clavó el broche como hiciera con el otro y se volvió hacia él con una sonrisa que le cortó el resuello.
»Mucho mejor —asintió Amastris—. Los broches de oro no crecen en los árboles.
El sol hendía el horizonte mientras Sátiro remaba de regreso, con la mente turbada y los hombros curiosamente cansados.
«Consigue que Tolomeo bendiga nuestra unión», había dicho Amastris. La frase resonaba en su cabeza, y remó a través del puerto a tal velocidad, que bien podría haber ganado una regata.
La playa estaba silenciosa, salvo por los ronquidos de los remeros y sus parejas. Un par de mujeres se bañaban en el mar, y una de ellas se levantó al pasar Sátiro, emergiendo del agua.
—Afrodita —llamó—. ¡Saliendo del mar sólo para ti!
—No me queda nada para dar a tan encantadora diosa —contestó él, y las dos chicas rieron.
—A nosotras tampoco —respondieron.
El buen humor le duró hasta que trepó a su habitación, donde Filocles aguardaba junto a la cama vacía.
—¿Dónde cojones estabas? —preguntó el espartano. Y a renglón seguido, agregó—: Anoche nos atacaron. —Se encogió de hombros—. Pensé que te habían raptado. O que estarías muerto.
—Lo siento —dijo Sátiro.
—Dorcus ha muerto. Nihmu tiene una herida de puñal en el hombro. Fueron tres hombres. Entraron en las dependencias de las mujeres. —El espartano meneó la cabeza—. Dioses, de modo que has estado fuera toda la noche. Y Melita también, a no ser que su nota sea falsa. Dice que se ha fugado con el dios de la guerra, de modo que Estratocles ha fallado por voluntad de los dioses.
Sátiro se escabulló de su habitación y enfiló el corredor, dispersando sirvientes. Entró en el ala de Safo, pasando ante un guardia.
—¿Tía? —llamó.
Safo apareció con un traje persa, le dio una bofetada y acto seguido lo abrazó.
—¡Estabas con una chica! —dijo—. ¿Esto es lo que te he enseñado? Hueles a sexo. ¡Ay, qué tontaina! —agregó, y lo abrazó con más fuerza.
Sátiro se preguntó por qué siempre creía que iba a salirse con la suya.
—Ese perfume es bastante caro —intervino Calisto desde detrás de Safo—. ¿Estabas con Fiale, por casualidad? ¿Cómo no se nos ha ocurrido?
Sátiro meneó la cabeza.
—¡Lo siento! —dijo.
—Si ahora recuperase a tu hermana, podría dejar de preocuparme —dijo Safo.
Melita yacía bajo las estrellas, tapada con sus dos clámides de hombre y con las piernas entrelazadas con las de Jeno. El chico nuevo yacía al otro lado, ahíto de sopa, profundamente dormido.
El caso del niño era mucho más triste de lo que Melita había supuesto; huérfano de padre y madre, muertos a manos de su propio amo. Melita meditaba sobre la historia del niño, tratando de reconstruir el relato que de su vida había hecho un crío de seis años.
Jeno la amaba demasiado, y en cierto modo su adoración era lo más difícil de todo, pero había dado en el blanco diez veces sobre diez a cincuenta pasos y a la luz de las teas, e incluso el capitán de arqueros de los
toxotái
se quedó impresionado con ella… con él. Había conseguido un puesto entre los arqueros que se entrenaban para enfrentarse a los elefantes de Demetrio. La adoración de Jeno parecía un módico precio que pagar.
Melita se preguntó qué estaría haciendo su hermano. Con las prisas por escapar de los confines de la casa de León, no se había detenido a pensar cómo sería estar sin él, pese a sus muchos defectos. Al fin y al cabo, era su hermano gemelo. ¿Adónde había ido?
Jeno ya estaba roncando. Melita le sonrió, su mole tan familiar y tan desconocida a la vez, y sonrió al pensar que ninguno de los demás soldados consideraba que hubiera nada especial en el hecho de que compartieran mantas y clámides. Se preguntó cuánto tiempo lograría mantener su apariencia de hombre.
Tanto como pudiera.
El ejército de Egipto tenía previsto iniciar la marcha al amanecer. Su partida estuvo marcada por disturbios y protestas que se sumaron a las dificultades usuales, y el sol alcanzó el cénit antes de que la caballería se pusiera en camino. La caravana de carros, carretas, mulas y porteadores que llevaba el equipaje ocupó la calzada antes de que saliera el primer escuadrón, y cada vez hubo más no combatientes siguiendo a cada unidad. El ambiente en la columna era malo, y en las calles de la ciudad, peor.
Se rumoreaba que los Compañeros de Infantería se habían amotinado en su cuartel, pero estaban presentes, marchando de a dieciséis en fondo, con sus escuderos apretujados entre las filas de soldados, de modo que los hombres caminaban sin cargar nada mientras que sus esclavos acarreaban su armadura, sus armas y su comida. A diferencia de la caballería, muchos de cuyos jinetes se habían puesto sus mejores galas para la partida, en parte para alardear y en parte para intimidar al pueblo, los Compañeros de Infantería no se dignaron hacer lo mismo. Emprendieron la marcha con polvorientos quitones rojos, rezongando. Había huecos en sus filas, y corría la voz de que algunos hombres habían desertado, o algo peor.
El otro
taxeis
también marchó, cada cuerpo con dos mil hombres en formación de cuatro en fondo, constituyendo una larguísima columna, seguidos por sus carros y esclavos. Sólo los más afortunados de estas formaciones menos prestigiosas tenían escudero. Una vez más, había huecos, filas en las que faltaban uno o dos hombres. Los rumores que circulaban por la columna aseguraban que había un complot contra Tolomeo, que los macedonios se alzarían y lo matarían, que los egipcios lo matarían… un runrún cada vez más disparatado.
La falange de Egipto continuó entrenando en su plaza de armas junto al mar. Al frente de la parada estaba su equipo. Cada hombre tenía un petate cuidadosamente atado, y los filarcos inspeccionaron el equipo de campaña de cada hombre antes de que los capitanes de filas les pasaran revista otra vez. Después de la inspección, que se prolongó hasta el mediodía, mientras los soldados más pobres corrían al mercado en busca de un donativo de última hora, apilaron el equipo en un extremo de la plaza e hicieron instrucción hasta que las sombras comenzaron a cernirse sobre la ciudad. Y entonces apareció Diodoro.
—¡El
strategos
de la retaguardia! —anunció Filocles.
—El mismo —contestó Diodoro, saludando—. Hoy no habríamos llegado ni al campamento más próximo, amigo mío —dijo, señalando los petates—. ¿Pueden acampar aquí tus hombres? ¿En la plaza de armas?
—Ya contaba con ello —dijo Filocles.
Sátiro se acercó a Diodoro.
—Llevamos oyendo rumores todo el día —expuso. Estaba un poco aturdido por la falta de sueño—. ¿Qué está ocurriendo?
—Los amotinados se han juntado —contestó Diodoro, aunque mirando a Filocles, no a su sobrino—. Tal como dijimos, ¿eh, hermano?
Filocles esbozó una sonrisa enigmática.
—Tal como planeamos. —Saludó y le hizo una seña a Rafik, su trompetero, que acudió a la carrera. Se volvió hacia Sátiro—. Chaval, busca a Abraham y dile que vaya a buscar la comida de la que hemos hablado. Rafik, toca «filarcos al frente». —La llamada resonó, y entonces Filocles bramó—: ¡Conmigo!
Sátiro se encontró enseñando a una extraña mezcla de hombres cómo cocinar sobre una fogata. La mayoría eran habitantes de la ciudad y sabían tan poco de cocina como de dormir cómodamente en el suelo desnudo. Mientras comentaba la mejor mezcla de queso y cebada para el vino y el agua, las bondades de añadir un huevo al rancho y el sabor resultante con cien aprendices de cocinero, tuvo ocasión de advertir que los hombres estaban con los nervios de punta además de excitados. Flotaba algo en el aire.
Cuando los largos rayos del sol dieron la bienvenida al ocaso, descubrió que tenía a Filocles al lado, tomando un cuenco de sopa de cebada y mordisqueando un pedazo de pescado.
—No está mal, filarco. Tus hombres comen bien.
Sátiro sonrió.
—El mérito no es mío. Diocles ha traído especias, ¡pimienta! ¿Quién lleva pimienta a la guerra?
—Yo —intervino Diocles—. ¿Pan con aceite de oliva,
strategos
?
Filocles se arrimó a su pupilo.
—Diodoro ha enviado a Eumenes al barrio del sur con guías proporcionados por Namastis —dijo—. No tardaremos en saber a qué atenernos. —Hablaba en voz baja—. Tu hermana, sólo los dioses saben cómo, ha enviado una nota a León a través de un esclavo. El niño esclavo nos ha dicho dónde está Estratocles; él y todos los macedonios partidarios del motín se han juntado. Es probable que su intención sea atacar el palacio. —Miró en derredor, tomó una cucharada de sopa y luego, viendo la confusión del semblante de Sátiro, enarcó una ceja—. ¡Se trata de Estratocles, chaval!
Sátiro asintió, olvidando la fatiga.
—¿Puedo ir? —preguntó.
—Si los amotinados están todos juntos, si nuestra información es correcta, atacaremos esta noche. Quiero llevarme a unos cuantos de nuestros hombres. Egipcios y helenos juntos.
Diocles sonrió de oreja a oreja.
—¿Para encarnizarlos un poco? Ese es el espíritu.
—¡Por eso nos hemos quedado atrás! —dijo Sátiro.
—Hummm. Ha sido más un efecto que una causa, chaval. Buena sopa. Elige a tres hombres y reúnete conmigo en el frente de la plaza dentro de una hora. Sólo espadas y escudos.
—¡Sí, señor!
Era plena noche cuando se adentraron en el barrio del sur. La luna daba un poco de luz, y llevaban guías, en su mayoría egipcios de la falange a quienes Sátiro conocía. Un buen puñado de ellos le estrecharon la mano o se la llevaron a los labios. No entendía por qué le profesaban tanta devoción, pero así era, y el regusto que le dejaba era más amargo que dulce.
La tenería apestaba. El hedor era tal que los hombres estornudaban y escupían.
—¡Silencio! —susurró Filocles—. ¡Ya veréis cuando oláis a los muertos en el campo de batalla!
Llevaba a Jeno con él, y éste cogía de la mano a un niño pequeño.
Sátiro y su amigo se dieron un fuerte apretón de manos.
—¿Quién es el crío?
—Compré un escudero —dijo Jeno. Parecía apenado—. Sabía cómo encontrar a esa ateniense, Tique.
El niño estaba temblando y Sátiro se arrodilló a su lado.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
El niño rubio volvió la cabeza y se escondió entre los pliegues del
kitoniskos
de Jeno.
—Sátiro, tu hermana va a servir con los arqueros —dijo Jeno.
—Safo la matará —respondió. Se encogió de hombros.
Cada vez que miraba hacia el fondo del callejón se le revolvía el estómago, y el
daimon
del combate estaba comenzando a cantarle al oído, y le temblaban las manos. Sátiro no tenía ni idea de cuál era el plan de su preceptor. Condujo a su destacamento donde le ordenaron, a la puerta trasera de un almacén, donde vio a Hama, un suboficial de los
hippeis
de Diodoro, aguardando junto a otro hombre con armadura.