—Pedí a nuestro tirano, Dionisio, que nos recibiera en audiencia. —Enrolló el pergamino y se rascó la barbilla con él—. Ha declinado el honor, alegando que el momento para tal reunión es poco propicio, lo cual desde luego es un montón de estiércol de mula. —Entregó el pergamino al mismo esclavo negro que había atendido a Sátiro al levantarse—. Zósimo, haz que raspen esto y déjalo en el montón de rollos nuevos.
El sirviente cogió el pergamino y desapareció entre los pilares del peristilo.
Kinón echó un vistazo en derredor, sacó un palillo de oro y comenzó a hurgarse los dientes. Sátiro apartó la vista. Una esclava le ofreció vino y él se apresuró a cubrir su copa con la mano.
—¿Podría beber un poco más de agua? —imploró Sátiro a la esclava.
La muchacha fue hasta un aparador y regresó con una reluciente jarra de plata, además de con un amago de sonrisa. Sátiro aceptó ambas cosas agradecido.
—Algo va mal —dijo Kinón—. No obstante, voy a enviar un mensajero a Diodoro para advertirle sobre vuestra situación. Mandaré una caravana con la armadura; me temo que, como mínimo, tardará tres días. ¿Qué necesitáis?
Filocles se inclinó hacia delante.
—Ropa, armas, caballos de refresco. Algo de dinero. Kinón, sólo estoy siendo franco; perdona mi brusquedad.
Kinón meneó la cabeza.
—No hay por qué disculparse. Soy rico, y mi amigo León podría comprar y vender a veinte como yo; juntando nuestros recursos, vuestra carga pesa menos que una pluma. Las armas y armaduras son cosa fácil; las hacemos nosotros mismos. ¿Por qué no vais al taller? Zósimo os acompañará. No esperéis encontrar nada de plata cincelada o con incrustaciones, pero, eso sí, nuestras manufacturas son sólidas y eficientes. Tomad lo que preciséis o pedid a Zósimo que se lo encargue a nuestro herrero. —Se frotó el mentón—. No me gusta que el tirano rehúse veros. —Miró en derredor—. ¿Dónde está Tenedos?
Una esclava fue disparada hasta el peristilo y Tenedos, el mayordomo, apareció mordisqueando un estilo.
—¿Amo? —preguntó en el tono de un hombre a todas luces molesto por haber sido interrumpido.
—¿Qué naves han arribado hoy, Tenedos? —preguntó Kinón.
El mayordomo respiró profundamente y Sátiro pensó que titubeaba.
—Un
pentekonter
de Tomis, cargado de vino, propiedad de Isocles de Tomis. Un mercante de Atenas, con un flete de cerámica, tejidos de lana y un poco de cobre, de propiedad compartida por mercaderes atenienses y algunos de nuestros amigos. El cobre es nuestro. Un trirreme militar, sin cargamento.
Kinón se incorporó y bajó las piernas del diván.
—¿De Panticapea? —preguntó.
—Vía Gorgipia y Bata, si hay que dar crédito al maestro remero.
Tenedos se puso el estilo detrás de la oreja.
Filocles bajó las piernas del diván.
—¡Ares! —exclamó. Parecía cansado.
Kinón meneó la cabeza.
—Esto es Heráclea, no una ciudad granero de la costa norte del Euxino. Aquí tenemos leyes y un buen gobernante, aunque sea un tirano. Pero se pondrán en contacto con él. Tenedos, tendría que habértelo dicho antes, pero te lo digo ahora. Quiero saber cuanto puedas averiguar sobre ese barco, su armador y su navarco, así como a quién visitan. ¿Entendido?
—Sí, amo —dijo Tenedos, con aire competente y sufrido a la vez.
Filocles asintió.
—Si me prestas al joven Zósimo, me ocuparé del armamento. —Miró a Sátiro—. ¿Quieres una armadura y una espada ligera, chico?
El muchacho se levantó de su diván, olvidando por completo el dolor de cabeza, antes de que Filocles terminara de hablar.
—Yo también —saltó Melita.
—Ahora no estamos en el mar de hierba —respondió Filocles.
—¿Eso me pondrá a salvo de un asalto? —preguntó la chica.
—Siendo mujer… —comenzó Kinón, pero recapacitó. Según el código militar, las mujeres quedaban eximidas de los rigores y los resultados de la guerra, pero ya nadie combatía ciñéndose a tales normas. Los espartanos y los atenienses habían roto el código durante sus treinta años de enfrentamientos, casi cien años atrás. Las mujeres que caían presas con un ejército vencido eran vendidas como esclavas.
—Voy con vosotros —insistió Melita.
Terón se levantó de su diván.
—Yo también.
Filocles enarcó una ceja.
—No podremos pagarte hasta dentro de mucho tiempo, atleta. Me honra tu lealtad, pero ¿no deberías estar buscando a otro patrono?
Terón le dedicó una sonrisa sardónica.
—¿Tantas ganas tienes de librarte de mí? Había pensado agenciarme un traje de bronce gratis. Eso pagará mis honorarios por unos cuantos meses.
Kinón se rio.
—Nunca me hubiese imaginado lo que conllevaría hospedar a dos príncipes. ¡Por supuesto! ¡Preceptores y entrenadores! ¡Vamos a necesitar a un sofista!
Filocles negó con la cabeza.
—Eso lo tengo cubierto —dijo.
Kinón volvió a reír de buena gana.
—¡Ahora ya puedo decir que lo he visto todo! —exclamó—. ¡Un sofista espartano!
Filocles sonrió torciendo el gesto.
—Ni más ni menos. Cuando no logro convencer a un hombre, lo mato.
Tuvieron que hacer todo el camino a pie, saliendo por la puerta que se abría hacia tierra, llamada puerta de Sinope por los lugareños, pasando de las calles adoquinadas a calzadas de grava que luego se convertían en caminos embarrados con profundas rodadas. La herrería se encontraba a una docena de estadios de la ciudad, y a lo largo del trayecto tuvieron ocasión de hacerse una idea de cómo era la vida de los ilotas del lugar.
Sátiro caminaba al lado de Filocles.
—¿Ese barco de Tomis? —señaló.
Filocles paseaba los ojos por los campos y las figuras agachadas que trabajan en ellos.
—Pensaba más bien en el trirreme. ¿Tú qué opinas?
—¿Isocles no era amigo de mi padre? —preguntó Sátiro, encogiéndose de hombros—. Estaríamos seguros con él.
—No se me había ocurrido pensarlo. —Filocles asintió y se acarició la barba—. Tal vez lleves razón. Probablemente podríamos conseguir pasajes para su barco. Pero ¿luego qué?
—Cruzamos Tracia hasta Atenas —sugirió el chico.
—¿A través del territorio de Casandro? —preguntó el preceptor—. ¿Te parece sensato?
—Oh —dijo Sátiro, con gesto abatido.
El herrero tenía una serie de casas dispuestas en círculo, casi como una aldea, y una docena de cobertizos, cada uno peor construido que el anterior, y en medio un barracón para los esclavos rodeado por una valla. Un arroyo discurría por entre las instalaciones, apestando a residuos humanos y a ceniza. El camino que conducía a la verja estaba plagado de baches debido al paso de carros pesados, y había un burro muerto en el fondo del hoyo más hondo, con el cuerpo hinchado y maloliente.
Sátiro se impresionó al verlo y frunció la nariz con asco. Terón sonrió.
—¿Creías que las armas las hacía Hefesto con sus ayudantes mortales en un claro del bosque? ¿O dentro de un volcán, tal vez?
Melita contempló la devastación de diez fraguas y todo el apoyo que necesitaban para funcionar. Mientras observaba, vio pasar una reata de asnos, quizá cincuenta animales. Cada acémila llevaba a modo de alforjas dos canastas de mimbre llenas de carbón. Los arrieros ponían cuidado en evitar el camino para que la reata rodeara los profundos baches donde se pudría el burro muerto.
—¡Por el herrero lisiado! —exclamó la muchacha—. ¡Esto es un asalto a Gaia! ¡Esto es obra de un impío!
—Esto es una fragua comercial de buen tamaño, señora —replicó Terón, encogiéndose de hombros—. Hacia allí —dijo, señalando las montañas que se alzaban como un muro en el horizonte del sur— están Bitinia y Paflagonia. Allí hay guerra. Ejércitos de veinte mil hombres, y cada uno debe tener una espada, una lanza y un yelmo, como mínimo. —Miró a los gemelos—. En Beocia y en Corinto tenemos manufacturas. Ésta no está mal. Sólo es un animal muerto.
—Aguarda a que veas un campo de batalla —añadió Filocles.
El factor de la manufactura de armas era un liberto oriundo de Calcidia. Tenía el rostro colorado y los brazos, las piernas y el quitón cubiertos de quemaduras, y era completamente calvo.
—¡Zósimo! —saludó—. Qué alegría.
Su voz desmentía sus palabras, pero al final dedicó una breve sonrisa al esclavo negro para limar asperezas.
Zósimo correspondió con una reverencia acompañada de una sonrisa forzada
—Eutropio, te saludo y te traigo recuerdos de mi amo, Kinón. Solicita que a estos hombres, que son amigos suyos y del amo León —expuso con una elocuente mirada—, les sea entregado todo el armamento que precisen.
Eutropio puso los brazos en jarras. Tenía los músculos de Heracles. De hecho, su torso y brazos eran comparables a los de Terón.
—Ya decía yo que iba demasiado bien vestido para venir a trabajar para mí —dijo, mirando a Terón—. Esperaba que así fuera, no obstante. Oye, dile a tu amo de mi parte que, si quiere que el pedido salga antes de muniquión, más vale que no me haga nuevos encargos. Si estos caballeros —y Eutropio hizo una reverencia no demasiado cortés— se llevan armaduras del pedido, el retraso será mayor.
Filocles desmontó de su caballo, se quitó el sombrero de paja y le dio la mano a Eutropio.
—Soy Filocles de Tanais —dijo, presentándose—. Él es Terón de Corinto, que participó en los Olímpicos del año pasado en la disciplina de pancracio.
Eutropio asintió con aire apreciativo.
—Ajá, he oído hablar de ti. Y de ti también —le dijo a Filocles—. Eres el guerrero.
Filocles se encogió de hombros.
—Ahora soy filósofo —aclaró—, y el preceptor de estos niños.
A Sátiro le avergonzó que le llamara niño en presencia de un maestro armero.
—¿Y quién necesita armas? —preguntó el herrero—. Oye, bajad de vuestras monturas; creedme, no tengo nada mejor que hacer que charlar con atletas olímpicos. —Les dio la espalda y echó a caminar—. Seguro que querréis ver los talleres. Zósimo trabajó para mí; os lo puede mostrar todo.
—Terón y yo necesitamos armas. En cuanto a los jóvenes, hay unos hombres que intentan matarlos. —A Filocles le cambió la voz—. Perdona, señor, si he interrumpido tu trabajo, pero he conocido a un buen número de artesanos y todos trabajan día y noche. Nunca hay un buen momento para recibir visitas. ¿Me equivoco? Ayúdanos, por favor. No requeriremos la visita guiada ni te robaremos mucho tiempo. Basta con que nos proporciones unos cuantos artículos eficientes para que nos pierdas de vista.
Eutropio se volvió hacia Filocles.
—¿Luchas al estilo espartano o al macedonio? —preguntó.
—Espartano —contestó Filocles—. Con un
aspis
, no con uno de esos ridículos escudos macedonios.
—Vaya, pues estás de suerte, porque tengo algunos hechos. Ya nadie los quiere, salvo algunas ciudades del norte. ¿Panoplia para hoplitas? Tengo dos o tres a mano, de un pedido que no llegó a venderse. ¿Equipo de caballería? Ni se os ocurra pedir. Hoy en día todos los soldados montan. Dentro de nada ni siquiera habrá hoplitas. Ya nadie quiere trabajar, todo el mundo quiere montar un jodido caballo.
El calcidio sonrió con amargura. Los condujo a una sólida casa de piedra flanqueada por dos cobertizos. La puerta estaba cerrada a cal y canto. Se sacó una curiosa herramienta del cinturón, retorció el alambre del precinto y les abrió la puerta.
Sátiro se quedó boquiabierto. La estancia era un auténtico tesoro de Ares. Yelmos de bronce, escudos con la cara externa recubierta de bronce e hileras de espadas, la mayoría con una fina capa de óxido, de hoja recta, lanceolada o curvada, de todos los tamaños. Las lanzas se apoyaban contra la pared, con las puntas oscurecidas por el óxido, y las
sauroteres
, o conteras, con una pátina marrón o verde.
—Todo esto se hizo para la guardia del tirano, pero ahora los tiene imitando a los macedonios —explicó Eutropio—. Las espadas son buenas —dijo, mientras cogía un
kopis
del suelo y le limpiaba la herrumbre con el quitón—. Buena factura de mi patria. Le compré el lote a un pirata; la remesa iba para Egipto. Me ahorra tiempo tener una buena provisión.
Filocles asintió.
—Nada de vainas —dijo.
—¿Tengo pinta de hacer vainas? —preguntó el herrero—. ¡Hefesto me libre! ¿Estás esperando que se os ofrezca vino? Ares y Afrodita. Zósimo, ¿traerías vino a estos caballeros mientras examinan mi mercancía y piden jodidas vainas?
Terón cogió un
kopis
más largo, hecho al estilo occidental y con la empuñadura en forma de pájaro. Era un arma pesada. La blandió sin demasiado esfuerzo.
—¿Seguro que no quieres ser herrero, muchacho? —preguntó Eutropio—. Con unas espaldas como las tuyas, no tienes por qué andar preocupándote de que alguien intente matarte en los Olímpicos. Te haré rico. —Se rio—. Hermes, yo ya lo soy, pero no tengo ocasión de gastar mi dinero porque no puedo parar de trabajar.
—A quien necesita es a Temerix —dijo Sátiro a Melita. Ella le sonrió, y de repente ambos cayeron en la cuenta de que quizás estaría muerto, o esclavizado, junto con su esposa oriental y sus tres hijos, que habían sido compañeros de juegos de los gemelos.
La vida parecía excitante durante una hora y entonces ocurría algo que les recordaba cuánto habían dejado atrás. Sátiro se enjugó los ojos y se enderezó.
—Temerix es el hombre más fuerte que conozco —añadió el muchacho—. Habrá sobrevivido, y Lu es demasiado lista para que alguien la… ataque.
Su hermana negó con la cabeza.
—¿Y Ataelo? Debe de estar muerto. Iba con mamá.
Se enjugó las lágrimas, miró en torno a la habitación y localizó un casco pequeño con barbera en el montón de yelmos, en su mayoría procedentes de Pilos, aunque también había alguno de Beocia. Se lo encasquetó y le tapó los ojos.
Filocles le quitó el yelmo, que encajaba en la palma de su manaza, y lo remplazó por otro de su medida.
—No está mal —aprobó—. Tendremos que hacerte un almófar.
Buscó en el montón de yelmos y sacó uno pequeño, con el capacete como un pan.
—Pruébate éste —dijo a Sátiro.
El niño quería tener la traza de Aquiles, no la de un vulgar soldado de infantería. Aquél era un beocio liso, con el armazón muy sencillo y sin barbera ni cresta. Al ponérselo le cubrió la cabeza por debajo de las sienes, pero sólo requería un poco de relleno. Y tener un yelmo propio siempre sería mejor que carecer por completo de él.