El elefante que estaba más cerca de Sátiro soltó otro estremecedor lamento, se desplomó y permaneció casi inmóvil.
En torno a Sátiro, el fragor de la batalla remitía. Casi todos los elefantes habían huido indemnes de la falange y, ahora, sin nadie que los guiara, corrían sin rumbo por la llanura, pero tres de ellos estaban atrapados en la masa de cuerpos y se limitaban a aguardar su destino.
Abraham agarró el brazo de la lanza de Sátiro cuando éste se disponía a matar a la bestia.
—¡Para!
Sátiro volvió la cabeza.
—¿Qué?
—¡No lo hagas! —dijo Abraham. Se quitó el yelmo, y el pelo largo le cayó empapado en sudor—. ¡Son nuestros! ¡Los hemos capturado!
Los hombres enseguida hicieron suya su consigna y, mientras viviera, Sátiro no olvidaría ese grito y los miles de manos alejandrinas alzadas no para matar, sino para acariciar a las grandes bestias.
—¡Los elefantes son nuestros!
Los Exiliados desfilaron entre la muchedumbre congregada en la puerta de Gaza como un escita entre las mieses un día de otoño, cuando el trigo está maduro y los tallos quebradizos. Luego cruzaron la gran puerta del campamento y se adentraron en sus estrechas calles.
Melita iba detrás de Diodoro al entrar en la ciudad. No hubo una verdadera defensa, sólo hombres asustados que huían de unos jinetes que rara vez no los mataban. Una vez cruzada la ciudad, entraron en el campamento de tiendas, y Melita vio que los jinetes enemigos y buena parte de la infantería huían en desbandada por el otro extremo del campamento; una victoria aplastante: los enemigos abandonaban su campamento, sus esposas, su tesoro.
—¡Seguidme! —rugió Diodoro. Dirigió la cabeza de su corcel hacia el complejo de tiendas que se levantaba en medio del campamento, cual palacio construido con lonas, con una magnífica estructura central de púrpura tiria—. ¡Exiliados, seguidme!
Melita era una amazona nata, pero, aun así, le resultó difícil seguir a Diodoro. Su tío cabalgaba sobre los obstáculos, saltaba los vientos de las tiendas como un centauro, con la clámide ondeando a sus espaldas. Melita rodeaba los obstáculos que Diodoro saltaba, pero no se rezagó, y Crax y Eumenes y sus dos escuadrones los siguieron, con sus clámides descoloridas señalándolos como amigos.
Por el momento, el campamento era todo suyo.
—¡Ares y Afrodita! —gritó Diodoro al pasar bajo la puerta de la zona de mando, que disponía de su propio templo a Niké, así como de sus propias fuentes. Detrás de él, un puñado de guardias se rindieron a los Exiliados.
Hileras de estatuas de bronce dorado decoraban todas las entradas, y una bañera de plata ocupaba el centro del patio. Diodoro dejó que su caballo se abrevara en ella.
—Qué idiota —dijo Diodoro—. ¡Eumenes! Jefes de columna a la entrada de cada tienda. Cuatro filas en la puerta, y se reparte hasta la última puta moneda. ¿Entendido, muchachos?
Los hombres de Eumenes no aguardaron a recibir órdenes; desmontaron y fueron a proteger sus puestos en cuanto oyeron al hiparco. Eumenes se llevó a otro destacamento para rodear el complejo de tiendas.
—¡Arramblad con todo! —bramó Diodoro. Los Exiliados rugieron. A Melita le dijo—: Esto siempre tiene mejor acogida que la gloria.
—¡Hay que buscar a Amastris! —gritó Melita.
Pero Amastris sólo era una mujer, y allí estaba la recompensa por diez años de combates; allí estaba el tesoro del ejército enemigo, y casi todos los hombres sabían que éste pagaría su regreso a casa.
León entró en el patio. Saludó a Diodoro.
—El tercer escuadrón se está encargando de los oficiales y el cuarto ha ido a seleccionar caballos. —Asintió—. Veo que hemos llegado los primeros.
El tío León tenía sangre en el labio.
—¡Estás herido! —dijo Melita.
—¡Mira a quién tenemos aquí! —dijo León. No sonrió.
—Tenemos que buscar a Amastris. ¡Todo el mundo está saqueando! —gritó Melita a sus tíos. Detrás de León, Coeno daba órdenes a una muchedumbre impaciente provista de palancas.
La joven se achicó.
—El flanco de Tolomeo se ha llevado la peor parte, según he visto —dijo León a Diodoro sin prestar más atención a Melita—. No nos haría ningún bien que el Granjero muriera mientras saqueamos el campamento.
Diodoro negó con la cabeza.
—Demetrio estaba allí con su mejor caballería —dijo. Se quitó el yelmo—. Tolomeo puede arreglárselas. Si no fuese capaz de vencer con su izquierda y su centro victoriosos, habríamos estado condenados desde el principio.
—Eumenes saqueó el campamento enemigo en Gabiene y aun así perdisteis. —León observaba la nube de polvo que se alzaba al este—. Deja que me lleve a los mercenarios…
—¿Crees que vas a poder sacarlos de un campamento enemigo una vez iniciado el saqueo? —Diodoro miró en derredor—. Tolomeo es bueno, León. ¡Coeno, olvídate del mármol! Por los huevos de oro de Apolo, ese hombre va a detenerse a contemplar obras de arte.
León miró en torno a sí.
—Si estás convencido, entre esta vulgaridad hay algunas cosas que quiero.
Melita miraba a uno y al otro.
—¡Tenemos que buscar a Amastris! —gritó.
—¡Alto ahí! —chilló Diodoro cuando un puñado de mercenarios intentó cruzar una de sus filas—. Esto es nuestro, camarada. ¡Largo!
León saludó.
—La responsabilidad es tuya, camarada —dijo. Ignoró a Melita, estrechó la mano de Diodoro y se marchó.
La situación era inquietante, y había cosas que la joven prefería no ver —violaciones, brutales matanzas despiadadas—, pero no tantas como habría visto si el campamento hubiese sido defendido. Los Exiliados no habían perdido un solo hombre, no tenían la sangre encendida y por tanto mantenían cierta disciplina. Encontraron el tesoro, tomaron prisioneros que parecían valer un rescate y formaron caravanas con su botín antes de que el resto del ejército llegara al campamento.
Melita observaba asqueada toda aquella actividad, y vio lo que quedaba del ejército derrotado huyendo hacia el arenal por las puertas y las murallas de la parte trasera del campamento.
Justo detrás del cordón de Exiliados, vio que un puñado de hombres estaba violando a una mujer; la víctima ni siquiera gritaba. Tanu, el tracio de su fila, se percató y negó con la cabeza.
—No mires, muchacha —recomendó.
—Deberíamos detenerlos —apuntó Carlo.
—No nos hacen ningún daño —repuso Tanu. Se encogió de hombros—. A mí tampoco me vendría mal un poco de ajetreo —agregó.
Melita enderezó la espalda.
—Mi amiga está en alguna parte de este campamento —dijo—. Necesito algunos hombres que me cubran mientras la busco. —Hizo avanzar a su caballo, hasta situarse delante de los piquetes—. ¿Quién viene conmigo?
—Don Eumenes nos ha apostado aquí —objetó Tanu.
—¿Tienes problemas, chica? —preguntó Coeno—. ¡Tú, Hama! Y Carlo. Y Tanu, maldito sea vuestro negro corazón. Subid el culo a la silla. —Levantó la vista hacia Melita—. ¿Y bien?
La muchacha cambió de sitio su
gorytos
y puso el puño de su
akinakes
de modo que fuera fácil desenvainar.
—Estratocles no es idiota —dijo—. Diodoro está demasiado atareado saqueando para que le importe, y tío León, demasiado enfadado para hacerme caso.
Coeno asintió.
—Me pregunto por qué será…
Melita obvió el comentario con un gesto de la mano.
—Pero Estratocles habrá huido en cuanto vio que la batalla estaba perdida. Se ha marchado, llevándose a Amastris consigo. Seguro.
No fue un alarde de retórica, Sátiro lo habría hecho mejor, pero algo en su tono tocó la fibra tanto de los hombres como Carlo, que la conocían, como de Coeno, que asintió e hizo una seña al soldado que guardaba su corcel.
—De acuerdo, voy contigo, señora. Saquear es impropio de caballeros. —Coeno enarcó una ceja—. Además, ya he terminado.
Los elefantes seguían huyendo, y un puñado de aterrados pero eufóricos voluntarios «custodiaban» a los tres que habían capturado, capitaneados por Namastis, recién ascendido a hiparco.
Sátiro estaba reformando su
taxeis
. Los Escudos Blancos corrían en tropel hacia el norte, sin ninguna disciplina; tras haber sobrevivido al enfrentamiento con los elefantes, daban caza a los fugitivos. Los egipcios eran diferentes, no sabían muy bien qué hacer con su victoria.
Sátiro los hizo formar, y se le encogía el estómago al ver las bajas y los huecos. ¿Dónde estaba Jenofonte? ¿Dónde Dionisio? ¿Y Diocles? Había tantos huecos en las primeras filas que se vio obligado a usar como filarcos a todos los muchachos que había reclutado, y luego tuvo que ascender a doce infantes de marina de León.
Los reagrupó de cara al campamento enemigo. A su izquierda todavía se libraban combates; grupos dispersos de caballería amiga y enemiga surgían de vez en cuando de entre la bruma de la batalla. Ya era más de mediodía. Sátiro bebió agua y buscó a alguien que le diera órdenes.
A su derecha, los Compañeros de Infantería volvían a formar. Los elefantes los habían castigado. Sátiro reconoció algunos rostros; ahora Amintas estaba en la primera fila, a pocos hombres de distancia. Sátiro lo saludó con la mano y Amintas le devolvió el saludo.
El gesto pareció envalentonar al filarco que quedaba en los Compañeros de Infantería.
—¿Alguna orden, polemarco? —preguntó.
Sátiro tosió. Se volvió y escupió.
—¿Qué has preguntado? —dijo con voz ahogada.
El macedonio se encogió de hombros como si no llevara peto.
—Muchos oficiales han muerto en el primer encontronazo —dijo. Se quitó el yelmo y ofreció el brazo a Sátiro para que lo estrechara—. Felipe, hijo de Felipe.
—Sátiro, hijo de Kineas —dijo Sátiro—. No tengo ni idea de qué hacer ahora.
Felipe se rio.
—Joder, ¿seguro que eres un oficial? —preguntó.
Batir de cascos.
Clámides púrpura y pardas avanzaban hacia ellos entre el polvo.
—¡Caballería en nuestro flanco! —se oyó gritar a la izquierda. Sátiro tenía que verlo por sí mismo. Salió de la formación.
—¡Felipe, mantén esta posición! —ordenó—. ¡Abraham! ¡Toma el mando de la fila derecha! ¡Rafik, conmigo!
El nabateo lo siguió fuera de la formación y Sátiro echó a correr. El roce de las canilleras le arrancó las costras de los doloridos tobillos mientras corría por delante de su
taxeis
.
—¡Caballería! —gritaban sus camaradas.
Terón no estaba allí para mandar el flanco izquierdo, pero Apolodoro, uno de los infantes de marina de León, había ordenado a las columnas del flanco que giraran hacia el lado del escudo y que bajaran las lanzas, cubriendo el flanco del
taxeis
, un hombre inteligente. Sátiro se detuvo a su altura.
—Ahí los tenemos —dijo Apolodoro. Señaló hacia la bruma de polvo, donde Sátiro apenas veía movimiento.
Sátiro se echó el yelmo de plata para atrás y por fin pudo respirar y ver.
La caballería enemiga se aproximaba con cautela. No suponían una amenaza para él; su tropa había formado y Apolodoro ya la había protegido.
—Buen trabajo, infante —dijo Sátiro.
—¡Gracias, señor! —contestó el infante de marina con rigidez, como si fuese un oficial de verdad—. Me parece que han aplastado nuestro flanco derecho mientras nosotros aplastábamos el suyo —agregó.
El comandante de la caballería enemiga iba enfundado en una armadura de oro y llevaba un yelmo también de oro. Avanzaba al paso y de pronto sonó una trompeta y sus hombres se detuvieron.
Detrás de él, hacia la izquierda, sonó otra trompeta. Los hombres apuntaron.
Sátiro flexionó la espalda debajo de su coselete de escamas y se sacudió el agotamiento. El hombre con la armadura de oro tenía que ser Demetrio.
Este se adelantó con audacia. No tardó en cubrir la distancia que los separaba y se detuvo cerca de Sátiro.
—Ese yelmo es mío —dijo.
—Ven a por él —repuso Sátiro. No fue la mejor frase de su vida, pero tampoco estuvo mal. Se las arregló para sonreír.
—Pensaba que a lo mejor erais mi infantería —dijo Demetrio, en tono de conversación—. Creo que he perdido.
—Hemos destrozado tu infantería —dijo Sátiro.
Demetrio asintió.
—¿Luchamos? ¿En combate singular? Me pareces todo un héroe.
La sonrisa cansada de Sátiro cobró vida. El encanto de Demetrio era como una fuerza de la naturaleza. Por un instante, deseó luchar contra tan formidable enemigo en un combate cuerpo a cuerpo.
—Encantado —dijo Sátiro—. Siempre y cuando desmontes.
Se oían trompetas detrás del flanco izquierdo, y los jinetes de Demetrio comenzaron a removerse inquietos.
—No, creo que más vale que no lo haga —dijo Demetrio. Sonrió, como si Sátiro se hubiese apuntado un tanto—. Lástima, tengo la impresión de que somos dignos rivales, y me gustaría tener algo que mostrar después de la jornada de hoy.
Sátiro dio un paso al frente para que no pareciera que tenía miedo.
—¿En otra ocasión, quizá? —concluyó, pues los hombres de la formación lo estaban llamando.
Demetrio empinó el caballo y le dedicó un saludo, el saludo olímpico.
—Pues hasta la próxima, héroe.
Dio media vuelta y se marchó al trote.
—¿Héroe? —dijo Sátiro.
Apolodoro sonreía.
Seguía sonriendo cuando Tolomeo apareció entre la polvareda.
—Joven Sátiro —dijo—. Me parece que hemos vencido. ¿Por qué están tan lejos tus hombres de vuestra posición en la línea? ¿Novedades?
Sátiro negó con la cabeza.
—Hemos vencido, señor.
Al sonreír, el feo rostro de Tolomeo se transformó.
—Eso pensaba yo, la verdad. Seleuco me ha salvado el pellejo en la polvareda, y las cosas han parecido mejorar. Bien, ¡veo que los muchachos han sido leales!
—Al menos los que importan —dijo Sátiro, y se oyó una tímida ovación.
A medida que la noticia oficial de la victoria se extendía, los soldados del
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egipcio se desmoronaban como cortinas cortadas de sus barras. Los hombres se arrodillaban en el polvo o incluso se tumbaban. Y entonces alguien entonó un himno, el himno egipcio a Osiris. Casi todos los hombres lo conocían, incluso los griegos, y fueron sumando sus voces a la evocadora melodía.
—Zeus Sóter, chico —dijo Tolomeo. Tenía lágrimas en las mejillas, y desmontó.
Atraídos por el cántico, más hombres fueron saliendo de la bruma. Incluso la nube de polvo comenzó a disiparse.