—Está muy afilada —le susurró—. Y es tan antigua como las estrellas.
Sátiro la cogió. El cabrito estaba atado al altar. Sátiro puso una mano en la cabeza del animal y pidió su perdón. Alzó los ojos al cielo y lo degolló de un solo tajo, apartándose acto seguido de la fuente de sangre.
Las sirvientas cogieron el animal y lo mataron con la destreza que sólo se consigue con mucha práctica.
—Bien hecho —dijo la sacerdotisa—. Ahora marchaos. Yo cuidaré de vuestro amigo.
Sátiro descendió por la escalera y se limpió la sangre de la mano izquierda en la hierba de abajo.
Melita montó la primera y se sacudió la melena húmeda. Los ojos le centelleaban.
—¡Existen dioses! —dijo.
Filocles ya tenía la reata de caballos de refresco en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sátiro a Terón.
El atleta negó con la cabeza.
—Han aconsejado a Filocles en la ciudad —dijo.
—Vamos a Bata —explicó el espartano—. Llegaremos esta noche si cabalgamos deprisa. Hay un mercante de Heraclea en el puerto, si aún no se ha ido. Si ya ha zarpado, nos dirigiremos a las montañas. Aquí no podemos regresar.
—¿Y si los infantes de marina nos persiguen? —preguntó Sátiro mientras avanzaban al trote, sin ser vistos desde la playa gracias a los árboles.
—Necesitarían caballos —respondió Filocles. Sonrió forzadamente. Luego negó con la cabeza—. No preguntes —le dijo a Terón.
Había un barco fondeado frente a la playa de Bata, con el ancla de piedra bien hundida en el fango, esperando veinte tinajas de huevas de salmón en aceite antes de largar velas y poner rumbo a Heraclea. La nave se les había antojado un regalo de los dioses, tanto más cuanto que navegaron costeando hasta Sinope sin ver un solo trirreme. Sátiro y su hermana estaban tan cansados que no cuestionaron ni inspeccionaron el regalo, y el barco singló hacia el sur con viento fresco y la amable mano de Moira para guiarlo.
Cinco días después de zarpar de Bata, con las últimas luces del ocaso, Melita avistó Heraclea: el mármol de los edificios públicos brillaba como el coral de una joya o el bronce bien bruñido, de un naranja pálido bajo el sol poniente, y el oro y el bronce de las estatuas y adornos destellaban. Heraclea era tan rica como Sinope, Olbia o Panticapea. Más rica que Atenas. El tirano, Dionisio, no era amigo de su madre ni de su ciudad. Pero tampoco lo era de Eumeles de Panticapea. Sólo era amigo de su propio poder, y según Filocles no tenían alternativa.
—Tanais podría haber tenido este aspecto dentro de veinte años —dijo Melita.
—Tanais es un cadáver renegrido —replicó Sátiro, de un humor sombrío.
Melita le cogió de la mano y juntos se apoyaron contra la borda del barco mientras éste escoraba con la brisa vespertina, hendiendo las olas camino de Heraclea.
—Deberías tomarte la vida tal como es —le aconsejó Melita—. ¡Mira! —Extendió el brazo como un actor—. ¡Belleza! ¡Disfrútala!
—Deberías dejar de fingir que eres una sacerdotisa sabelotodo —replicó su hermano—. Nuestra madre está muerta, y nuestra ciudad, perdida. ¿Eres consciente de que podrían esclavizarnos? ¿De que cualquier hombre de esos muelles con la fuerza suficiente nos podría matar o vender? Podríamos encontrarnos dando placer a los clientes de un burdel antes de que se ponga el sol. ¿Lo captas?
Melita asintió.
—Lo capto, hermano. —Miró a Terón y a Filocles, que jugaban a los dados bajo un toldo—. Creo que sabrán protegernos, y también creo que los dioses nos quieren bien.
—Los dioses ayudan a quien se ayuda a sí mismo —masculló Sátiro.
—Pues en ese caso mueve el culo y comienza a ayudarte —repuso Melita—. Matar a esa chica fue la mejor obra que hayas hecho jamás. Deja de andar alicaído como un chiquillo. Eres un rey exiliado. Comienza a comportarte como tal. —Miró por la borda—. Debes seguir mi ejemplo en este asunto. Sé lo que estoy haciendo.
Sátiro observaba los muelles. Melita había supuesto que el mar lo curaría; el mar que tanto amaba, donde iba a navegar en verano a bordo de los barcos del tío León para aprender cómo funcionaba todo. En aquel viaje, sin embargo, ni siquiera había prestado atención a los marineros cuando aparejaban las velas.
—Muy bien —dijo Sátiro.
El tenso silencio que siguió a la conversación se prolongó hasta que el casco de la nave chocó contra el embarcadero de piedra, y luego hasta que pisaron el polvo y la inmundicia del puerto de Heraclea.
Durante el viaje, Filocles había pasado bastantes ratos con el capitán del mercante, para tenerle contento, según dijo Terón. Al aproximarse a los muelles, Filocles hizo un aparte con él en la plataforma donde el timonel gobernaba la nave. Cuando hubieron terminado de hablar, Filocles bajó por la pasarela con el semblante turbado. Terón intentaba descargar los caballos con la ayuda de la tripulación. Habían conservado los tres mejores castrados del labriego y también a
Bión
, el corcel de Melita. Habían vendido los demás animales en Bata, donde consiguieron un buen precio. Embarcar a los caballos salía más caro que embarcar personas, pero Filocles había dicho a los gemelos que sin monturas serían demasiado vulnerables.
A
Bión
no le había gustado nada que lo izaran a bordo colgado de una eslinga, y ahora tampoco le gustaba bajar por la pasarela: se resistía a cada paso, enseñaba los dientes; se comportaba como una mula. Melita tuvo que convencerlo para que bajara a tierra firme con un dulce de miel y sésamo que compró a toda prisa.
—Estúpido caballo —dijo afectuosamente.
Sátiro no le hizo el menor caso. Apoyó la espalda contra su caballo y se cruzó de brazos.
Filocles se rascó la barba.
—Debo correr un riesgo —dijo. No estaba muy sobrio; de hecho, había bebido sin cesar desde que puso un pie a bordo.
Terón se encogió de hombros.
—Todo han sido riesgos desde que me uní a vosotros —dijo.
—¿Por qué te quedas? —preguntó Melita. Estaba atrayendo las miradas de los transeúntes de los muelles, siendo como era una joven de buena familia exhibiéndose en público. De hecho, era una joven de buena familia que se exhibía en público luciendo un quitón corto con un
chitoniskos
escarlata encima, y además arreaba a los caballos. Llamaba muchísimo la atención.
Terón sonrió.
—La compañía es agradable —contestó—. Y nunca me aburro.
Filocles los miró a todos haciendo una mueca.
—Este no es lugar para semejante conversación —dijo—. Andando.
Sátiro se dio impulso y montó en su caballo. Melita hizo su acostumbrado salto acrobático y todas las cabezas de la calle se volvieron hacia ella.
—Tienes que dejar de hacer eso en público —rezongó Terón—. Las chicas no montan. Y, desde luego, no lo hacen a horcajadas. No saltan a lomos de los caballos ni hacen acrobacias.
—Claro que las hacen —repuso Melita echando la cabeza hacia atrás—. Lo he visto mil veces en platos y vasijas atenienses.
Terón carraspeó de un modo que, pese a su embotamiento, Sátiro reconoció como risa mal disimulada.
—¡Ésas son flautistas y hetairas! —alegó Terón.
Melita se encogió de hombros. Luego dirigió su sonrisa de Artemisa a la gente que los rodeaba y algunos hombres le correspondieron.
—¿Adónde vamos? —preguntó Melita.
—León
el Númida
tiene un factor y almacenes aquí —dijo Filocles.
—¿El tío León? —preguntó Melita—. ¿Está aquí?
—Lo dudo —respondió Filocles—. Dioses, eso sería nuestra salvación. Zeus Sóter, haz que León esté aquí.
316 a. C
Estratocles llegó a caballo a la pared del establo antes de que el mercenario macedonio separara las rodillas de la chica con las suyas. La tenía sujeta por las manos y le había dado un cabezazo para acallar sus chillidos, pero era una mujer fuerte, con músculos de labriega, y no se iba a rendir sin presentar batalla, tal y como lo atestiguaba el semblante del macedonio.
Estratocles saltó del caballo, giró sobre el pie izquierdo y le dio una patada en la cabeza al mercenario, tan fuerte que su cuerpo hizo un ruido sordo al golpear el establo de piedra.
—¿Quién ha permitido esto? —preguntó el ateniense al corro de mercenarios que se habían juntado para mirar—. Tú… Tú eres el filarco, ¿verdad?
El hombre a quien se había dirigido, un siciliano de la remota Siracusa, se estremeció ante el hombre con la lívida cicatriz roja en el semblante.
—Sí —masculló.
—¿No te das cuenta de que sin esta gente nunca atraparemos a esos malditos niños?
Estratocles estaba furioso, no sólo por el dolor incesante en el rostro, sino por la estupidez de los hombres que le habían endilgado.
—¡Saben dónde están los niños! —espetó el macedonio. Se incorporó y vomitó—. Que me jodan.
—Tal vez lo haga, ya puestos —dijo Estratocles. Empuñaba una daga y la apretaba contra la sien del macedonio—. No te muevas demasiado.
El filarco siciliano meneó la cabeza.
—Han sido diez días muy duros, señor. Los muchachos necesitan un poco de…
—¿Violación? Pues recomiendo que la practiquen entre ellos. Escúchame bien, estúpido. Estas gentes son ciudadanos de la Panticapea de Herón —dijo el ateniense, negando con la cabeza.
—Hicimos cosas peores en la ciudad de Tanais. Allí no estuviste por tan elevados principios.
El filarco sabía que los hombres estaban con él.
Estratocles se encogió de hombros.
—A veces hay que obrar mal para alcanzar un fin. Tanais debía ser saqueada. Era un símbolo, un símbolo que vuestro patrón no podía permitir que existiera. Pero un día de saqueo, acción que debería haber saciado vuestros apetitos por más tiempo, no os da derecho a cruzar el país violando a quien os dé la gana.
El filarco se encogió de hombros.
—De todos modos, nos odian.
Estratocles asintió. Envainó la daga, y el macedonio volvió a respirar. El ateniense meneó la cabeza.
—¿Te sorprende?
Levantó a la chica. Tenía la nariz rota, los ojos morados y sangre en la parte delantera del quitón, pero aun así intentó oponer resistencia. La agarró por las muñecas, se la echó al hombro y se la llevó rodeando el establo hasta donde otros soldados tenían al labriego y a su esposa acorralados en la casa.
—Abridme paso, idiotas —bramó Estratocles. Subió la escalera de la casa de piedra y dejó a la chica en el suelo—. Lamento lo que mis hombres han hecho, pero su virtud no ha sido mancillada, y la nariz se le curará. Antes que la mía —agregó, intentando poner una nota de humor, pero el intento cayó en saco roto ante la férrea expresión del campesino y su esposa. La mujer corrió a abrazar a su hija y ambas se pusieron a hablar, muy deprisa, en su lengua vernácula.
—Sabemos que los gemelos estuvieron aquí. ¿Hace tres días?
¿Tal vez cuatro? —Estratocles miró al chico, encogido de miedo junto a la chimenea—. Estoy haciendo cuanto puedo para contener a estos brutos, pero las cosas podrían ponerse feas y yo sólo soy un hombre. Cuanto antes nos digáis lo que necesitamos saber, antes nos iremos. Y no es preciso que nadie resulte herido.
—Esto es lo que encarna Herón de Panticapea, ¿verdad? —espetó el labriego.
«Sí, así es», pensó Estratocles. La política engendraba extrañas alianzas, y para Estratocles, un demócrata hasta la médula, un hombre de principios entregado a la libertad de Atenas, verse obligado a someterse al yugo del tirano de Panticapea constituía el colmo de la ironía.
—Por favor —dijo Estratocles—. Ayudadme a ayudaros. ¿Cuándo estuvieron aquí?
El labriego perdió el ánimo. Sus ojos se dirigieron a sus dos hijos. Fuera, los mercenarios andaban de aquí para allá pisando fuerte, y su silencio no presagiaba nada bueno.
—Hace tres días —dijo finalmente—. Se llevaron nuestros caballos.
El mejor mercenario era un italiano llamado Lucio, un hombre corpulento y sensato que había apoyado a Estratocles repetidas veces durante la persecución. Estratocles degradó al filarco allí mismo y ascendió al italiano en su lugar. Abundaron murmullos de descontento.
Estratocles cabalgaba entre ellos, arrimando su caballo a los macedonios.
—Escuchad, muchachos —dijo—. Podría haber matado al muy estúpido por amotinamiento y violación, pero he preferido asumir que su inútil filarco tenía parte de culpa. De modo que seguís vivos. —Sonrió a los diez jinetes—. Si me cabreáis más de la cuenta, comenzaré a matar a quienes me resulten más molestos, ¿me explico? Puedo liquidaros a los diez; juntos, por separado, de uno en uno, como lo prefiráis. ¿Tenéis ganas de bronca? Si no es así, cerrad el pico y servid como soldados.
—No eres nuestro oficial —dijo el ex filarco quejumbrosamente—. Somos hombres pagados; mercenarios. Tenemos nuestras propias reglas.
Estratocles sonrió más abiertamente.
—Ahora soy vuestro oficial. —Volvió a echarles un vistazo a todos; un inútil atajo de muchachos y matones—. Y las únicas reglas que valen son las mías.
Llevaban malas monturas, y sospechaba que los niños a los que le habían mandado matar ahora disponían de mejores caballos, pero entendía de animales y efectuaron el trayecto en el mejor tiempo posible, cinco días a través de los montes para luego descender por los valles hasta el Hispanis. Tendría que haber habido un transbordador para cruzar las aguas torrenciales del río, pero lo que encontraron fue a un barquero enojado y una soga cortada.
—¡Ayer, los muy ladrones! ¡Unos malditos catamitas! —gritó el barquero.
Tenía más de una docena de clientes acampados en torno a su casa de piedra, aguardando a que el nivel del agua bajara.
Estratocles observó el río antes de mirar a los caballos y a los hombres que iban con él. Tuvo tentaciones de maldecir a los dioses, pero sabía por experiencia propia que los dioses daban lo que daban.
—Cruzaremos a nado —anunció.
—Vete a la mierda —masculló el antiguo filarco—. No pienso nadar. Nos llevan un día de ventaja. Habrán bajado por el río hasta un puerto y desaparecido del mapa.
Estratocles miró a Lucio, que se encogió de hombros.
—Yo lo habría expresado en términos distintos, pero no le falta razón.
El ateniense asintió.
—Bueno, pues yo me voy a nado —respondió—. Lucio, te agradecería que me acompañaras. El resto de esta escoria no merece mi preocupación. Regresad junto a Herón, decidle que habéis fracasado y a ver qué obtenéis.