Tirano III. Juegos funerarios (36 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Hay saka y bactrianos en el campamento —explicó Sátiro. Se fijó en que la barba de su tío era gris. Antaño había sido roja.

—¡Por los huevos de Ares, chico! —Diodoro miró en derredor—. Tengo menos de cien hombres. ¿Qué diantre…?

Un destello dorado, y Crax salió del polvo a medio galope.

—Habéis llamado —dijo, con la armadura reluciente.

Diodoro se rio.

—¡Tique nos sonríe! —gritó, y la tropa a sus espaldas respondió con un atronador rugido—. ¿Tienes el cuarto escuadrón?

—Seis desaparecidos —dijo Crax, saludando—. Los alinearé con vosotros.

—Sátiro dice que nos hallamos en el flanco de la falange, que está en esa dirección. ¿Qué opinas, Crax?

Diodoro le pasó la cantimplora al oficial getón, que bebió bastante y luego le puso el tapón de madera.

—Me parece bien —dijo Crax, guiñándole el ojo a Sátiro antes de desaparecer entre la sal. El muchacho agradeció el gesto: de repente se encontraba cargando con un gran peso en sus espaldas, el peso de la vida de todos.

—¡Montad de nuevo! —gritó Diodoro—. ¿Alguien tiene un caballo?

Un jinete al que Sátiro no conocía se adelantó.

—¡Toma,
strategos
!

El muchacho pasó directamente de la grupa del caballo de su tío a los lomos de un zaino oscuro con una bonita sudadera de piel y aplicaciones de plata en la brida.

—Gracias —dijo.

—¡Le debes el caballo, chico! —exclamó Diodoro—. ¡Y los jaeces! —Sonrió con picardía. Se sentó en el caballo y señaló a Sátiro—. Que alguien le dé una lanza y un yelmo. Pegado a mí, chico. Eres el guía. Si entramos en combate, pon tu animal detrás del mío y agacha esa cabeza de chorlito. Guarda esa espada de juguete. Bien, ¿hacia dónde?

Sátiro descubrió, para su inmensa dicha, que era capaz de señalar en qué dirección se encontraba la falange.

—Si no se han movido —masculló. El corazón le palpitaba y el miedo que lo atenazaba era muy distinto del temor a ser despedazado por los elefantes. Ahora le asustaba la idea de defraudar a sus amigos, de portarse como un niño. Hincó los talones en los ijares de su montura—. Por aquí —dijo.

—¡En marcha! ¡Al paso! —gritó Diodoro, y la trompeta sonó.

Sátiro se irguió en la silla. Realmente estaba conduciendo a un escuadrón de caballería.

Varios hombres se acercaron a hablar con Diodoro y volvieron a alejarse, y se oyeron más órdenes y más toques de trompeta. Sátiro, a un brazo de distancia del hombre a quien llamaba tío, entendió que Diodoro estaba intentando situar sus dos escuadrones alineados mientras seguían rastreando el campo de batalla en busca de los otros dos que faltaban.

—¿De verdad sabes lo que estás haciendo, chico? —preguntó Diodoro tras cabalgar un rato en silencio.

—¡Escucha! —dijo Sátiro. Se oía un leve rugido más adelante y hacia la derecha.

—¡Alto! —gritó Diodoro—. ¡Sin trompeta! Paques, adelántate y dime qué ves. ¡No te alejes más de un estadio o dos!

Se habían detenido en el interior de una enorme nube blanca y gris. Había cadáveres debajo de sus cascos, y mientras Sátiro miraba al vacío, dos
peltastai
tracios surgieron del polvo. Se quedaron tan pasmados que pararon en seco.

—¿Eumenes? —preguntó uno de ellos. Señaló la guirnalda de rosas que llevaba encima del gorro de piel de zorro.

Sátiro asintió.

—¡Eumenes! —gritó. Junto a él, Crax se puso a hablar en una lengua bárbara y los dos tracios dieron media vuelta y echaron a correr, adentrándose en la sal.

—Les he dicho que íbamos a cargar —explicó Crax—. He encontrado a algunos jinetes del segundo escuadrón, pero están perdidos. Unos diez hombres.

Diodoro se quitó el yelmo.

—Cómo detesto esta situación. Podrían darnos un susto de muerte y ni siquiera sabríamos de dónde vienen. Este polvo lo oculta todo.

—La cantimplora está vacía —dijo Crax. Escupió—. Es la peor polvareda que he visto en mi vida. Maldita sal.

Paques salió del remolino.

—El chico ha acertado de pleno —anunció, dirigiendo un saludo a Sátiro, cuyo corazón rebosó de alegría—. A menos de dos estadios están las últimas filas de la falange enemiga. Vía libre —prosiguió el hombre, alzando la voz con entusiasmo.

Diodoro miró en derredor.

—Bien —dijo, poniéndose otra vez el yelmo y atando las correas de la barbera—. Ahora es cuando todos nos convertimos en héroes. —Miró a Sátiro—. Ponte en medio del romboide, chico, que quiero llevarte a casa vivo. —Dio media vuelta a su caballo—. ¿Todo el mundo lo ha entendido? Derechos al flanco desprotegido. No os desparraméis. Penetrad cuanto podáis y sembrad el pánico. Quedaos conmigo hasta que oigáis la trompeta. Cuando empiecen a ceder, dejad que otros los maten; seguid adelante hasta nuestras líneas. ¿Entendido? Si me perdéis, os reagrupáis en el barranco. El campamento ya no existe. ¿Preparados?

Doscientas gargantas resecas hallaron energía para gritar «¡Sí!».

—¡En marcha! ¡Al paso! ¡Sin trompetas!

Iniciaron el avance. Sátiro se fue rezagando hasta quedar en la sexta fila, el mismo centro del romboide. Conocía la maniobra, pero era diferente con todo aquel polvo. Se encontró entre dos desconocidos, pero el que tenía a su izquierda desvió sus ojos inyectados en sangre desde las profundidades de su yelmo tracio.

—¡No hay de qué preocuparse, chico! —dijo—. Estás tan seguro como en casa. ¿Es tu primera vez? —preguntó.

—¡Sí! —gritó Sátiro por encima del estruendo de su avance.

—¡Pues cuidado con esa lanza! —advirtió su nuevo compañero de filas—. No vayas a darle un golpe a Kalyx. Es de los que no perdonan.

El otro hombre se rio.

Medio estadio pasó en un suspiro.

—¡Peán! —dijo la voz de su tío—. ¡Haced que se os oiga!

El Peán de Apolo comenzó con cuatro compases de cuidadosamente medido silencio rítmico, y Andrónico golpeó cuatro veces su trompeta con el mango de un puñal y el peán se abrió como una flor en el polvo salado, una ofrenda a un dios que no sólo valoraba las masacres.

Sátiro cantó con la tropa y se emocionó tanto que la voz le falló. Se sentía como si fuese uno con todos aquellos hombres que tenía alrededor: un par de brazos y piernas en una bestia con cien brazos y piernas, como un titán de leyenda.

Se pusieron al trote.

—¡Más cerca! —gritó el hombre de su derecha.

Sátiro se avergonzó al ver que se había quedado atrás. Su caballo respondió de maravilla, llenando el hueco enseguida. Iban a medio galope, con las filas un poco separadas por la velocidad, cuando de pronto hubo hombres por doquier, soltando alaridos de terror como si los dioses los hubieran vuelto locos a todos. Sátiro no veía nada, no había con quién luchar, y de pronto, surgida de ninguna parte, una punta de sarisa se deslizó junto a su rodilla y el filo le cortó el muslo cuando un soldado enemigo, como mínimo, decidió cambiar de frente.

Estaban penetrando en la falange enemiga —al menos Sátiro esperaba que lo fuera— entre cientos de hombres con armadura pesada que, no obstante, tiraban sus sarisas al suelo y huían o morían pisoteados bajo los cascos de los caballos. Alrededor del muchacho sólo había hombres a pie, y su caballo casi se había detenido.

Acuchilló por encima del brazo la primera mano que intentó cogerle la brida. Aquellos hombres estaban tan desesperados y aterrorizados que la mayoría ni siquiera repelía el ataque, tan sólo intentaba salir de allí, pero también los había que parecían tener intención de morir luchando o que simplemente querían su caballo.

Un golpe en la espalda casi derribó a Sátiro de la silla. Él lo devolvió con su lanza de manera instintiva y, al errar el ataque, de nuevo estuvo a punto de perder el equilibrio.

Tenía la impresión de que la caballería había perdido todo su impulso y cohesión con el impacto y que ahora se esparcía a lo largo de la retaguardia de la falange, pero el centro del romboide había penetrado profundamente, y Sátiro se encontraba perdido en un mar de enemigos.

Por alguna razón que no alcanzaba a discernir, Sátiro se halló al frente de una fila de hombres montados. Logró afianzar las rodillas en los lomos del zaino oscuro y obedeció a su tío, agachando la cabeza de modo que los enemigos que se acercaran de cara sólo pudieran atacar a su casco, la parte del cuerpo que mejor protegida tenía, mientras el caballo respondía avanzando a pesar de las apreturas. En dos ocasiones empinó a su montura para espantar a los hombres de delante, y la segunda vez, la yegua perdió el equilibrio al pisar un cadáver y ambos cayeron pesadamente. El animal rodó por el suelo, ileso, y una contera de lanza se clavó en la tierra a un palmo de la nariz de Sátiro. Había perdido la lanza, pero sacó la espada de debajo del brazo y se puso de pie, ignorando el dolor que le causaba la herida del costado. Detuvo el siguiente golpe, levantando el asta de la sarisa de su oponente y pasando por debajo de ella, tal como Filocles le había enseñado. Se lio a dar mandobles, prácticamente a ciegas, y su corta espada se clavó en la mano del adversario, que gritó. El compañero de fila de Sátiro, el hombre del extravagante yelmo tracio, ensartó al enemigo.

—¡Coge tu caballo! —gritó.

El corcel de los bellos jaeces aguardaba obedientemente a dos pasos de Sátiro, que trepó por el costado del animal. El jinete del yelmo tracio abatió a otro macedonio que huía, y de pronto Sátiro estuvo en la silla, empuñando la espada, con el yelmo torcido pero por lo demás indemne.

—Vamos, chaval —gritó el soldado, y ambos se zambulleron en el polvo.

Al cabo encontraron más jinetes, muchos más, soldados con penachos y clámides azules, y de pronto Sátiro tuvo a Crax a su lado.

En ese momento aparecieron otros hombres con relucientes escudos blancos que gritaban y reían, saludando radiantes. Un oficial gritaba a sus soldados que abrieran paso y dejaran vía libre a la caballería.

Sátiro frenó a su caballo y simplemente respiró. Estaba apretujado entre los escudos blancos, pero los soldados bajaban sus lanzas a tierra, clavando las conteras de bronce en la arena salada.

—Ares —dijo una voz macedonia—. ¡Mirad a ese niño!

Sátiro escrutó un semblante cubierto de polvo.

—¿Eumenes? —preguntó.

—Sí —dijo el macedonio jadeando—. Sí, Eumenes, chiquillo. ¿Quiénes sois vosotros?

—¡Los
hippeis
de Tanais! —rugió Crax a su lado.

Sátiro asintió con orgullo.

El hombre que tenía detrás le dio una palmada en la espalda.

—Buen trabajo, joven señor —le felicitó.

La trompeta sonó en la polvareda.

—Maldito polvo —se quejó Hama, que había aparecido como por arte de magia.

—Pues no te digo lo que es luchar a pie, caballista —repuso el macedonio. Acto seguido, la cara cubierta de suciedad sonrió—. ¡Gracias, caballistas!

—Sois los primeros griegos del demonio que me caen bien —gritó otro macedonio—. ¡Nos habéis salvado el pellejo!

De nuevo avanzaban, porque los macedonios se estaban haciendo a un lado, abriendo un camino. Sátiro seguía a Hama, que ahora era, al parecer, el jefe de fila. Los demás hombres que deberían mediar entre ambos habían desaparecido.

—¿Hama?

—Silencio, señor —contestó—. Atento a la trompeta.

Melita veía la avenida principal del campamento en toda su longitud, por donde varios saka avanzaban en dirección a ella. Vaciló el tiempo que tardó en meter su arco en el
gorytos
y se puso a cabalgar hacia ellos a un trote ligero, mientras el niño daba botes detrás de ella como un saco de patatas.

—Esto es vergonzante —protestó el crío.

—No hables —contestó Melita—. Pon cara de tener mucho miedo.

Avanzó derecha hacia el grupo de jefes saka: cuatro hombres y un anciano muy bronceado. Melita alzó la fusta y gritó una palabra en saka.

—¡Mío! —dijo, señalando al niño. El anciano sonrió.

Pasó junto a ellos y recorrió toda la calle sin que le dieran el alto ni le hicieran una sola pregunta. El final estaba ocupado por una masa agitada de saka que no sabía por dónde comenzar el saqueo. Melita siguió adelante, rozándoles los hombros con las botas.

—¡La tienda roja y amarilla! —gritó—. ¡Oro y plata! —Su sakje tenía el acento occidental, pero eso no pareció molestarlos. Se volvió y apuntó con la fusta—. ¡Al otro lado del mercado, primos!

—¡Gracias, joven novia! —gritó un guerrero con los brazos cubiertos de tatuajes de dragones.

A las doncellas guerreras sármatas a menudo las llamaban «jóvenes novias» porque en la guerra ganaban el derecho a elegir marido. Se oyeron risas, pero tampoco esta vez hubo nadie que levantara una mano contra ella, más bien al contrario. Los hombres apartaban sus caballos para dejarla pasar, y salió de la muchedumbre habiéndose magullado sólo los pies. Una vez libre de apreturas, puso a
Bión
al trote y luego al galope corto, y cuando dejó atrás las hileras de fuegos de los cocineros y sus peligrosos hoyos en las blancas tinieblas, dio rienda suelta a su corcel, que se lanzó a un galope tendido.

—¡Es como volar! —dijo el niño detrás de ella—. ¿Realmente eres saka?

—Soy asagatje. Mi madre es la reina de nuestro pueblo. Por descontado, no es una reina de verdad. En realidad no… —Se dio cuenta de que estaba parloteando y calló de pronto. El chico pegado a su espalda era robusto, como su hermano, y le transmitía calor y serenidad. Era una sensación muy agradable—. Mi madre es Srayanka.

—Yo soy Heracles. Mi madre es Banugul y mi padre fue un dios.

—¿Banugul? —preguntó Melita—. ¡Qué bien! Me alegra saber que he rescatado al chico que tocaba. Intenta mover las caderas, irás más cómodo.

El barranco quedaba justo detrás del promontorio que tenía a su izquierda. Veía el risco por encima de su hombro y comenzó a trazar un amplio viraje para evitar lo que parecía inevitable. El terreno cambió, frenó un poco a
Bión
y al notar la variación de peso del caballo tiró de su cabeza más hacia el oeste. Cabalgaba justo por el borde del barranco. Acababa de enfilar de nuevo hacia el sur cuando la retaron.

—¿Quién eres? —gritó una voz con más miedo que autoridad.

Melita vio jinetes y carromatos.

—Melita de Tanais —contestó—. Con Heracles.

Unas mujeres se congregaron en torno a ellos.

—¿Qué diantre está pasando? —dijo Crax con voz ronca.

El polvo no se disipaba. Llevaban una hora sin moverse de sitio, a tan sólo un estadio de donde habían hecho trizas a la falange enemiga. Por alguna razón que no acertaban a comprender, estaban aguardando en la posición inicial de la línea de batalla que habían ocupado a primera hora de la mañana. Diodoro había dado el alto y ordenado a los hombres que desmontaran, luego envió a unos cuantos exploradores y, finalmente, dejó a Crax al mando para marcharse con Hama. Los rezagados iban llegando, tanto de los suyos como de los otros jinetes mercenarios que habían estado a las órdenes de Diodoro o de Felipe al comienzo del día.

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