—Vayamos a comer —dijo, caminando de regreso a la entrada del campamento.
A su alrededor, los hombres comían y se iban directamente a dormir bajo el sol de la anochecida. Hablaban poco y reían menos. En su mayoría rezaban, y vertieron muchas libaciones en la arena blanca porque habían sentido la mano de un dios manteniéndolos con vida.
—¿Por qué están tan callados? —preguntó Heracles de improviso—. Los soldados suelen ser muy… bulliciosos.
Sátiro miró al otro chico y se sintió mayor.
—Han librado una batalla —dijo—. Igual que tú, o al menos eso dice mi hermana. —Miró a Melita, que caminaba con ellos en silencio y un tanto desgarbada, algo nada propio de ella—. Nadie tiene ganas de hablar después de una batalla, ¿sabes?
—Yo sí —replicó Heracles—. Nunca tengo con quien hablar —agregó—. Y yo no he tenido que hacer nada. Tu hermana me ha rescatado.
—Has contribuido —dijo Melita, que comenzaba a parecer incómoda—. Has tenido coraje.
—Mi padre los habría matado a todos y se habría reído —dijo Heracles, abatido.
—Has de comer algo —dijo Sátiro, procurando sonar imperioso. Llenó su cuenco de madera con
ciceón
, unas sabrosas gachas de queso fresco, copos de cebada y, en aquel caso, vino—. ¡Toma!
Filocles se acercó a la fogata, llenó su cuenco y se sentó.
—Buenas noches —dijo con suma formalidad.
—Buenas noches —respondió Sátiro. Estaba un poco cohibido delante del espartano, consciente de que era culpable de una desobediencia flagrante.
—Doña Banugul está preocupada por su hijo —dijo Filocles—. Heracles, deberías ir con ella.
—Me dijo que saliera de la tienda —repuso el niño entre dos cucharadas de gachas.
—Acaba de enviudar —insistió Filocles—. Tu padrastro…
—Yo no tengo padrastro. Mi padre es Alejandro, el dios. Mi madre jamás debería haber tocado a otro hombre —replicó Heracles, escupiendo las frases como si las hubiese aprendido de memoria.
Filocles respiró profundamente.
—Jovencito, no eres mi discípulo, pero si lo fueras… —y lanzó a Sátiro una elocuente mirada— te diría que la divinidad de tu padre de nada te exime a ti; que eres responsable de tus propios actos y que no tienes por qué meterte en los asuntos de tus progenitores. Y condenar a tu madre a una vida de celibato es injusto.
—Para ti es fácil decirlo; tienes tantas ganas de tirártela como todos los demás hombres —espetó Heracles, apartando la mirada.
—Te aseguro que no tengo ningún interés sexual por tu madre. Y si fueras mi pupilo, ahora mismo te daría una azotaina para enseñarte a obedecer.
Filocles fulminó a Sátiro con la mirada, y el muchacho suspiró.
—¿Por qué rescatarla, entonces? —preguntó Heracles—. Los hombres sólo hacen cosas por ella por una razón. ¡Ella misma lo dice!
Filocles sonrió y adoptó una expresión que ni Sátiro ni Melita habían visto en mucho tiempo.
—Una vez —explicó el espartano— tu madre tomó una mala decisión e intentó matar al padre de Sátiro… y a mí. —Enarcó una ceja mirando al niño—. Esto es una explicación para adultos. ¿Estás preparado para ser adulto, jovencito?
Heracles miró en derredor, sobre todo a Melita.
—Sí —contestó.
—Tu madre intentó matarnos. En cambio, nosotros matamos a todos sus soldados. Entonces, el padre de Sátiro le proporcionó una escolta y la dejó marchar. Yo quería verla muerta.
Filocles se recostó. Heracles tragó saliva con dificultad.
—Con el tiempo comprendí que la compasión de Kineas, el padre de Sátiro, había sido una decisión acertada, tanto para los dioses como para los hombres. Y luego resolví que si yo, a mi vez, tenía ocasión de hacerle un favor, obtendría honor ante los dioses. —Asintió bruscamente—. Así compartiría el honor de mi amigo, el padre de Sátiro. ¿Lo entiendes?
—Y lo has conseguido —asintió Melita.
—Sí —respondió Filocles—. Heracles, si has terminado ese cuenco, deberías pasárselo a Sátiro para que pueda comer, y yo te llevaré con tu madre.
El niño se puso de pie y devolvió el cuenco a Sátiro, dándole las gracias.
—Vuelve cuando quieras —dijo Melita.
—Gracias, Lita —dijo Heracles con una sonrisa.
Filocles sólo estuvo fuera el tiempo que tardó en ir y regresar de donde los esclavos de Safo habían montado una tienda para Banugul.
—¿Ya has comido? —preguntó el preceptor dirigiéndose a Sátiro.
—Sí.
—Pues acompáñame —ordenó el espartano, que se mantuvo en silencio mientras cruzaban el campamento.
Finalmente llegaron junto a Terón, que removía una olla de pescado estofado. El corintio miró a Sátiro y apartó la vista.
—¿Y bien? —preguntó Filocles.
Sátiro agachó la cabeza.
—Maestro Terón, vengo a suplicar tu perdón por mi mal comportamiento.
El atleta asintió.
—Mira, chaval, voy a ofrecerte la misma alternativa que un tutor me ofreció una vez a mí. Me consta que tus actos, y los de tu hermana, han salvado vidas. También sé que los dioses habrán tenido que emplearse a fondo para salvaros de la muerte, y que la preocupación me ha quitado un año de vida. ¿Lo entiendes, chico?
—Sí, maestro Terón.
—Bien. Una paliza ahora, o dejo de estar a tu servicio.
Terón se levantó. Realmente era muy corpulento.
—Acepto la paliza —dijo Sátiro sin vacilar, con la cabeza bien alta.
Ambos hombres asintieron, obviamente complacidos. Terón tenía una vara, cortada de un álamo, con la que dio diez azotes a Sátiro. No fue un castigo especialmente violento —Sátiro los había sufrido peores a manos de Filocles—, pero tampoco fue simbólico. Le dolió, pero no tardó en pasar.
Más tarde, se tendió en sus mantas bocabajo porque tenía toda la espalda magullada, y oyó que Melita lloraba.
—¿Por qué no me azotan a mí? —preguntó ella—. ¡Fue idea mía!
—Tú eres una chica —contestó Sátiro, riéndose.
—Estúpidos griegos —replicó Melita.
Al cabo de un rato, Terón acudió para darle un masaje en la espalda, y ayudó a los gemelos a clavar dos jabalinas de caballería formando una X con una tercera a modo de palo para montar una tienda improvisada.
—Hoy habéis sido muy valientes los dos —les dijo.
A pesar de los verdugones, Sátiro se durmió con el semblante risueño.
Por la mañana, Sátiro estaba tan entumecido que tuvo que agarrarse al palo de la tienda improvisada para poder ponerse en pie, e incluso así la musculatura del vientre protestó. No obstante, se levantó en cuanto se lo ordenaron y fue a trompicones en la penumbra hasta su hermosa yegua. Se aseguró de que le dieran de comer y la condujo de regreso al barranco para que se abrevara en el arroyo antes de tomar el desayuno: un puñado de higos secos que le dio su hermana y un pedazo de tarta de miel de Safo. Melita estaba montada en
Bión
, tomando el desayuno en la silla, y mirando cada dos por tres hacia la pequeña tienda de Banugul.
El muchacho volvió a estacar a su caballo y se sentó con Hama y Dercorix a comer, compartiendo la tarta de miel con ellos, que se lo agradecieron.
—Tienes que pagar a Apolodoro por ese caballo —dijo Hama—. O devolvérselo cuando te encontremos otro.
—No tengo dinero —objetó Sátiro. Se rascó el mentón, que le picaba de manera extraña.
Melita llegó y se sentó apoyando la espalda contra la de su hermano, a quien iba pasándole dátiles.
—No somos pobres. Diodoro te dará dinero.
—El corcel vale un talento de plata —dijo Hama.
—¡Poseidón! —exclamó Sátiro—. ¿En serio?
—Lleva una docena de minas de plata en los jaeces, chico. —Estaba observando algo—. Hay problemas. —Señaló con un brazo tatuado a un grupo de saka sentados en sus ponis al otro lado del barranco. Dos de ellos se volvieron y se fueron, levantando un rastro de polvo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sátiro a Hama. Miró en derredor—. ¿No tendríamos que hacer algo a propósito de los saka?
El celta asintió.
—En realidad no, señor. Nadie quiere más matanzas ahora mismo, y ya han probado el bronce de nuestros piquetes. Bien, volvamos a lo que nos ocupa. Sólo tienes que reconocer la deuda, chaval. Con eso bastará.
Sátiro se limpió las manos pegajosas en los pantalones bárbaros de su hermana, provocando su indignación, pero se escabulló a tiempo y se marchó trotando. Melita no lo persiguió porque en ese momento salió Heracles de la tienda de su madre, luciendo un inmaculado quitón blanco y una diadema de oro.
Casi todos los
hippeis
habían acampado en el mismo orden en que cabalgaban, de modo que cada fila formaba un casino con su propia hoguera. Apolodoro estaba en la tercera fila del primer escuadrón. Sátiro lo encontró bebiendo una infusión de manzanilla.
—¿Te parece justo un talento? —preguntó, acercándose.
Todos los hombres del casino se levantaron, como si Sátiro fuera un oficial.
Apolodoro frunció el ceño.
—¿Un talento de plata, señor? —No pudo seguir con la pantomima—. ¡Tendré que conformarme con eso!
—Se aproxima un heraldo —dijo otro soldado, sirviendo gachas de cebada en un cuenco—. Dudo que traiga buenas noticias. —Le pasó el cuenco a Sátiro—. ¿Cebada, chaval?
Las gachas estaban bañadas en miel, y Sátiro se comió todo el cuenco con más apetito del que creía tener, mientras el heraldo desmontaba e intercambiaba unas cuantas palabras con Andrónico detrás del fuerte de carros.
—¿Limpio tu cuenco, señor? —preguntó una mujer.
El campamento estaba prácticamente sitiado por mujeres; no sus propias mujeres, que estaban dentro del fuerte de carromatos, sino cientos de hambrientas refugiadas del desastre de la víspera, suplicando comida para sus hijos. Los adustos soldados de los piquetes las mantenían fuera del círculo de carromatos, pero muchos jinetes les pasaban sus sobras.
Algunos hombres solteros salían por la puerta y elegían compañera. Ellas y sus hijos cambiaban de estatus al instante, y los piquetes les franqueaban la entrada. Sátiro observaba a su tío, que a su vez contemplaba aquel trajín con cierta dosis de cinismo. Sátiro meneó la cabeza, arrancó dos puñados de hierba, limpió el cuenco y se lo devolvió a su dueño. Luego fue al encuentro de Diodoro, que estaba solo y, al parecer, de mal humor. Sátiro quería seguir siendo soldado, no un chico. Esperaba que le autorizara a montar de nuevo con el escuadrón.
—Buenos días,
strategos
—saludó el muchacho.
Diodoro se terminó la tarta de miel de su esposa.
—Ayer hiciste un buen trabajo, chico —dijo Diodoro, limpiándose las manos en el quitón.
—Te he dicho que no mancharas de miel ese quitón —gritó Safo.
El
strategos
puso cara de avergonzado y se alejó de su carromato.
—Tenemos que movernos —dijo—. Mañana los refugiados estarán desesperados. Antígono, el
strategos
, no nuestro comandante de escuadrón, ha solicitado una negociación.
Los
hippeis
parecían encontrar gran motivo de alborozo en tener tanto a un Eumenes como a un Antígono entre ellos.
Sátiro estaba encantado de que Diodoro le hablara como si fuese un adulto. Resultaba prometedor.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el muchacho.
—Tú y yo iremos a ver al gran hombre mientras Eumenes y Crax sacan a nuestra gente de aquí. ¿Listo para montar?
Sátiro llevaba el mismo quitón que el día anterior y aún no se había puesto las botas.
—¿Me concedes un momento, señor? —preguntó, con el corazón palpitando.
—Sí, pero date prisa…
Diodoro ya se estaba volviendo hacia Crax, que presentaba un aspecto limpio, dispuesto, dorado.
Sátiro no se había enterado de ciertos cambios en las órdenes, pues a su alrededor los hombres estaban amarrando sus equipos, envolviendo piezas de repuesto con mantos para atarlos en fardos, pasando bultos a los esclavos. El equipo de Sátiro era el último de aquella zona del campamento que aún estaba en el suelo, bajo la tienda improvisada. La desmontó y trató de enrollar sus mantos tan apretados como veía hacer a los otros soldados, pero su hermana lo detuvo.
—No seas tonto —le dijo Melita—. Ya me encargo yo de que los esclavos hagan tu equipaje. Coge el coselete y las botas.
Sus botas tracias estaban acartonadas debido a la capa de sal reseca, pero se las calzó, notando las magulladuras de la espalda y las agujetas del vientre. El coselete estaba empapado en sudor y pegajoso. El cordón que sujetaba la espada estaba casi roto, pero de todas formas lo ató presurosamente y se colgó la vaina en bandolera, asegurándose de que el puño de la espada quedara debajo de la axila. Acto seguido se obligó a ir trotando hasta su yegua, aunque no le gustaba ir trotando a ninguna parte; resultaba poco digno. Melita no se veía agotada, y su tío y Crax parecían tan frescos como el nuevo día. Claro que ninguno de ellos había recibido una azotaina a manos de su preceptor por haber desobedecido.
Necesitó tres intentos y retorcerse con poco garbo para montar a lomos de su yegua. El animal se mostró paciente, no obstante, y por fin se encontró en la silla. Sólo entonces se dio cuenta de que no llevaba su sombrero pétaso ni el yelmo.
—Zeus Sóter —renegó, y lo lamentó de inmediato. Demasiado tarde para ir en busca del sombrero. Cabalgó en torno al campamento hasta la puerta, se abrió paso entre las mujeres y los niños, y frenó al lado de su tío.
Melita llegó corriendo con su sombrero.
—¿Qué haría yo sin ti? —preguntó Sátiro con una sonrisa.
—Ponerte aún más colorado —contestó Melita.
Le estrechó la mano, y entonces su tío montó en su corcel y emprendieron la marcha, a través de la puerta y las mujeres, dirigiéndose más allá de los piquetes y del barranco. Andrónico fue con ellos, con la trompeta en la cadera, así como veinte jinetes a las órdenes de Hama.
Al otro lado del barranco vieron al grupo de saka. El jefe hizo una seña con la mano, como si indicara a los jinetes de Tanais que cruzaran. El gesto quizá fuese bienintencionado, pero también podría ser burlón.
—Iré yo —dijo Sátiro—. Puedo hablar con ellos.
Hama gruñó. Diodoro suspiró.
—Nada hay menos amenazador que un chico de doce años.
Hama escupió.
—Podrían matarlo.
—¿Carlo? —dijo Diodoro, después de echar un vistazo en derredor—. Ve con él. Adelante, Sátiro. Ahora nuestro objetivo es perder tanto tiempo como podamos.