—¿Cómo estás? —preguntó a su hermano.
—Bien —contestó Sátiro, y le sonrió. Aquella sonrisa tuvo un valor indecible. Melita sacó energías de ella.
—¡Creía que te habías muerto! —susurró.
—¡Yo también! —respondió el chico. Ambos sonrieron y se sintieron mejor.
Pero Coeno estaba peor debido a la prolongada inmersión. Había empezado a toser y temblar, como si hubiese acaparado todo el calor que los demás habían perdido, y comenzó a delirar.
—Hay que meterle en una cama —dijo Terón—. A mí tampoco me vendría mal.
Filocles asintió. Cruzaron el collado e iniciaron el descenso hacia las chimeneas de otra aldea.
—No nos han seguido hasta este lado de los montes —opinó el corintio. Filocles se encogió de hombros.
—Me dispongo a arriesgar nuestras vidas basándome en eso —replicó.
Bajaron hasta el camino embarrado y fueron a parar cerca de un pequeño puente de tablones. Terón cruzó primero y reconoció el terreno y la lejana hilera de árboles antes de indicar a los demás que le siguieran.
La aldea era tan pequeña que la hubieron cruzado antes de que Coeno terminara de farfullar un debate interno sobre si debían robar el único caballo a la vista. Un campesino rico observó su paso desde el refugio de su casa de piedra. Nadie les dirigió la palabra.
Terón se acercó al campesino y le pidió alojamiento. El aldeano entró en su casa y le oyeron atrancar la puerta.
—Todos estos cabrones se acordarán de nosotros —espetó Filocles—. Campesinos. Igual que los ilotas. Son capaces de venderte por un dracma.
Terón engullía pan caliente robado en un patio, pasando pedazos a los gemelos y a Coeno, que dieron cuenta de ellos con voracidad. Aparte del pan, no obtuvieron nada más en la aldea. Un poco más allá discurría el siguiente río, donde había un transbordador, y tuvieron que detenerse y aguardar media hora bajo la lluvia incesante mientras Filocles iba a inspeccionarlo.
Como era de esperar, había un destacamento de caballería montando guardia en el transbordador. Filocles los divisó cuando un centinela se impacientó y desmontó en la arboleda para orinar.
—¿Y ahora qué? —preguntó Melita.
—Ya estamos mojados —dijo Filocles—. Cabalgaremos río arriba y cruzaremos con los caballos.
Les llevó el resto del día, y justo al anochecer acamparon en un minúsculo claro entre dos piedras con tallas antiguas. La fogata que encendieron a duras penas ardía y humeaba constantemente a causa de la humedad, de modo que resultaba difícil que todos se sentaran cerca para calentarse. Por otra parte, lo único que tenían para comer era lo que quedaba del pan.
Fue la noche más larga que Melita recordaba. Hubo rayos y truenos, y a cada destello Melita se despertaba —si es que realmente había conseguido dormirse— para encontrarse a su hermano mirándola de hito en hito. La oscuridad se prolongó, eternizándose, dándole tiempo a tener una pesadilla sobre su madre y otra sobre Coeno, a quien devoraban unos lobos; luego el cielo empezó a clarear y hubo luz suficiente para caminar.
—Nada nos retiene aquí —anunció Filocles.
Terón se sentó en cuclillas y estrujó su cayado con ambas manos hasta que tuvo los nudillos blancos.
—Necesitamos comida.
—¿Alguna idea? —preguntó el espartano—. Si no, sigue caminando.
Cuando el sol estuvo en lo alto del cielo, en algún lugar por encima de las interminables nubes grises, llegaron a otro arroyo crecido.
—Me parece que no es el Hispanis —dijo Filocles, meneando la cabeza—. Ares, no tengo ni idea de dónde estamos. Espero no haberos hecho marchar en círculos.
—No —dijo Coeno—. Nada de círculos.
Cada vez que despertaban, Melita esperaba encontrar muerto a Coeno. Pero, por el momento, no lo estaba.
—Nada de círculos —insistió—. Aunque no es el Hispanis.
Cruzaron con los caballos y una vez más quedaron calados hasta los huesos, dado que todos tuvieron que nadar un trecho, agarrados con una mano a los ponis.
—Los caballos están en las últimas —dijo Filocles cuando alcanzaron la otra orilla. Llevaba su clámide como si fuese un quitón gigantesco, prendida en los hombros, lo que le hacía parecer aún más corpulento.
—Necesitamos una casa —dijo Terón—. Dudo que Coeno resista otra noche a la intemperie.
—Pues yo dudo que nos hallemos por delante del cordón de esos traidores —replicó Filocles—. Nunca nos libraremos de ellos si pasamos una noche en un pueblo.
—A lo mejor nos han adelantado —arguyo Terón—. No pueden estar en todas partes a la vez.
—Tú lo que quieres es dormir en una cama —le recriminó Filocles.
—¿Y qué tiene de malo? —preguntó el corintio—. También me gustaría tomar una copa de vino.
Finalmente, la fiebre que aquejaba a Coeno convenció a Filocles de correr el riesgo de pasar la noche en una casa. Enfiló el sendero y buscó tierras de cultivo, habló con un campesino y regresó junto al resto del grupo, que aguardaba en el bosque.
—Me cae bien. Es el cacique del pueblo, y me parece que es de fiar. —Filocles miró a Coeno—. Necesitamos resguardarnos de la lluvia.
—No corráis ese riesgo por mí —masculló el enfermo.
Terón no le hizo el menor caso y asintió.
El labriego, a quien llamaban Gardan
el Azul
por sus brillantes ojos azules, era simpático, y su esposa recibió a los gemelos como si éstos trajeran suerte a su hogar. Se sentaron juntos en la habitación principal de la casa, envueltos en lana seca, calientes por primera vez en cinco días, y disfrutaron de una cena a base de cabrito, lentejas y pan de cebada. Comieron con hambre lobuna.
Melita supuso que comprarían caballos de refresco, dado que había visto una gran reata en el potrero oculto en una arboleda a cierta distancia del camino. Aguardó a que Filocles lo sacara a colación y, al ver que no lo hacía, le dio un ligero codazo.
—Si les compramos caballos, iremos más deprisa —musitó Melita.
Filocles la miró con mal disimulada pesadumbre.
—Tengo el oro de los hombres a los que matamos y nuestro equipo —dijo. Asintió en dirección al labriego—. No podemos ofrecerle un precio justo por los caballos si queremos disponer del dinero necesario para tomar un barco.
A ninguno de los gemelos se le había ocurrido pensar en el mar.
—Pero ¿dónde encontraremos un barco? —preguntó Melita.
El preceptor se volvió hacia el granjero, sonrió forzadamente y luego miró a los niños negando con la cabeza.
—Silencio. Es un buen hombre y no quiero matarlo para manteneros con vida. ¿Entendido?
Se fueron a la cama sin decir nada más.
Por la mañana el granjero los acompañó hasta el camino. Hizo una reverencia a los gemelos.
—Joven señor. Joven señora. ¿Puedo hablar libremente?
Sátiro asintió.
—Eres un granjero libre —dijo muy serio—. Puedes decir lo que quieras.
Gardan se acarició la barba.
—Estáis huyendo —dijo. Miró a Filocles—. Entre todos no tenéis ni una prenda limpia.
Filocles asintió, miró en torno y dijo:
—Es verdad. Los sármatas atacaron la ciudad con la ayuda de Eumeles. Nos están buscando y no tardarán en presentarse aquí. —Se encogió de hombros—. Os recomiendo que seáis amables con ellos.
El campesino asintió. Se rascó la barba. Era un hombre bajo y de tez morena, como tantos meotes, aunque tenía los ojos azules de un heleno y el pelo negro azabache como los héroes de antaño.
—Mi tío combatió con Marthax en el vado del río Dios —dijo—. Siempre recordaremos a vuestro padre. —Se tocó la barba otra vez—. Sé lo que ocurrió en la ciudad —agregó lentamente. Miró a Filocles—. Ya han pasado por aquí dos patrullas, ambas sármatas. Los campesinos de la zona no reciben demasiado bien a esa gente. Mataron a un hombre. —Se encogió de hombros y señaló el pesado arco colgado de unos ganchos encima de la puerta—. Es posible que vuelvan y prendan fuego a la casa para obligarnos a salir, aunque tal vez no lo hagan —prosiguió, con cierta satisfacción. Acto seguido recobró la compostura—. Estoy divagando. Lo que quiero decir es que nadie de esta finca os delatará. Y los vecinos tampoco. Sabemos quiénes sois. Y camino abajo hay cinco castrados en un prado. Nadie los está vigilando. —Sonrió—. Diré al próximo bárbaro que venga que la última patrulla los robó.
Su esposa salió al patio con un saco de pienso en la mano.
—Aquí tenéis tela limpia y mantas de lana —dijo.
Filocles no contestó. En lugar de eso miró a los gemelos.
—Esto es una lección —dijo—. Os he hablado de Solón y de Licurgo, y os he leído pasajes de Platón y de otros hombres que se tienen por sabios. Pero ésta es la lección: que el bien reporta bien y el mal reporta mal. Estas personas os han salvado la vida porque vuestro padre fue un hombre bueno y vuestra madre ha gobernado con justicia. Recordadlo.
Sátiro asintió con gravedad.
—Lo recordaré.
Tendió la mano al labriego, que le dio un fuerte apretón.
Melita se adelantó unos pasos.
—Cuando sea reina —dijo—, os devolveré este favor centuplicado.
Besó a la esposa y estrechó la mano de Gardan.
Los caballos estaban donde el labriego había dicho, y tres de ellos cargaban con fardos.
—¿Cuando seas reina? —preguntó Sátiro.
Melita se encogió de hombros.
—Es el papel que nos corresponde, hermano. Somos exiliados. Tal vez regresemos. Estas gentes acaban de darnos sus ganancias de todo un año trabajando en la granja; una yeguada entera, la lana de sus ovejas; aquí hay ropa blanca que procede de los cultivos de lino de Egipto y que pagaron con trigo. Nos lo han dado todo en un gesto de generosidad suprema, digna de héroes, por ser quienes somos. —Se encogió de hombros—. Ellos son más heroicos que nosotros.
Sátiro pasaba muchos ratos reprimiendo los sollozos, y tuvo que hacerlo una vez más. Cabalgaron en silencio bajo la lluvia.
Filocles también iba callado.
—¿Por qué lloras? —preguntó Sátiro.
Filocles lo miró a los ojos sin tratar siquiera de disimular las lágrimas.
—Todo lo que hemos construido —dijo disgustado—. Una década de guerra para instaurar la paz. Ha sido en balde. —Suspiró profundamente—. No tenéis idea de lo que se dio para conseguir esta tierra y la paz que merece. —Se encogió de hombros—. Dejadles a
Hermes
y al otro caballo; son buenas bestias, y así Gardan no habrá perdido tanto.
Sátiro asintió. Quitó los arreos a
Hermes
, se los colocó a un castrado de Gardan y luego se puso a susurrarle cosas al viejo caballo militar. Parecía avergonzado cuando terminó.
—Madre dice que padre siempre hablaba a sus caballos —dijo a la defensiva. Sonrió con ironía—. Al menos
Hermes
sobrevivirá a esta aventura, aunque nosotros muramos.
—Nos está yendo bastante bien, me parece, teniendo en cuenta las circunstancias —dijo Terón. Con la barriga llena y un quitón seco, era un hombre nuevo.
—Nuestro padre dio su vida por este país —dijo Melita.
—No sólo vuestro padre, querida. —Filocles se las arregló para sonreír—. También muchos hombres y no pocas mujeres. —Volvió a mirar hacia la lluvia y se le borró la sonrisa; parecía estar observando otra cosa, en alguna otra parte—. Odio a los dioses —dijo.
Coeno negó con la cabeza.
—Odio la falta de fe —replicó—. Es estúpido que un hombre odie a los dioses.
—Por aquí hay alguien que se encuentra mejor —señaló Terón.
Cinco caballos de refresco supusieron una gran diferencia. Cabalgaban sin descanso, pero cambiaban de montura regularmente. Las mantas, la ropa limpia y los broches de oro que llevaban les hacían parecer prósperos en lugar de desesperados, aunque los ancianos más sabios que se tropezaban por el camino se preguntaban en silencio por qué viajaban con aquella lluvia, y además tan deprisa.
Les quedaban ocho jornadas de camino hasta el río Hispanis, y mientras trotaban por el paisaje empapado, Melita tuvo claro que no habría podido hacer el trayecto a pie. Y Coeno, pese a la fiebre que le provocaba su herida infectada, se encontraba mejor gracias a que iba montado y dormía a cubierto. Gardan
el Azul
les había empacado una pesada manta de fieltro, tan grande como el tejado de una casa pequeña: el trabajo de cuatro o cinco mujeres a lo largo de un invierno entero. Constituía un buen cobijo impermeable.
Estaban en mejor forma física cuando descendieron por la última ladera hasta el Hispanis, con un pequeño grupo con caballos de carga, buena ropa y suficiente descanso para tomar decisiones acertadas.
—No me fío del transbordador —dijo Filocles a Terón y Coeno.
Así pues, envió al primero de inspección, y el corintio regresó con la noticia de que, aparte de unas tarifas abusivas, el transbordador era seguro.
—Ya estamos fuera de peligro —dijo Filocles. Se encogió de hombros—. Tienen demasiado territorio que cubrir. Eumeles no puede estar en todas partes a la vez.
Terón regateó con el barquero tal como un esclavo regatearía por un pescado en el ágora, intimidándole y amenazando con cruzar el río a nado con los caballos, hasta que el hombre cedió. Le pagaron un óbolo de cobre tras otro, y finalmente cruzaron con todas las monturas por una lechuza de plata. Coeno observaba con mudo desagrado, pero tenía tanta fiebre que no pudo intervenir. Su semblante decía que deberían estar por encima de tales cosas.
Dejó de llover mientras cruzaban las aguas marrones del Hispanis en la balsa. Fue preciso el esfuerzo del barquero, sus dos hijos y Terón para conducir la pesada embarcación contra la corriente, y tuvieron que hacer dos viajes, porque la fuerza del agua impedía que los caballos cruzaran a nado.
Filocles pagó una segunda lechuza de plata sin que se la pidieran, y el barquero la mordió con una sonrisa de complicidad.
—Le has pagado de más —protestó Terón.
—Ha puesto en peligro su balsa por nosotros —dijo Filocles—. Y nadie nos seguirá hasta dentro de un día o dos.
El instructor frunció los labios.
—¿Por qué? —preguntó—. El río bajará si deja de llover.
Coeno se despabiló.
—El río crecerá durante un día más aunque no llueva, pues recoge las aguas de los montes.
Señaló hacia la cordillera que se extendía al este y al sur, donde las estribaciones del Cáucaso eran visibles a pesar de las nubes.
—Y además he hecho un corte en la sirga —dijo Filocles, encogiendo los hombros. Al ver que Terón lo fulminaba con la mirada, volvió a encogerse de hombros—. He pagado por la soga. Y el tipo era un imbécil.