Tirano III. Juegos funerarios (31 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—¿A no ser…? —preguntó Melita.

—¿Quién os habéis creído que soy? ¿Vuestro preceptor? A no ser que el precio sea demasiado alto y que la batalla destroce a los dos ejércitos. —Diodoro se volvió hacia el sur y entrecerró los ojos, escrutando el polvo—. Eumenes y Antígono ya se han enfrentado antes, con distintas suertes. Eumenes es un general magnífico, pero olvida que no es un héroe homérico. Antígono no es un general magnífico, pero tiende a hacer bien su trabajo y sus preparativos siempre son excelentes. Bien, ¿os basta con esto? Tengo varios miles de hombres a los que atender.

—¡Por supuesto! —replicó Melita—. ¿Acaso nos tomas por tontos?

—Me encargaré de ellos —dijo un rubio muy apuesto, aunque cubierto de polvo. Hizo una reverencia a la manera bárbara desde lo alto de su silla. Llevaba un par de fíbulas de oro con forma de león, el manto bordado con hilo de oro y una espada que parecía hecha con una lámina de oro batido.

—¡Crax! —exclamó Filocles—. ¡Ha pasado mucho tiempo!

El bárbaro se inclinó de nuevo y al sonreír se le dibujaron hoyuelos en su rostro redondo de getón.

—Te veo muy próspero —señaló el espartano.

—Me gusta el oro —dijo Crax. Desenvainó la espada y le presentó la empuñadura a Melita—. Juré lealtad a tu madre. Ahora te la juraré a ti, a vosotros dos.

—Qué espada tan bonita —comentó Sátiro.

—¿Te gusta, señor? Tuya es —dijo Crax.

Filocles puso una mano en el hombro del muchacho.

—Devuélvele el regalo —le susurró—. Si tú eres su señor, debe darte cualquier cosa que pidas.

Melita puso las manos en ambos lados del puño de la espada.

—Eres nuestro hombre y nuestro caballero —dijo, empleando la fórmula sakje.

Sátiro dio la vuelta a la espada y se la devolvió.

—Me complace que la poseas tú —declaró—. Es una de las mejores espadas que he visto en mi vida. Tan buena como la de papá.

Crax recuperó la espada con gusto y se volvió hacia Diodoro.

—Hemos aguardado toda la noche,
strategos
. No nos han descubierto, y los dioses no nos han desafiado. Liberamos a una docena de prisioneros y regresamos por el camino secreto.

Diodoro asintió.

—Descansad un poco. Crax está al mando de mis exploradores.

—¿Puedo hacer una pregunta, tío? —intervino Melita, inclinándose hacia delante.

—Adelante —dijo Diodoro, aunque había otros hombres esperándole bajo el toldo de una tienda a rayas.

—¿Dónde está Ataelo? —preguntó la joven.

—De viaje con León, buscando dinero perdido en los océanos. Tal vez en las Hespérides en busca de manzanas doradas. En cualquier caso, no está aquí, que es donde lo necesito.

Diodoro desmontó de su enorme corcel y un enjambre de esclavos se hizo cargo del caballo, comenzando por quitarle los arreos. En cuanto sus pies tocaron el suelo se vio rodeado de hombres que reclamaban su atención.

—Llévalos con Safo —ordenó Diodoro, antes de desaparecer entre los miembros de su estado mayor.

Crax les indicó que no desmontaran con un gesto de la mano.

—Esta es la tienda de mando —dijo—. Duerme en nuestro campamento. ¡Venid!

Se marcharon, pasando desapercibidos para las masas de soldados, sirvientes y esclavos que llenaban el campamento. Cruzaron calles anchas y estrechas, pasaron por delante de puestos donde se vendían comestibles y vino, y de un burdel cubierto de cuero sin curtir, para gran vergüenza de Sátiro y mayor regocijo de su hermana.

El campamento era mayor y estaba más poblado que la mayoría de las localidades que pasaban por ciudades en el Euxino. Sátiro procuró no fisgar mientras cabalgaban, aunque había más que contemplar de lo que había visto jamás en una ciudad. Al no haber muros ni patios, todos los oficios se ejercían al aire libre. Había chicos en cuclillas delante de las tiendas, puliendo yelmos de bronce o aplicando arcilla blanca a coseletes de cuero para blanquearlos. Un afilador de espadas pregonaba su habilidad a un par de argiráspidas cincuentones con los escudos recubiertos de plata maciza con incrustaciones de ámbar y marfil. Soldados de infantería frigios formaban corro tras haber pasado revista, y un escuadrón de lanceros lidios pasó a medio galope, gritando y riendo. Su oficial llevaba una guirnalda de rosas e hizo una reverencia a Melita para después mandarle un beso. Una
porné
estaba arrodillada en el barro de una calle, atendiendo a un cliente que le dictaba órdenes. Una pareja de niños sucios vendía dulces expuestos en una hoja muy grande.

Los gemelos se embebían de todo aquello como si hubiesen estado pasando hambre. Filocles contó una versión abreviada de sus aventuras a Crax y le presentó a Terón, que parecía tan perplejo como los niños ante el espectáculo que los rodeaba.

El getón señaló un magnífico pabellón escarlata y amarillo que descollaba entre las demás tiendas de la zona central.

—Banugul —dijo Crax—. ¿Te acuerdas de ella?

—Esto parece una convención de viejos amigos —comentó Filocles, riéndose.

Sátiro no supo si lo dijo en broma o no, pero dejó de prestar atención cuando Calisto se quitó el chal del pelo y de inmediato atrajo silbidos y piropos. La esclava sonreía a todos sus admiradores.

—¿Alentando el negocio? —preguntó Terón, con la voz tensa.

Calisto hizo un mohín y volvió a cubrirse la cabeza.

—No se puede convertir a una
porné
en esposa de la noche a la mañana —dijo Filocles, meneando la cabeza—. Y me parece que es la esclava de mi ama y señora.

—Vaya, el filósofo ha regresado —dijo Terón, fulminando al espartano con la mirada—. A lo mejor te gustaría darme sabios consejos…

—Pues sí —respondió Filocles—, pero no me harías el menor caso. Yo mismo casi nunca los sigo… Aunque eso no significa que no sean buenos.

—¿Has encontrado toda esta sabiduría en tu ánfora de vino? —le espetó Terón.

—Ahí, y en otras muchas partes —replicó el preceptor, pero el comentario había herido sus sentimientos, y Sátiro se dio cuenta—. No llevará bien los celos —agregó Filocles.

—¡Veo que eres un experto en mujeres! —ironizó Terón—. La verdad, ¡da gusto verte sobrio!

—Cállate, Terón —intervino Melita—. Filocles, por favor, no te ofendas. Terón se alegra tanto como nosotros de ver que has regresado sin tu mal
daimon
. Ha olvidado cuál es su sitio y se va a disculpar. Terón, si quieres volver a acostarte con mi sirvienta, te disculparás.

El atleta meneó la cabeza.

—Serás una mujer formidable, Melita. Filocles, lo siento.

Le tendió la mano y el espartano se la estrechó.

—Yo también.

Calisto los fulminó a todos con la mirada desde debajo de su chal.

—Sólo estaba jugando —dijo. Melita asintió.

—La próxima vez me pides permiso —respondió—. Tus actos se reflejan en mí.

Sátiro lo observaba todo admirado, pero, mientras desmontaban, dijo a su hermana:

—Creía que estabas en contra de la esclavitud.

—Y lo estoy —corroboró ella—. Pero si tienes que hacer algo, mejor hazlo bien. Calisto necesita una madre. Puesto que sólo me tiene a mí, yo, como dueña suya que soy, haré las veces.

Acto seguido los condujeron a una tienda de frescos paneles de lona oscura azul y verde.

Safo, amiga de la familia desde antes de que los gemelos nacieran, estaba reclinada en un diván, mientras dos niños la abanicaban. Se incorporó en cuanto los hicieron pasar.

—¡Niños! —dijo a los recién llegados, abrazándolos a la vez—. Tengo vino y pasteles para vosotros. Me he enterado de que Srayanka está… muerta. Perdonad que sea tan franca. Estoy perdiendo la cabeza, ya soy una anciana.

Sátiro había olvidado su olor, un maravilloso aroma a incienso, almizcle y flores. Nadie en el mundo olía como Safo, y a los cuarenta y cinco era tan guapa como a los veinticinco, pues su belleza exteriorizaba una felicidad ganada a pulso. Tenía la espalda bien recta y la piel suave, el rostro estaba surcado por arrugas fruto de la alegría y el sufrimiento que daban realce a su semblante, disimulando su edad, sobre todo cuando sonreía. Sus ojos, grandes y líquidos, no habían cambiado en absoluto.

Ambos la besaron y dejaron que los abrazara largamente, mientras los esclavos trajinaban en torno a ellos. Enseguida los condujeron a otra tienda para que se dieran un baño. A Sátiro le mortificó que lo bañaran mujeres como si fuese un niño, pero estuvo limpio por primera vez en treinta días. Encontró sus botas de montar y un quitón nuevo en una banqueta y se los puso.

Melita terminó antes que él, pero parecía avergonzada de ir vestida con un quitón largo de mujer y sandalias doradas.

—Así no puedo montar —le dijo a Safo—. Por favor,
domina
: no soy griega.

—Lo eres mientras estés bajo mi tienda, querida —dijo la mujer, con un gesto de negativa—. Es probable que haya una batalla. Las mujeres vestidas como hombres correrán peligro.

—Pueden violarme hasta matarme tanto si llevo este conjunto como mis pantalones —replicó la joven, frunciendo el ceño.

—¿Dónde has aprendido tales cosas? —preguntó Safo—. La guerra es horrible, pero aquí no van a violar a nadie. En todo caso nos venderán como esclavas. —Enarcó una ceja—. Sé lo que me digo.

—De mi madre —contestó Melita, pero había perdido la iniciativa. Safo, que había soportado el saqueo de Tebas, había sobrevivido a la violación y a cosas peores, y Melita no tenía respuesta para su serenidad.

—Si deseas ir a montar —concedió Safo—, me ocuparé de que vistas apropiadamente. Entretanto, serás una doncella griega por un rato. ¿Y esa esclava tuya? —preguntó, estirando un largo brazo blanco para señalar a Calisto—. Es una hetaira, no una sirvienta. ¿Por qué la tienes? Vale unos cuantos talentos.

—Es una larga historia,
despoina
—dijo Sátiro—. Melita… la heredó de Kinón, el factor del tío León en Heráclea. Prometimos libertarla.

Safo hizo una seña a la hermosa chica, todavía más bella ahora que se había lavado el pelo y llevaba un vestido limpio.

—Ven aquí, encanto. ¿Sabes peinar? —preguntó Safo.

Calisto asintió.

—¿Y aceite perfumado? Me imagino que sabrás aplicarlo.

Calisto miró el suelo que pisaba.

—Cuando tu ama ha llegado a mi tienda parecía un cruce entre un guerrero bárbaro y un harapiento. ¿Tienes alguna excusa? —preguntó Safo, sujetando a la esclava por la muñeca.

—¡Por favor, señora! ¡Íbamos disfrazados! ¡Unos hombres intentaron matarnos! —se justificó Calisto con la voz entrecortada.

—Hummm —dijo Safo. Miró a Melita—. Puedo proporcionarte una sirvienta mucho mejor y hacer que vendan a ésta. Saldrá beneficiada: con este cuerpo y esta voz será libre antes de los veinte. —La mirada que Safo dedicó a la esclava no carecía de amabilidad—. Nunca comprarás tu libertad como sirvienta, querida.

—Prometimos libertarla —insistió Sátiro—. Se lo debemos.

Safo asintió bruscamente.

—Muy bien. Ya lo hablaremos más tarde. Sátiro, ahora irás con Crax a ver los elefantes. Melita se quedará conmigo. Está claro que tengo que ponerme al día de muchas cosas.


Despoina
—dijo Sátiro con la voz que había descubierto recientemente—, no somos críos. Por favor, tía, no te ofendas, pero hemos pasado un mes siendo perseguidos y envenenados. Hemos matado a hombres y hemos visto… cosas. —Mantuvo la voz firme a fuerza de voluntad—. Melita no es una niña. Y yo tampoco.

Safo tomó las manos de los gemelos entre las suyas.

—Lo noto en vuestras voces, queridos. Pero es precisamente porque no sois niños por lo que debo tener tanto cuidado, sobre todo con tu hermana. Podría casarse cualquier día. Y entonces su reputación le importará.

Melita pateó el suelo, cosa que no hizo ningún bien a su argumento.

Sátiro, sintiéndose un traidor, se escabulló del complejo de tiendas.

—No es justo —dijo a Crax y a Filocles, que aguardaban con los caballos—. No es justo —insistió—. Siempre le han permitido montar y cazar. ¡Es más valiente que yo!

—Eso lo dudo, chico —replicó Filocles con dureza.

—Los griegos odian a las mujeres —dijo Crax, encogiéndose de hombros—. No sé por qué. Por miedo, quizá. —Sonrió—. La ayudaremos a escapar, chaval. Pero escúchame bien. Doña Safo… Bueno, es la única esposa del campamento. Hay algunas flores mancilladas de distintos tonos, pero ella es la única esposa. Necesita a alguien con quien hablar. ¿Entiendes?

Sátiro se encogió de hombros.

—¿Quieres ver elefantes? —preguntó Crax, saltando a lomos de su yegua.

Sátiro apartó de su mente todo pensamiento sobre su hermana.

—¡Sí!

Los elefantes eran enormes. No sólo eran los animales más grandes que Sátiro hubiese visto jamás, eran muchas veces mayores que los que había visto hasta entonces: caballos y camellos. Tenían largos y terribles colmillos que parecían espadas blancas curvadas, y emitían unos ruidos que asustaron a su caballo.

Por otra parte, sus ojos brillaban con una curiosa inteligencia.

—¿Son tan listos como un caballo? —preguntó Sátiro a Crax.

—Que me aspen si lo sé —respondió el getón—. Preguntemos a un
mahout
. ¡Eh, indio! —le gritó a un hombre moreno de piel arrugada que estaba sentado a la sombra con las piernas cruzadas.

El cuidador de elefantes se levantó con elegancia y se acercó a ellos.

—¿Amo? —preguntó.

—¿Son inteligentes? —inquirió Sátiro a su vez.

—Sí —dijo el hindú, con una curiosa inflexión en la voz al hablar en griego—. Muy listos. Más que el caballo, la vaca o el perro. Listos como una persona. —Dio unas palmadas a la elefanta—. Como las personas, no hacen la guerra hasta que el hombre los enseña. —Se encogió de hombros—. E incluso entonces, no luchan si no los monta un jinete.

Vacilante, Sátiro palmeó la rugosa piel del animal, surcada de cicatrices.

—¿Ha entrado en batalla? —preguntó.

—Desde que tenía cinco años. Ahora tiene quince. Diez grandes batallas y otras diez. —El
mahout
sonrió con orgullo; un orgullo triste, pensó Sátiro. Hablaba con la elefanta en otro idioma; líquido y bastante parecido al peán, pensó el muchacho. El animal levantó la cabeza—. Le digo: se aproxima una batalla. —El hindú se encogió de hombros expresivamente—. Los hombres les enseñan a guerrear, pero ¿cuándo hacen tanto la guerra? —Se encogió de hombros otra vez y sonrió—. ¿Como un borracho con el vino? Así que un elefante está entrenado para la guerra y la batalla.

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