Su tío le dio una palmada en la espalda.
Sátiro miró a Hama antes de partir. Se desvió para evitar el barranco y luego cabalgó derecho hacia los saka, que fueron a su encuentro, rodeándolo sin parar de proferir gritos estridentes.
Carlo montaba justo a su lado, con la lanza preparada en la correa para arrojarla.
—¿De quién es este grupo? —preguntó Sátiro a voz en cuello en sakje, y el hombre que llevaba más oro frenó a su poni y se echó a reír.
—Astlan del río Foxes —contestó.
—Yo soy Satrax de los Manos Crueles —respondió Sátiro—. Mi madre es Srayanka, que luchó con vuestra reina Zarina contra Iskander.
—Nombres para la historia —dijo Astlan, levantando la mano a modo de saludo. Se encogió de hombros—. Pero hablas como habla la gente.
—Tenemos intención de parlamentar con Antígono —dijo el muchacho—. ¿Nos dejaréis pasar?
El jefe masageta se encogió de hombros.
—Tú no eres mi enemigo, hijo de Srayanka. Cabalga libre.
Los saka gritaron y se marcharon, dejando un fino velo de polvo a sus espaldas.
Sátiro subió por la ladera del promontorio con Carlo siempre a su lado. Se cruzaron con un par de saka, y una mujer le saludó con la mano.
—¡Saludos, prima! —gritó Sátiro.
—¡Saludos, primo! —contestó ella a voz en cuello, sonriendo mientras acercaba su caballo. Llevaba placas de oro en la guerrera y las trenzas envueltas en papel de oro—. ¡Si no eres más que un niño! —dijo cuando estuvo más cerca—. ¡Creía que eras una doncella lancera!
Sátiro se sonrojó avergonzado, pero ella volvió a sonreír. Sus ojos tenían una forma extraña.
—Soy Daria de los Caballos Dorados —se presentó—. ¡Ayer maté a un griego! ¡Yiji!
—Satrax de los Manos Crueles —correspondió Sátiro. «He lisiado a un campesino y derribé a varios hombres que huían y querían mi caballo.»
Daria lo acompañó un trecho cuesta arriba.
—¡Buena caza! —dijo, y se separó de ellos, saludando con el arco—. ¡Bonito caballo!
«Mi hermana se haría amiga tuya de por vida», pensó Sátiro. Suspiró.
—Tengo los hombros en tensión —gruñó Carlo—. Es como si fueran a dispararme una flecha por la espalda en cualquier momento. —Sonrió a Sátiro mostrando los dientes que le faltaban—. Igual que montar con tu padre, ¿eh?
En lo alto del cerro había una docena de jinetes, y Sátiro se sorprendió al descubrir que uno de ellos era el joven oficial al que había dejado atrás el día anterior.
—Salve, señor —saludó, aminorando el paso de su montura—. Vengo a hablar en nombre de Diodoro de Tanais.
El muchacho tenía la barba rubia y brillantes ojos azules.
—Soy Demetrio —dijo en un tono repleto de engreimiento—. Tráeme a tu Diodoro. —Miró cuesta abajo—. Parece que tenéis buena relación con los saka. Me sorprende que no te hayan comido para desayunar.
Sátiro mantuvo el semblante tan impasible como podía hacerlo un chico de doce años.
—Voy a buscar a mi
strategos
.
—¡No me hagas esperar, chico! —gritó Demetrio, con los ojos clavados en el caballo que montaba Sátiro. Su peto y su yelmo estaban recién bruñidos.
Sátiro hizo una reverencia desde lo alto de la silla y dio media vuelta.
—¿De dónde has sacado ese caballo? —gritó Demetrio a sus espaldas.
Sátiro fingió no haberlo oído. Siguió bajando por el cerro y rodeó el barranco cruzándose de nuevo con la línea dispersa de masagetas. No le prestaron la menor atención, aunque Daria le saludó levantando el brazo.
Fue a medio galope hasta donde aguardaba Diodoro.
—Demetrio te espera en lo alto del cerro. —Negó con la cabeza—. No me gusta.
—A mí tampoco, señor —intervino Carlo—. Tiene a cien hombres con él y es un muchacho muy exaltado. No nos ha ofrecido laurel ni olivo, ni tampoco salvoconducto.
—Demetrio es el hijo de Antígono —explicó Diodoro—. Nos honra, aunque no es muy dado a los cumplidos. Y estamos ganando tiempo.
Hizo un ademán señalando hacia su espalda, donde una distante nube de polvo indicaba el camino que seguían los carromatos de Safo, dirigiéndose hacia el sureste. Comenzaron a rodear el barranco, cabalgando despacio, siempre al paso.
—¿Sabes lo que ocurrió anoche? —preguntó Diodoro a Sátiro.
El muchacho se preguntó si se referiría a su castigo. Miró al
stratego
.
—No —dijo. Cualquier cosa con tal que su tío siguiera hablando.
—Ayer no perdimos la batalla. Antígono perdió su falange; sufrió muchas bajas. Nuestro líder, Eumenes, agrupó a su maltrecha caballería al final del día y Antígono se retiró.
La voz de Diodoro era adusta, y mantenía su caballo al paso, pese a que la silueta de Demetrio se perfilaba claramente en lo alto del cerro.
—¿Entonces ganamos? —preguntó Sátiro.
—Escúchame, chico. A última hora de la tarde, Eumenes convocó a todos sus oficiales. ¿Recuerdas que yo fui?
Su tío lo miró, y Sátiro vio la fatiga que traslucían sus ojos.
—Sí.
—Mientras cabalgaba hacia allí, los cabrones de los macedonios lo detuvieron. También intentaron apresarme a mí. Sus propios oficiales le traicionaron. —El rostro de Diodoro era una máscara—. Ya no hay reglas que valgan, Sátiro. Ningún honor. Zeus Sóter, y nos llaman mercenarios desleales. —Meneó la cabeza—. Así que estate preparado para cualquier cosa. ¿Me oyes?
Sátiro quiso preguntar por qué lo había llevado con él, pero decidió dejarlo correr.
Astlan y otros dos jinetes se acercaron a ellos, los miraron desde unos pocos largos de caballo y volvieron a irse a medio galope. Empuñaban sus arcos, pero sin flechas en la cuerda; de momento.
El joven se separó de la pequeña columna de su tío y trotó hasta Daria, sintiéndose audaz. Sacó una flecha de su carcaj, una de sus flechas de astil rojo adornadas con plumas de garza real.
—Toma —le dijo.
Daria sonrió y le dio a cambio una de sus flechas. Tenía pecas y el pelo negro azabache. Los masagetas de su grupo comenzaron a tomarle el pelo, y Daria pegó a otra chica con el arco. Luego sonrió brevemente a Sátiro, que correspondió a su gesto y regresó a medio galope junto a Carlo.
—Por un momento he pensado que te había perdido —dijo éste—. Procura que no vuelva a suceder.
—Trata con un poco de respeto al chico, Carlo —intervino Diodoro—. Es posible que su sakje sea la única razón que tengan para no estar disparándonos.
Demetrio hizo gala de su impaciencia galopando colina abajo, separándose de su séquito.
—¿Podemos acabar con esto de una vez? —dijo—. Mi padre os ofrece la vida. Os pondréis a nuestro servicio. Listos, ya está hecho. Tú, chico, ése es mi caballo de refresco. Dámelo. ¡Es una yegua nicena!
El joven del yelmo plateado hizo ademán de agarrar las riendas de Sátiro, pero éste hizo retroceder a la yegua y el oficial rubio sólo agarró aire.
—¡Ganada en combate! —dijo el muchacho, encantado consigo mismo por haber recordado la expresión correcta en el momento oportuno.
—Has perdido, estúpido griego. ¡Entrégame el caballo! —Demetrio fue consciente de que estaba rodeado por caballería enemiga—. Si me tocáis, podéis daros por muertos.
Diodoro cogió la brida del chico enemigo y dio media vuelta a su montura.
—Valdrás un buen rescate —dijo—. ¡Al galope!
Cabalgaron ruidosamente a través de los sorprendidos saka, descendieron el risco y cruzaron el barranco. Sátiro no comenzó a respirar hasta que estuvieron en el terreno cubierto por sus piquetes. Nadie les disparó una sola flecha.
Demetrio despotricaba.
—¡Estáis todos muertos! ¡Habéis roto vuestro juramento! Putos mercenarios griegos, ¡sois escoria!
Su escolta no los persiguió al otro lado del barranco.
Diodoro pasó las riendas del rubio a Hama.
—No he podido resistirme. Escucha, chico. No hemos prestado ningún juramento. No nos has ofrecido salvoconductos. Tu heraldo no llevaba bastón de mando. Y tú no venciste la batalla. Ahora di lo que tengas que decir y, a lo mejor, te dejo regresar con tu padre.
A Demetrio no le faltaba coraje. Miró en torno a él, como valorando la situación.
—¡Tú eres el chico que ayer nos adelantó como un rayo! —dijo a Sátiro. Sonrió inopinadamente y pareció la estatua de un joven Apolo—. Mi padre os ofrece un salario y exige la devolución de cualquier botín que hayáis cogido, así como la entrega de ciertas personas. No pienso discutir esto en público.
Volvió a mirar en derredor.
Sátiro admiró su sangre fría, pues el chico rubio sonreía como si acabaran de hacerle un regalo.
—Papá dice que soy un exaltado. Nunca se olvidará de esto. ¿Vais a soltarme? De verdad que os matará. ¡Mirad las fuerzas que está reuniendo!
Demetrio señaló a la masa de caballería que ya se estaba formando en el risco del otro lado del barranco.
—¿A qué personas te refieres? —preguntó Diodoro.
—La viuda de Eumenes y su hijo bastardo —contestó Demetrio—. La trataremos bien.
Diodoro miró hacia el sur, a lo largo del valle. Desde lo alto del risco donde los piquetes habían montado guardia toda la noche vio que los carromatos de Safo habían recorrido quince estadios y seguían avanzando.
—La respuesta es no —dijo el
strategos
al cabo de un momento—. No, no nos pondremos al servicio de tu padre, y no, no devolveremos ningún botín, y no, no puedes llevarte a Banugul. Aunque ojalá ya estuviera con vosotros —añadió, meneando la cabeza—. Y en cuanto a que somos unos putos griegos y unos mercenarios…
—Estaba alterado —alegó Demetrio sin darle mayor importancia—. Tengo mal genio.
—Tu padre organizó con los argiráspidas el asesinato de mi patrono, ¿verdad? —dijo Diodoro, reparando en que la caballería macedonia situada en la cresta del risco era cada vez más numerosa.
—Los escuadrones amotinados mataron a Eumenes —replicó Demetrio—. Lo que dices es una acusación muy grave.
—Ve y dile a tu padre que, si nos quiere, que venga a por nosotros, a ver si nos alcanza —dijo Diodoro—. Y ahora desmonta.
—Es mi mejor caballo —protestó Demetrio.
—Pues está a punto de convertirse en mi mejor caballo. Considéralo el precio de una pequeña lección sobre el arte de la guerra. Todavía tienes mucho que aprender. La próxima vez que propongas una tregua, no la rompas.
El oficial rubio desmontó y se volvió hacia Sátiro.
—¿Tú quién eres? —preguntó.
—Sátiro, hijo de Kineas —respondió éste.
Demetrio le sonrió de buen talante y le lanzó su yelmo de plata.
—Toma, te irá de perlas con ese caballo. ¡Así, la próxima vez te reconoceré!
Volvió a sonreír, dio media vuelta y echó a correr por la hierba hacia el norte.
—Ahí van cincuenta talentos de oro —dijo Hama con amargura—. ¡Sólo hemos sacado un caballo!
Diodoro los condujo de nuevo hacia el sur, en pos de la columna de humo que se desvanecía a lo lejos.
—Antígono
el Tuerto
nos seguiría hasta los confines de la tierra para rescatar a su hijo —dijo—. Espero que ahora no juzgue necesario el esfuerzo.
—¿Es verdad que mataron a Eumenes? —preguntó Crax.
—Alguien lo hizo. Ayer vi cómo lo apresaban los argiráspidas y unos cuantos oficiales de caballería. —Diodoro meneó la cabeza—. Merecía un final mejor.
—¿Adónde demonios iremos ahora? —preguntó Eumenes de Olbia, que llegó al trote desde su escuadrón—. Hola, joven Sátiro. —Alargó el brazo para coger el yelmo de plata que el muchacho seguía sosteniendo—. Menuda pieza.
Sátiro lo abrazó.
—Bueno, yo elegiría con cuidado cuándo ponérmelo —dijo Eumenes, riendo—. Es probable que ese joven Apolo quiera recuperarlo.
—Algo ha dicho en ese sentido —admitió Sátiro.
Diodoro miró en derredor.
—¿Acaso este equipo ya no sabe lo que es la disciplina? Me parece que tenéis escuadrones que mandar, ¿no?
—¿Adónde vamos? —preguntó Crax—. Tanais ya no existe, y Eumenes
el Cardio
ha muerto. ¡No tenemos patronos!
Diodoro sonrió sin separar los labios.
—A Egipto —anunció—. Bajaremos de las montañas hasta el Éufrates, seguiremos su curso hasta que podamos cruzar por el desierto hasta el Jordán, y luego río abajo hasta Alejandría.
—¡Eso son cinco mil estadios! —exclamó Crax, atónito—. Por Hermes,
strategos
, no tenemos monturas de refresco ni comida, y estamos rodeados de enemigos. ¡Entre todos no podemos juntar ni un óbolo de bronce!
—En veinte días deberíamos llegar hasta las avanzadas de Tolomeo —prosiguió Diodoro—. Compraremos caballos, o los robaremos. Mira, aquí tienes el primero.
—No nos alcanza ni para comprar una mula —objetó Crax.
—¿Recuerdas que el Tuerto ha pedido que le devolviéramos el botín? —preguntó Diodoro, sonriendo con complicidad a Eumenes.
El oficial sonrió de oreja a oreja.
—Esa ha sido muy buena. ¿Qué botín?
—El que tengo yo —dijo Eumenes—. Mientras vosotros dabais vueltas por el campo de batalla, birlé el tesoro del Tuerto. —Viendo la incrédula mirada de Crax, se encogió de hombros—. Fue cosa de Tique, hermano. Me perdí en la bruma de sal y tropecé con unos fardos.
Todos rieron; también Sátiro, ahora uno más entre ellos.
Cuando alcanzaron la columna, encontraron a Banugul a lomos de un niceo blanco en compañía de su hijo, que montaba una yegua negra. Parecía una reina: la belleza de su pálido cutis apenas se había marchitado. Llevaba una considerable cantidad de cosméticos cuidadosamente aplicados, más de los que Sátiro había visto jamás en una mujer libre, y se cubría la cabeza con un pañuelo de oro tejido. Sus ojos de un azul profundo brillaban bajo el delicado tocado, y saltaba a la vista que estaba enojada. Heracles parecía sumamente desdichado.
Diodoro llegó envuelto en un remolino de polvo y abrazó a su amada Safo.
—Un trabajo excelente —la felicitó.
—Hombres —dijo ella, dedicándole una media sonrisa—. Trae un bebé a este mundo y no dirán ni pío. Pero pon en marcha una columna…
—Quiero irme con el Tuerto —dijo Banugul.
Diodoro se quedó boquiabierto.
—¿Qué? Ayer intentó matarte.
—No pienso irme a Egipto con una columna de mercenarios —espetó. Acto seguido, suavizó el tono—. Hay muchos hombres que no tienen motivos para amarme, como tampoco al hijo de Alejandro. Jamás olvidaré que Filocles me salvó, y tampoco que la hija de Kineas rescató a mi hijo. Pero soy la sátrapa de Hircania, y Antígono
el Tuerto
ahora es mi señor. Debo ir a rendirle homenaje.