El mercado nocturno era un mundo extraño donde mandaban los ladrones, las
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y los mendigos, donde los soldados eran clientes y los esclavos pagaban para divertirse. En cierto modo, era el mundo diurno vuelto del revés, tal como Menandro había observado tan acertadamente. Menandro a veces aparecía por el mercado nocturno, y sus obras estaban cuajadas de expresiones aprendidas allí.
Compró un espetón de carne, probablemente de rata o ratón, a una niña que no tendría más de cinco años, que cogió el dinero con la concentración que ponen los niños al realizar una tarea de adulto, mientras su madre atendía a un bullicioso soldado en la caseta de detrás del tenderete.
—No podía… Tenía que venir —dijo Jeno a su lado, y Melita lo miró a los ojos.
—¿Me has encontrado en el mercado nocturno? ¡Debes de ser medio sabueso! —dijo Melita. Debería estar enfadada, pero en cambio le apretó la mano.
Vagaron de un puesto a otro, pagaron por sus canciones a un cantante ciego que se acompañaba de una cítara y vieron actuar a unos esclavos acróbatas, sin pagar por el espectáculo que su amo cobraba bien caro cuando lo hacían en simposios o domicilios particulares.
—El capitán de los arqueros está allí con sus camaradas, bebiendo vino y contando mentiras —dijo Jeno, sonriendo—. Le he hablado un poco de ti, sin mencionar que eras una chica, por supuesto. Sólo le he dicho que eras menuda y muy buena con el arco.
Melita le dio un beso en la nariz, tal como había visto hacer a varios chicos con sus hombres, incluso en público.
—Retiro todo lo que he dicho de ti a tus espaldas —dijo Melita.
Jeno hizo una mueca. Había un asomo de miedo en él, cierto titubeo que fastidiaba sobremanera a Melita.
—Vayamos a conocer a ese capitán —dijo.
Deambularon por el ágora, evitando una reyerta mortal tan repentina y explosiva que Jeno quedó salpicado de sangre y Melita se encontró con que había empuñado su
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sin siquiera haber pensado en desenvainarlo.
—¿Este es tu joven arquero, amo Jenofonte? —preguntó una voz grave, mientras Jeno todavía se estaba limpiando la sangre del rostro. Contemplaba el cadáver como si fuese a reconocerlo en cualquier momento, pero se volvió.
—¡Capitán Idomeneo! —dijo Jenofonte—. Mi amigo…
—Bión —dijo Melita, tendiendo la mano para estrechar la del arquero. El acento de éste indicaba que era cretense, y parecía una caricatura de Hefesto; era guapo de cara, pero bajo y ancho, con poderosos brazos y las piernas cortas. De hecho, sólo era un par de dedos más alto que ella.
Melita debió de mirarlo más tiempo de la cuenta, porque el cretense le sonrió de oreja a oreja.
—¿Te gusta lo que ves, chico? También tengo la verga corta y ancha. ¡Ja! —Tenía una copa de vino en la mano y bebió un trago—. Sin ánimo de ofender, chico. ¿Sabes disparar?
—Cualquier cosa —dijo Melita—. Llevo tirando desde que tenía cuatro años de edad. Hago diana siete de cada diez veces a medio estadio. Puedo…
—¿Sabes encordar un arco? No presumas demasiado, chico, lo tengo muy fácil para ponerte a prueba mañana. ¿Qué clase de arco tienes? Déjame verlo.
No parecía ebrio, pero toda una vida al lado de Filocles había enseñado a Melita que algunos hombres funcionaban eficientemente a través de una neblina de vino. La joven sacó el arco de su
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y se lo dio.
El cretense silbó.
—¿Sakje? A lo mejor no eres tan mentiroso, chico. Es de tu talla. ¿Lo hicieron para ti?
Melita asintió.
—Sí —dijo.
—¿Eres sakje, chico? —preguntó el capitán de arqueros—. ¿Va a venir alguien en tu busca?
Había algo en su tono de voz que agradó a Melita, una firmeza que demostraba sus dotes de mando. De modo que le dijo la verdad.
—Tengo familia aquí —admitió—. Es posible que me busquen. Aunque, si me encuentran, dudo que armen mucho escándalo.
—¿Niño rico? —preguntó Idomeneo.
Melita se encogió de hombros.
—¿A ti qué te parece? —respondió Melita, procurando poner la voz ronca y hacerse la dura.
El cretense la agarró de la oreja y le arrimó el rostro a una antorcha. Melita se resistió, le agarró la mano y le hizo una llave de pancracio, retorciéndole el brazo.
—¡Au! —gritó el cretense—. ¡Suelta!
Melita obedeció, e Idomeneo se frotó el hombro.
—Creo que hablas como un chico que ha tenido preceptor —dijo—. No quiero perder el tiempo visitando a magistrados y arcontes. Y además —se encogió de hombros, con los ojos brillantes a la luz de las teas—, si no fuese tan imprudente, me preguntaría si eres una chica. A mí, personalmente, me importa un bledo, entiéndeme. Sólo que si un padre indignado o un hermano me matan, mi fantasma te rondará hasta el fin de tus días. ¿Eres tan bueno como da a entender este arco?
—Sí —dijo Melita.
El cretense se encogió de hombros.
—De acuerdo. Estoy desesperado, cosa que sin duda ya te ha dicho este joven animal. Necesitamos arqueros como un hombre en el desierto necesita agua. Trato hecho. Pero si tu padre viene a buscarte, te entregaré a él de inmediato. ¿Entendido, chico?
Melita se irguió.
—¡Sí, señor!
—Plutón, ninguno de mis muchachos me llama «señor». —Idomeneo sonrió, y sus dientes relucieron a la luz de las teas—. ¿Puedo invitaros a una copa de vino para sellar el acuerdo?
Melita quería aceptar, pero Jeno negó con la cabeza.
—Pensaba ir a la subasta de esclavos —anunció.
Melita se estremeció.
—Ya sabes lo que el tío… —Reformuló la frase—. ¿Para qué quieres un esclavo? —preguntó.
Idomeneo la observó fijamente. Jeno miraba nervioso en derredor.
—Quiero un escudero —contestó—. Tengo mi parte del botín del barco. Todos los chicos ricos tienen escudero.
—A los tontos no les dura el dinero —masculló el cretense—. Escuchad, chicos: nunca compréis en el mercado nocturno. A la mitad de esos desdichados los han secuestrado en la calle, y a la otra mitad los usan de ganchos; te siguen a casa para ayudar a sus cómplices a robarte.
—Lo que tengo no me alcanza para comprar en el mercado diurno —dijo Jeno, evitando las furibundas miradas de Melita.
—Pues arréglatelas sin escudero —dijo el capitán de arqueros, con toda la firmeza de la edad y la experiencia—. Venga, de acuerdo. Os acompaño. De lo contrario aún acabarán por venderos a vosotros. ¿Argón? —llamó, y otro cretense se apartó de una hoguera, apuró el vino de su copa barata de arcilla y se la dio a otro hombre.
—Aquí me tienes, jorobado. ¿Quién es este chico?
Argón era más alto y más guapo, pero no parecía muy listo.
—Bión. Acabo de reclutarlo. Vamos a la subasta nocturna. Ven y así me cubres.
Idomeneo sonrió y ambos hombres se dieron sendas palmadas en la espalda.
Los cuatro se abrieron camino hasta la subasta, donde una apretada multitud de curiosos, muchos de ellos esclavos, se había congregado para pujar por la escoria de la ciudad de Alejandría. A Melita le repugnaba todo aquello; compartía la opinión de su tío sobre todos los aspectos de aquel comercio. Casi todas las personas en venta eran casos perdidos, la clase de marginados que vagaba por los aledaños del ágora durante el día, mendigando y robando, muchos de ellos incapaces de hablar. Estaban esqueléticos, malnutridos, en su mayoría tenían pocos dientes y todos se amedrentaban cuando un hombre libre se acercaba demasiado a ellos. Los únicos especímenes de aspecto normal y más o menos saludable eran niños, y su versión de la normalidad consistía en un abyecto terror a ser vendidos. Un chico sollozaba sin cesar.
«¿Qué clase de padre vende a su hijo?», se preguntó Melita para sus adentros, pero la respuesta la tenía antes sus ojos, mientras dos de los niños eran subastados por un cerdo desdentado con una sonrisa maliciosa. Los dos niños que vendía estaban magullados y callados, observando a la multitud alumbrada por las antorchas con el mismo interés que las almas muertas ponían en mirar a los vivos.
Melita se sorprendió acariciando con el pulgar el mango de su largo puñal. Deseaba matar a aquel hombre.
El lote siguiente lo componía un solo chico, el que había estado sollozando. Pese a la mugre y a su sucio y desdichado rostro era saludable, rubio y más corpulento que los demás niños.
Jeno se revolvía inquieto, consciente, como casi todos los novios, de que había fastidiado a su amante, e incapaz de pensar la manera de deshacer el entuerto sin renunciar a su acariciado proyecto de comprar un esclavo.
Melita leía su mente con tanta facilidad que se sintió herida; herida en la opinión que tenía de él. Pero sin sopesar la moralidad de sus actos, le sonrió.
—Compra a ese niño —dijo—. Parece bastante fuerte.
—¡Mi
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es más alto que ese crío! —protestó Jeno, pero volvió a mirar al crío—. Está lloriqueando.
—Zeus Sóter, es corpulento, y dentro de pocos años será fuerte. Además, es del tipo que cierto tío nuestro intenta rescatar. No seas imbécil, Jeno.
Melita trataba de hablar en susurros, pero el gentío rechiflaba para que el lote siguiente se desnudara; dos prostitutas en venta para saldar una deuda.
Idomeneo debió de oír parte de lo que dijo Melita, pues manifestó su opinión.
—¿Ese niño? Tiene buena pinta. Voy a echarle un vistazo de cerca. —El cretense se encogió de hombros—. Aunque un chico de esa edad es como tener un hijo. Hay que enseñárselo todo. Pero si vive, es una buena inversión.
La multitud estaba tan ansiosa por ver desnudas a las
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que el vendedor no estaba consiguiendo buenas pujas por el chico rubio.
—Odio a la gentuza que vende niños —dijo Argón. Escupió al hombre que había vendido a los dos niños, que ahora se hallaba a un brazo de distancia, contando sus monedas de plata. El hombre notó el escupitajo y se dio media vuelta hecho una furia.
Argón no se inmutó.
—Jódete, zoquete.
El zoquete se amedrentó y se batió en retirada. Argón era un hombre imponente. Melita asintió.
—Quería matarlo —dijo.
—¿En serio? —preguntó Argón—. ¿Quieres que te lo traiga?
Melita se dio cuenta de que estaba en un mundo diferente, que Argón quería decir precisamente lo que había dicho.
—Tres lechuzas de plata —dijo Idomeneo—. Argón, no busques jaleo. Bión, ¿acaso has provocado a este patán? Argón, respira hondo y lárgate. —El cretense meneó la cabeza—. Es la clase de hombre que hace que la gente nos llame «cretenses».
Jeno dio al oficial tres grandes monedas de plata, e Idomeneo las hizo desaparecer en el acto.
—Nunca enseñes el dinero así por la noche —recomendó—. Ay, chicos, necesitáis unas cuantas lecciones sobre cómo es la vida real. En fin, el chico es tuyo.
Alargó el brazo y agarró la correa de manos del vendedor. Jeno la cogió y tiró, pero el chico no se movió, y el público bramaba para que las prostitutas se desnudaran.
Melita rodeó los hombros del niño con el brazo.
—Vamos, chico —dijo.
El crío sollozó y se agachó.
Idomeneo lo cogió como si estuviera hecho de plumas.
—Vayamos a un sitio luminoso y tranquilo para ver qué has comprado —decidió.
Sátiro saltó de su terraza a la playa sin demasiados problemas, salvo por el dolor del costado, que, cuando quedó colgado de las manos, le hizo ver las estrellas. Luego recogió el atado que había tirado desde la terraza poco antes y echó a correr por la playa. El ruido de sus pasos quedó ahogado por los gritos de los hombres y mujeres acampados en la playa.
El
Loto Dorado
estaba varado de popa en la playa entre el
Jacinto
y el
Arco de Apolo
, con la proa en el agua, listo para zarpar, y su tripulación estaba bebiendo y disfrutando con la compañía de cientos de putas del puerto de Alejandría, que habían convertido la playa en una especie de mercado al aire libre, con vino, comida y otras delicias para los miles de remeros de la flota de Tolomeo.
Envuelto en un manto sencillo, Sátiro no tuvo dificultad en pasar entre ellos, ignorando unos cuantos ofrecimientos de compañía y la conciencia de lo que debería estar haciendo. Agarró el cabo del bote del barco, que estaba amarrado junto a la caja de remeros. Se quitó las botas y subió a bordo, soltó la amarra y empezó a remar.
Sátiro atravesó el puerto a la luz de la nueva luna, un creciente con las puntas hacia abajo que tanto los sakje como los egipcios llamaban «la doncella con las piernas abiertas». Por más fuerzas de que dispusieran Estratocles y Sófocles, Sátiro dudó mucho de que pudieran seguirle el rastro a través del puerto.
Remó hasta dejar atrás el puesto de guardia sin el menor tropiezo, y costeó silenciosamente hasta el minúsculo puerto, apenas mayor que un patio, donde la gabarra de Tolomeo efectuaba las operaciones de carga y descarga. Lo que hacía era una locura, pero estaba sonriendo por primera vez en varios días.
Las indicaciones de Amastris eran precisas: debía acudir a la puerta principal. Claro que ella no tenía forma de saber que la puerta principal, plagada de macedonios, era el último sitio donde Sátiro quería ser visto. Atracó el bote en el embarcadero comercial y trepó por la escala del muelle, que estaba desierto. Tolomeo tenía sus propios problemas; no iba a llenar su palacio de Compañeros de Infantería la noche antes de la partida. Sátiro había apostado a que sería así, y su apuesta parecía acertada.
En lo alto de la escala, se despojó del quitón y se puso una clámide parda como la que llevaban los esclavos de palacio. Los esclavos rara vez vestían quitón. Miró con añoranza su espada, y luego la dejó caer encima de su quitón. Si había algo que un esclavo no tenía nunca, era un arma. Descalzo como un esclavo, se coló en el palacio.
Nadie le dio el alto. Había esclavos en todos los pasillos, pero éstos no le prestaron atención, aunque fue objeto de suficientes miradas para darse cuenta de que muchos sabían que no era uno de ellos. No obstante, tampoco parecían inclinados a delatarlo.
Cruzó el patio y el
megaron
, llevando una jarra de vino que había encontrado en una alacena, y luego salió a la entrada principal, debajo del mural que representaba a Zeus. Dejó la jarra de vino en el suelo y atravesó el gran patio con la cabeza gacha hacia la puerta principal.
Aquella noche montaban guardia los Compañeros de Caballería. Eran los
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del soberano y, por tanto, podría haber confiado en ellos. Muchos eran amigos de Diodoro y, aunque casi todos eran macedonios, su destino estaba tan ligado a la casa de Tolomeo que jamás le traicionarían y, por extensión, tampoco a Sátiro. Suspiró por el esfuerzo adicional realizado y, entre el principio y el final de ese suspiro, atisbó una figura esbelta en medio de las columnas y los andamios de la puerta nueva.