Sonrió a la esclava.
—Ahora es tuyo, señora —dijo Kinón—. Jamás prestaría ropa a un invitado.
Melita se ruborizó. El lino y los broches valían más que cualquier cosa que poseyera en ese momento.
—Gracias —balbuceó.
El propio Kinón le preparó la silla y tomó a Calisto de la mano.
—¿Atenderás a la joven señora, belleza mía? —preguntó, como si la muchacha fuese un miembro de la familia. Alzando los ojos hacia sus huéspedes, agregó—: Nunca la trato como esclava en la intimidad de mi jardín.
Terón se encogió de hombros.
—Podría pasarme la eternidad contemplándola —dijo.
A Sátiro le habría gustado decir aquello. Se conformó con asentir. Filocles se rio.
—¡Esto es obra de León! —exclamó, en voz más alta de la cuenta. Llevaba ya una hora bebiendo.
Kinón se acomodó en un diván delante del espartano.
—¿Lo sabes?
Filocles sonrió.
—Soy un cabrón espartano —contestó—. Lo sé de sobra.
Terón aceptó vino de un esclavo y se apoyó en un codo.
—Me gustaría saberlo —dijo.
Kinón asintió.
—León comenzó su vida como hombre libre, pero luego fue esclavizado. Cuando devino liberto, decidió libertar a otros hombres y mujeres. Los llamamos nuestra «familia». —Sonrió con timidez—. Es poco probable que tenga otra clase de familia —agregó—. Yo también fui esclavo.
—¿Tebano? —preguntó Filocles.
—Ah, el acento beocio.
Filocles asintió.
—Y tu respeto por Safo.
—Sí, la conocí… antes. —Kinón se encogió de hombros—. La esclavitud no es el principio ni el final de la vida. Pero León me libertó y me puso en situación de hacerme rico. —Se encogió de hombros—. Yo le haré el mismo regalo a Calisto cuando tenga edad suficiente para encontrar marido en vez de un burdel.
Filocles derramó una libación en la grava.
—¡Por la libertad! —brindó, y deslizó la crátera hasta el dorso de su mano. Vació buena parte de la vasija y lanzó el resto al jardín con un diestro giro de muñeca, y las gotas de vino repicaron al alcanzar la urna de bronce.
—Por la libertad —le secundaron los demás. Más gotas de vino sobrevolaron las rosas, pero ninguna alcanzó la urna.
—Eres bueno —observó Kinón.
—Paso mucho tiempo practicando —respondió Filocles, con desenfado.
Melita se inclinó hacia su hermano y le susurró al oído:
—Kinón está flirteando con Filocles.
—Cállate —dijo Sátiro, impresionado. Se fijó en la leve sonrisa de Calisto y se sonrojó tanto como la joven esclava. Se miraron de hito en hito y Sátiro tuvo que obligarse a apartar la vista.
Su hermana dirigía los ojos de uno a otra, de su hermano a la esclava. Negó con la cabeza.
—Hermano… —dijo.
Sátiro inclinó la cabeza. Su madre tenía reglas muy estrictas a propósito de las sirvientas y los chicos.
Terón y Filocles conversaron con Kinón hasta bien entrada la noche. En un momento dado, entre el vino y las anécdotas, Filocles dejó de ocultar la situación en la que se encontraban, y Kinón manifestó su solidaridad de inmediato. Comenzaron a planear cómo podían viajar los gemelos, bien fuese a Atenas, donde Sátiro tenía propiedades y no estaría al alcance de Eumeles de Panticapea, bien a reunirse con Diodoro, que al parecer se encontraba de campaña con el ejército de Eumenes
el Cardio
.
Filocles era bastante sensato cuando se trataba de política, pero Terón, que había bebido menos, finalmente negó con la cabeza.
—Me parece que necesito oír todo eso otra vez —dijo, con bastante simpatía.
Kinón miró a Terón como si fuese idiota. Sátiro se incorporó en el diván.
—Por favor —intervino—. A mí también me gustaría entenderlo.
—La historia se repite desde que el Conquistador murió —explicó Kinón con amargura—. Alejandro conquistó… ¡Maldita sea! ¡Lo conquistó prácticamente todo! —Bebió, intentó dar a la urna de bronce con el resto del vino y erró el tiro.
Kinón se desentendió de su fallo encogiendo los hombros.
—La muerte de Alejandro sembró el caos. En Macedonia, Antípatro era el regente; de Alejandro, ¿sí? Y por todo el antiguo Imperio persa, el imperio de Darío, Alejandro dejó a una serie de sátrapas, reyezuelos que gobernaban sobre vastos territorios. Algunos eran antiguos sátrapas persas, otros eran griegos y macedonios. El régimen dependía de que se llevaran las riendas con mano firme, y la mano de Alejandro era muy fuerte.
Terón tomó la vasija y se lo bebió todo, lo hizo girar con la muñeca y los restos de su vino fueron a caer en el pelo de Calisto. Esta dio un respingo y le echó agua, y todos rieron. Tardaron un rato en serenarse de nuevo. Sátiro no pudo evitar fijarse en lo transparente que era el lino cuando se mojaba.
—¿Debo proseguir? —preguntó Kinón.
—Te lo ruego —dijo Sátiro. Le tocaba el turno de beber, y sorbió vino con moderación.
—De modo que el ejército se reunió en consejo; allí estaban todos los lanceros, toda la caballería y todos los oficiales, pero ninguno de los persas ni las tropas auxiliares. Creedme, con el tiempo eso acarreará problemas. En cualquier caso, Alejandro no dejó heredero, nadie que pudiera dirigir su imperio. Tiene dos hijos, uno de Roxana y otro, ilegítimo, de una noble persa; hay quien dice que es una vulgar ramera mientras que otros sostienen que es una princesa. —Kinón miró en derredor, porque Filocles estaba sonriendo—. ¿La conoces?
—No tiene nada de vulgar —dijo Filocles sin dejar de sonreír—. Es una mujer… extraordinaria.
—Sea como fuere, el ejército votó entregar el imperio al hermano de Alejandro, un imbécil. Es incapaz de gobernarse a sí mismo, y mucho menos el mundo entero. Y todavía corren rumores de que Antípatro de todos modos se disponía a sublevarse, también de que Eumenes y Seleuco tenían intención de repartirse el mundo… En fin, siempre circulan mil habladurías. El hecho es que Alejandro falleció y que no había nadie que mandara, de modo que sus generales decidieron luchar por el imperio. Pérdicas tenía el ejército; era el militar de más rango de Alejandro cuando el conquistador murió. Pero Antípatro tenía el ejército macedonio, el ejército que habían dejado en la patria.
—El ejército que derrotó a los espartanos —apostilló Filocles—. Sólo necesitaron ser cinco contra uno. Atajo de inútiles.
Sátiro ya había bebido. Había tenido cuidado y se terminó la copa sin derramar una gota. Puso la copa en el brazo tal como lo había hecho Filocles y la volteó hacia delante; y el asa se rompió. La copa se hizo añicos contra el suelo de mármol. Su hermana le dedicó la mirada reservada para los hermanos que se portan como idiotas, y Calisto se echó a reír.
Los esclavos se apresuraron a recoger el estropicio.
Filocles bramó:
—¡Buen tiro, chico! Sólo que, la próxima vez, sujeta el borde, no el asa.
Kinón se rio como correspondía a un buen anfitrión.
—¡Otra copa, Pais! —gritó al esclavo que estaba más cerca de la puerta.
—Trae una de metal —agregó Terón.
Sátiro estaba tan avergonzado que no sabía dónde meterse. Melita decidió salir en su auxilio.
—O sea que Antípatro tenía un ejército y Pérdicas otro.
Kinón asintió.
—Una joven dama muy sobria. Antípatro tenía Macedonia, y Pérdicas, el resto, o eso parecía. Pero uno de los generales de Alejandro…
—El mejor de todos ellos —terció Filocles.
—Sin duda estoy de acuerdo —asintió Kinón, inclinando con cortesía la cabeza. Apareció una copa nueva que fue entregada a Filocles—. Tolomeo tomó Egipto como su satrapía. Contaba con una gran guarnición macedonia y comenzó a reclutar mercenarios.
—¡Como el tío Diodoro! —dijo Sátiro.
—Ni más ni menos. —Filocles asintió y tomó un sorbo de vino.
—De modo que Pérdicas decidió derrotar primero a Tolomeo y adueñarse de Egipto a fin de disponer de dinero y grano para su ejército. Ejército que había sido el de Alejandro. —Kinón miró a Sátiro—. ¿Me sigues?
—Por supuesto —dijo Sátiro—. Y Pérdicas fracasó, fue vencido y acabó asesinado por sus oficiales.
—Nadie ha llamado jamás civilizados a los macedonios —dijo Filocles.
—Ahora Antígono tiene el ejército que antes era de Pérdicas, salvo la parte que se quedó Eumenes
el Cardio
. Antígono pretende derrocar a Tolomeo. ¡Tolomeo! ¡El menos pernicioso de todos! ¡Y un buen amigo de Heráclea!
—¿Es posible que Antígono pierda? —preguntó Filocles—. Conozco a Tolomeo. Es un hombre muy astuto.
—¿Lo conoces? —Kinón volvió a reírse. Ya estaba ebrio—. Estoy en compañía de la grandeza.
Filocles terminó la copa, giró la muñeca y su vino hizo diana contra el borde de la urna de bronce, que sonó como una campana.
—Lo conozco bastante bien —dijo Filocles—. Una vez lo tomé prisionero.
Se rio, y Kinón se quedó perplejo. Melita asintió.
—Es verdad. Y mi padre y Filocles lo liberaron. Me parece que ahora se profesan una gran amistad. ¿Me equivoco?
—En absoluto —dijo Filocles—. Por eso Diodoro es algo más que un mero mercenario para Tolomeo.
Kinón meneó la cabeza con asombro.
—¿Lo tomaste prisionero? ¿En una batalla? ¡Lo próximo que me digas será que conociste a Alejandro!
—Mi padre lo conoció —intervino Sátiro—. Pero, por favor, continúa. Pérdicas ha muerto y Antígono
el Tuerto
se ha quedado su ejército.
—Exactamente. —Kinón tenía la vasija y la sostenía en equilibrio expertamente mientras hablaba—. Antígono contaba con todo el ejército, y Tolomeo no esperaba lograr otro milagro en el Delta. Apenas tiene soldados ahora, sólo algunos colonos militares y un puñado de egipcios inútiles. No resistirá la temporada. Le echaré en falta; es el único de esos jodidos macedonios con ganas de construir algo en lugar de sólo matar.
A medida que bebía, su acento beocio se volvía más cerrado, y ahora parecía un personaje de una comedia.
Filocles se encogió de hombros.
—¿Y Eumenes sólo se ha quedado el resto del ejército derrotado?
—Ni siquiera eso, aunque es artero. Antípatro le cogió una vez, y se escapó.
Kinón chascó los dedos, pidiendo más bebida. Para entonces tenía a Calisto sentada en un taburete más bajo que su diván, y jugueteaba con sus cabellos mientras hablaba. Melita ya se había excusado para retirarse como una matrona ateniense.
Filocles volvió a reír.
—Me acuerdo de sus tretas —dijo—. Él y Kineas se dieron caza mutuamente por toda la Bactria.
Kinón suspiró.
—Y luego está Grecia, por supuesto. Ahora que Antípatro se ha ido, y ha sido remplazado por Poliperconte, demasiado viejo y no lo bastante listo para sobrevivir, Atenas ha apostado por la independencia desde hace… unos seis años más o menos. Vencieron al ejército de Antípatro y, francamente, esperaban derrocar el régimen. Eso unió a todos los macedonios durante una temporada.
Filocles se encogió de hombros.
—Y Leóstenes, el viejo amigo de Kineas, murió.
Kinón dio a entender que estaba al corriente.
—Murió… o se puso muy enfermo y se escabulló cuando la alianza comenzó a deshacerse. Hay quien sostiene haberlo visto. Pero el caos que provocó en Tracia y Grecia ha dado tiempo al Tuerto para atacar a Tolomeo, pues Poliperconte todavía está reconstruyendo. Los atenienses demostraron que los macedonios no eran invencibles. Y ha aparecido otro hombre en escena: Casandro, el hijo de Antípatro, que es harina de otro costal. Malvado hasta la médula, listo como un león y corrompido como un cadáver.
Terón meneó la cabeza.
—Apenas prestaba atención a la política cuando estaba en Corinto. Me aburre, amigos. Y sabéis muchas cosas sobre esos hombres, esos grandes hombres; parece que hayáis sido invitados a un mismo simposio. Voy a retirarme, amigos, con la certeza de que las únicas personas importantes que conozco son atletas, y ninguno de ellos es de mucho adorno en una cena.
Cuando se levantó, se quedó mirando a Sátiro, que enseguida captó el mensaje.
—Gracias por tu hospitalidad, tu conversación y sabiduría, y tu belleza.
Coló esto último con una mirada a Calisto. Kinón asintió.
—Mañana nos asomaremos al ágora.
—¿Y quizás a la palestra? —preguntó Terón.
—¡Por supuesto! —El anfitrión se dio unas palmadas en la barriga—. ¡A lo mejor aún recuerdo el camino!
Y con esta broma, Sátiro se fue dando traspiés a la cama. Consiguió llegar hasta el diván de su cuarto y acto seguido su inteligencia se desconectó como una vela que se apagara.
Por la mañana, amenazaron con no levantarse. Melita fue a despertarlo, hincándole los pulgares en las costillas y haciéndole cosquillas en los pies hasta que los quejidos de Sátiro se convirtieron en contraataques. La niña se apartó de la cama entre risas y Sátiro descubrió que tenía un dolor de cabeza espantoso.
—Hora de levantarse, dormilón —dijo ella.
—Oh —gimió Sátiro, apretándose las sienes.
Otro esclavo, muy musculoso y negro como una vasija ateniense, entró y comenzó a arreglar la habitación. Sátiro quería levantarse de la cama, pero le faltaban fuerzas para hacerlo.
—¿Puedes traernos un poco de agua? —pidió Melita al esclavo—. Tienes doce años, Sátiro, no veinte. Anoche bebiste más de la cuenta.
—Me parece que no fue el vino —dijo Sátiro lastimeramente—. Creo que me he hecho daño en la cabeza o que he pillado un resfriado.
El esclavo negro soltó un resoplido. Desapareció unos instantes y enseguida regresó con una jarra de plata y una copa de bronce.
—Bébete toda el agua, amo —dijo sonriente.
Sátiro levantó la cabeza.
—¿Por qué sonríes? ¡Me duele la cabeza!
—Tú bebe —dijo el esclavo—. Traeré más agua cuando hayas terminado. Entonces el dolor de cabeza se curará por sí solo. Lo prometo.
Sátiro consiguió beberse las dos jarras de agua y luego él y Melita salieron a la rosaleda, donde los demás invitados estaban recostados. Melita lo miró con una sonrisa de suficiencia.
—¿Más vino, hermano? —preguntó.
—¿Te duele la cabeza, chico? —preguntó Filocles—. Estás en la peor edad. A los doce, te invitan a comportarte como un hombre, pero aún no puedes. No te fíes del vino.
Terón arqueó una ceja mirando al espartano y ambos hombres se fulminaron con la mirada.
—Consejo que todos deberíamos seguir.
Llegó un esclavo joven, bañado en sudor, con un pergamino. Kinón lo abrió, lo leyó en diagonal y frunció el ceño.