Tirano III. Juegos funerarios (73 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—¿Qué hay de los oficiales macedonios? —inquirió.

Estratocles se encogió de hombros.

—Organicé el encuentro de los líderes del motín, y me aseguré de que fueran armados para el ataque contra Tolomeo. En cualquier caso, no vinieron. ¿Culpa mía? Tal vez. O quizá les entró miedo y se echaron atrás.

—Nos han llegado rumores de que fueron masacrados —dijo Demetrio. Sus ojos ya no miraban a Estratocles. Estaba valorando las cualidades de la muchacha que aguardaba en silencio detrás de Estratocles, envuelta en lana, con un recatado tobillo como único indicio de su edad y vitalidad.

Estratocles se sentía algo más que un mero protector de la chica. Dio un paso al frente para atraer la atención del comandante.

—Lo dudo. ¿No harías correr un rumor como ése si temieras un motín, mi señor?

—¿La fealdad es una enfermedad contagiosa? —preguntó Demetrio, y todos sus compañeros rieron—. Estoy convencido de que me has prestado un buen servicio, ateniense, pero me aburre mirarte. ¿Qué me has traído? ¿Eso es un obsequio? ¿Has traído a Briseida a mi tienda?

Estratocles no pudo resistirse.

—Briseida fue arrebatada a Aquiles, señor.

—Nada más apropiado, entonces, aunque me cuesta trabajo asignarte el papel de Aquiles. Veamos qué aspecto tienes, muchacha.

Demetrio se levantó de su trono.

—Es la hija del tirano de Heráclea, una joven modesta.

Estratocles se puso enseguida a su lado. Amastris retrocedió, interponiendo a Estratocles entre Demetrio y ella. Ningún otro acto podría haber tensado con tanta firmeza las trizas del sentido del honor de Estratocles; una prenda hecha jirones, pero con más trama y urdimbre de lo que él mismo sospechaba.

Demetrio se encontró alargando el brazo hacia Estratocles. Sus hombres se llevaron la mano a la empuñadura de sus espadas.

—No seas estúpido, mal encarado —dijo el chico rubio.

«Entrégale la chica sin más.» El olfato político de Estratocles, un
daimon
afinado tras una generación de política ateniense y con voz propia, le dijo que podría obtener lo que quisiera de aquel niño bonito si le entregaba la chica. «O mejor aún —sugirió la voz—, cuanto más te resistas a entregársela a este nuevo amo, mejor valorará este nuevo amo a la chica… y a quien se la dé.»

Por primera vez en varios años, Estratocles hizo caso omiso del desapasionado que lo gobernaba en los asuntos de estado. Su agilidad mental acudió en su ayuda.

—No soy estúpido —dijo con toda calma—. Y tampoco, señor, para ofender al tirano de Heráclea cuando tu padre depende de sus puertos y de sus barcos.

—¡Tiene los tobillos de Afrodita! —señaló Demetrio. Puso los brazos en jarras—. Me importa un comino el tirano de Heráclea.

—Me figuro que has usado la coletilla de Afrodita en otras ocasiones —repuso Estratocles.

Amastris se rio a su lado, y Estratocles se sintió el rey del mundo. Entonces ella dejó que los pliegues de su himatión le cayeran de la cabeza y dio un paso al frente.

—Tal vez te importe un comino mi padre —dijo Amastris, y sonrió a Demetrio—, pero te prometo que a él sí le importaré yo.

El sol de su sonrisa arrolló sus palabras, y Demetrio juntó las manos dando una palmada.

—Que la conduzcan a una tienda; arrojad a los ocupantes a la arena. Procurad que no le falte de nada. —Demetrio hizo una profunda reverencia—. Permite que te rescate de este sapo.

Amastris volvió el sol de su sonrisa hacia Estratocles. Negó con la cabeza.

—Es mi sapo —replicó la princesa—. Confío en él, y a ti no te conozco.

Algo caliente encendió el corazón de Estratocles. Se sonrojó y le dolió la nariz.

—Te protegeré —dijo con voz sorda; palabras equivocadas, lo sabía, y además mal dichas. No le importó.

Amastris volvió a cubrirse la cabeza, pero no apartó los ojos de los de Estratocles. Él no había reparado en lo fríos que eran antes.

—Sí —dijo Amastris—. Lo harás.

Su sonrisa fue visible sólo en los rabillos de los ojos, pero fue toda para él. Hacía mucho tiempo que no veía a unos ojos hacer eso… por él. Hizo una mueca de dolor.

Entonces Amastris retrocedió. Los guardias de Estratocles la rodearon.

—Estaremos encantados de ocupar la tienda que consideres oportuno asignarnos —dijo Estratocles.

—De eso nada, sapo. Ella es mía. Me ocuparé de que te paguen un par de talentos por tus traiciones, pero ella es mía. A lo mejor añado algo a tu recompensa por haberla traído. Realmente, su presencia hace que casi haya merecido la pena conquistar esta franja de arena. —Demetrio se rio, y todos los compañeros se rieron con él—. Afrodita, diosa del amor, ¿nunca has pensado que ella sólo puede encontrarte horrible? ¿Al hombre que la ha raptado? ¿Alguna vez te has mirado en un espejo? En cambio yo, el dorado, el elegido de los dioses, la salvará de tus venenosas garras. —Demetrio rio de nuevo—. Ya está toda mojada sólo de verme, sapo.

Esto último hizo que todos los compañeros se rieran a mandíbula batiente.

Estratocles tuvo el coraje de sonreír. Se irguió cuan alto era. «Yo soy el héroe de esta obra —pensó—. No tú, chico, sino yo; el sapo.»

—No es así como trata a los hombres tu padre, señor —dijo Estratocles haciéndose oír por encima de las carcajadas—. Los insultos de colegial sólo insultan a los colegiales.

Demetrio se volvió de repente, con los ojos entornados.

—¿Te atreves a decirme lo que mi padre haría o dejaría de hacer? ¿Me llamas colegial?

Sus compañeros se callaron.

—Tu padre me ofreció la satrapía de Frigia. He hecho honor a mi parte del acuerdo y todavía tengo agentes en sus puestos. Y ahora —despacio, cautamente, como si le arrancaran las palabras—, ¿ahora me insultas, me arrebatas a mi pupila y me ofreces unos pocos talentos de plata? —Estratocles se encogió de hombros—. Mátame, señor. Pues si no lo haces, le diré a tu padre que eres un idiota.

—Mi padre… —comenzó Demetrio, pero de pronto se calló, como si escuchara a alguien que le estuviera hablando. Demetrio parecía una estatua. Miró al vacío por encima de la cabeza de su amigo Pisandro hasta que volvió a mirar a Estratocles.

»Llevas razón al reconvenirme, señor. —El cambio de actitud de Demetrio fue tan radical que Estratocles, todavía enfrascado en su propia actuación, sintió que debía dar un paso atrás ante el poder de los dioses. Demetrio hizo una reverencia al ateniense—. Ha estado mal que te insultara, aunque debes confesar que nunca imitarás a Ganímedes.

Algunos compañeros rieron, pero la suya fue una risa nerviosa, porque la voz de Demetrio sonaba extraña.

Estratocles inclinó la cabeza indicando que estaba de acuerdo.

—Nunca he alardeado de mi aspecto. Como tampoco he pretendido tomar a Ganímedes como modelo —dijo, lanzando la pulla contra el compañero más guapo de Demetrio, un apuesto muchacho que estaba al lado de Pisandro—. Aunque deduzco que algunos lo hacen.

Demetrio se rio.

—Veo que eres algo más que una cara fea —admitió—. Estamos al borde de una batalla, la batalla que nos dará Egipto. Después recompensaremos a todos nuestros leales soldados. Hemos hecho mal en hablar de unas míseras monedas de plata. Ruego aceptes nuestras disculpas.

Demetrio hizo una reverencia, y Estratocles tuvo que reprimir el impulso de perdonarlo de inmediato.

«Esto es el poder», pensó.

—¿Y la chica? —preguntó.

Demetrio sonrió.

—Que sea lo que ella quiera.

Estratocles se la llevó, con Pisandro en calidad de mensajero. El
daimon
le reprochó que hubiese caído presa de una chica guapa.

24

La persecución de Estratocles no duró toda la noche. Poco después de las doce, descubrieron el medio que había empleado para abandonar la ciudad, un barco que aguardaba ante el palacio, y la ventaja que llevaba garantizaba su éxito.

—Irá en busca de Demetrio —dijo Filocles a Sátiro.

El joven no vertió ni una lágrima, estaba cansado, con el corazón partido e incapaz de sentir. En los días posteriores nada logró levantarle la moral. Marcharon de la ciudad al desierto, y las cinco siguientes jornadas fueron muy duras; trechos de desierto puntuados por ciudades del Delta y ríos que debían cruzar, de modo que un hombre podía morirse de sed a causa del calor y, al cabo de nada, correr peligro de ahogarse. Los mosquitos eran los peores que Sátiro había visto jamás, se abatían sobre el ejército en nubes que se veían a un estadio.

—¿Qué comen cuando no encuentran judíos? —preguntó Abraham.

—Mulas —contestó Dionisio—. El sabor es prácticamente el mismo.

Sátiro marchaba en silencio, a ratos absorto en sombrías fantasías sobre el sufrimiento que debía de estar padeciendo Amastris y, al mismo tiempo, atormentándose por su incapacidad para rescatarla. Pocas cosas hay más calculadas para indicar su insignificancia a un muchacho que marchar en la interminable nube de polvo e insectos de la columna de un ejército del alba al ocaso; un diminuto piñón de bronce en la gran máquina de guerra.

Por la noche acampaban en terreno llano junto a ramales del Nilo y bebían agua turbia que dejaba posos en las cantimploras. Cada mañana, Sátiro se obligaba a levantarse para ir de fogata en fogata y ayudar a cada casino a encender el fuego, pedir un hacha para otro y recordar a un tercero cómo cocinar con cazuelas de barro sin romperlas.

En general la cocina estaba mejorando, si bien se debía a que la falange de Egipto comenzaba a tener seguidores. En cada pueblo había chicas y chicos muy jóvenes que deseaban irse a cualquier parte, aunque sólo fuera para escapar de la eterna monotonía de la tierra. En el río, una chica se consideraba mujer cuando cumplía doce años, y vieja cuando era una abuela de veinticinco. En su mayoría morían antes de los treinta. Sátiro había oído hablar de todo aquello, pero ahora marchaba a través de esa realidad, y cada mañana había más campesinos en sus fogatas, cocinando la comida… y comiéndosela. Y las filas de escuderos empezaron a crecer, de modo que la falange se asemejaba cada vez más a los Compañeros de Infantería.

El tercer día Filocles recorrió las filas, ordenando a los hombres que acarrearan su equipo.

—¡Dejad que ellos lleven las cazuelas! —rugió Filocles—. ¡Cargad con vuestras propias armas! Os habéis pasado el verano ganando este privilegio, ¡no lo vendáis por un poco de descanso!

La cuarta mañana Amastris seguía siendo un sueño remoto. Sátiro se había dormido al lado de Abraham, y al despertar vio que su amigo tiritaba. Sátiro también tiritaba, pero sabía qué hacer al respecto. Se levantó en un periquete, tapó a Abraham con su clámide y se echó a correr siguiendo la orilla del Termótiaco, un brazo del Nilo, y luego en torno al campamento hasta que entró en calor.

Río arriba se encontró con dos infantes de marina a los que conocía y con Diocles, que llevaba una cabra.

—¿De dónde ha salido? —preguntó Sátiro.

—La hemos encontrado vagando por ahí —contestó uno de los infantes.

—La verdad es que no pertenecía a nadie —dijo Diocles, evitando los ojos de Sátiro.

El muchacho se rascó la incipiente barba.

—Ya sabéis lo que dice Filocles acerca de los robos.

—No ha sido un robo —insistió Diocles.

—Vagaba por ahí —repitió el infante de marina. Su compañero guardaba silencio.

—Sé dónde puedes encontrar a tu hermana —dijo Diocles inopinadamente. Si tenía intención de distraer a su oficial, desde luego que lo consiguió.

—¿De veras? —preguntó Sátiro.

—Enseguida os alcanzo —dijo Diocles a los infantes. Luego se volvió y comenzó a desandar lo andado—. Está en el campamento de los arqueros. Todos los marineros y los infantes lo saben. ¿No la harás regresar?

—¡Hades, no! —dijo Sátiro.

Caminaron medio estadio hasta donde una docena de muchachos estaban tirando contra una bala de forraje para la caballería.

—La cabra nos la ha dado ella —confesó Diocles.

—¿En serio? —preguntó Sátiro.

—¿Realmente quieres saberlo? —repuso Diocles—. Ve a verla. Nos vemos en el campamento.

Sátiro fue corriendo hasta el grupo de arqueros. No era demasiado difícil distinguir a su hermana, si sabía dónde mirar. Se acercó a ella y le pegó un manotazo en la espalda, como solían hacer los soldados cuando llevaban armadura.

Melita dio media vuelta.

—¡Cabrón! —gruñó.

Sátiro se rio. Se abrazaron.

—¡Estás loca! —dijo Sátiro.

—Tanto como tú, hermano —respondió Melita—. ¿Se sabe algo de Amastris?

Sátiro se puso en cuclillas, una buena postura en un mundo sin sillas.

—Nada de nada. Estratocles se la llevó y tornaron un barco.

—No la molestará —contestó Melita—. Amastris es muy inteligente.

Al cabo de un momento Melita dijo «demasiado inteligente», como sugiriendo que toda esa inteligencia no era totalmente admirable.

—Temo por ella. —Sátiro frunció el ceño—. Ya sé que parece una estupidez, pero quiero rescatarla.

—No es una estupidez, hermano. Si ese cabrón me hubiese raptado a mí, esperaría que tuvieras los cojones de venir a salvarme.

—Bonito lenguaje —dijo Sátiro.

—Tengo buenos maestros —respondió Melita.

—Debo regresar para asegurarme de que todos desayunan —dijo Sátiro, y vio que Jenofonte se acercaba con aire avergonzado—. Ahora ya sé dónde duermes —agregó Sátiro con cierta malevolencia.

Jenofonte evitaba mirarlo a los ojos, y Sátiro se entristeció al constatar que le daba igual.

—Regreso contigo —dijo Jenofonte. Él y Melita cruzaron una mirada elocuente.

—No —repuso Sátiro—. Tú llevas armadura y yo voy a correr. Ya nos veremos. ¿Cómo te haces llamar? —preguntó a su hermana.

—Bión, como mi caballo.

Le dedicó la mejor de sus sonrisas y Sátiro le correspondió. Le dijo adiós con la mano, se despidió de Jenofonte con una inclinación de cabeza para no parecer grosero y salió corriendo hacia el campamento.

Al cabo de un rato, con la panza llena de cabrito mal asado, estaba marchando de nuevo.

La columna pasó por Nato y Bubastis, donde se les sumaron más seguidores y donde los aguardaban las barcazas que suministraban grano al ejército. El uso de gabarras restringía el pillaje por parte de los campesinos a niveles aceptables. En Bubastis, Filocles sorprendió a un egipcio y a un heleno robando ganado en una granja de las afueras, y condujo a ambos hombres de regreso al campamento a punta de lanza.

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