—Poseidón, Señor de los Caballos —dijo Sátiro.
Melita nadó con renovado ímpetu y Sátiro intentó cantar el himno. Su hermana se unió a él, dos hilos de voz cantando, saltándose palabras enteras por el esfuerzo de respirar, pero
Talasa
pareció entusiasmarse y avanzó más deprisa.
—Me parece… que está… muerto —dijo Lita entre jadeos.
Sátiro pensó en la chica muerta. Negó con la cabeza.
Talasa
movía las patas con brío. Todavía faltaba medio estadio para llegar a la orilla, pero de repente se irguió, emergiendo del agua, tropezó, se levantó y comenzó a caminar. Sátiro podía ver el prado anegado debajo de sus pezuñas, las nubes de lodo marrón y negro que levantaban sus pasos. El animal consiguió dar unas cuantas zancadas largas, pero enseguida resbaló y se cayó, y los tres fueron a parar ruidosamente al agua. Coeno y Sátiro quedaron debajo de
Talasa
, pero el chico tenía los dedos de los pies envueltos en la sudadera del caballo y, cuando
Talasa
se enderezó al llegar a aguas más profundas, todavía estaba aferrado a ella, sujetando a Coeno con todas sus fuerzas entre él y el costado de la yegua.
Terón y Filocles aparecieron de inmediato para empujarlo, y Melita pasó un brazo en torno al cuello de Coeno, sujetándole la cabeza fuera del agua. El hombre aún no estaba muerto, porque resollaba.
La ribera pantanosa quedaba a unas pocas zancadas. Melita soltó a Coeno, y ella y
Bión
fueron los primeros en subir al ribazo, seguidos por dos caballos sin jinete. Entonces
Talasa
se dio impulso con una tremenda embestida para plantar las patas traseras y dar un esforzado salto casi en vertical, con el peso de un chico y un hombre corpulento, y finalmente logró alcanzar la orilla. La silla se aflojó, Sátiro se deslizó hasta la hierba, y Coeno le cayó encima, desmadejado y gimiendo.
Filocles y Terón subieron el talud por sus propios medios. Sátiro había recibido una patada en el último momento y yacía tendido, respirando trabajosamente, mientras punzadas de dolor le subían del muslo derecho hasta el cerebro. Terón jadeaba tumbado a su lado. Filocles se obligó a ponerse de pie. Fue hasta
Hermes
, el enorme castrado, y sacó la lanza sármata de la sudadera del caballo, donde la había amarrado junto con las demás pertenencias de los enemigos a los que había matado.
Sátiro se incorporó, ignorando el dolor, resuelto a no tener miedo esta vez. Buscó su otro caballo, pero fue en vano: el animal se había ahogado en el río. Adiós a las cuerdas de arco secas. Sacó su arco del
gorytos
, que todavía estaba lleno de agua. Todas sus flechas estaban empapadas y el tacto del arco mojado le resultó extraño al agitarlo.
Atada con una correa al
gorytos
tenía la afilada
akinakes
de acero que le había regalado Ataelo. La sacó. No era más larga que su antebrazo, un arma lamentable para enfrentarse a cualquier guerrero sármata que subiera por el ribazo. Fue a trompicones hasta el borde.
Había cuatro jinetes en el río, y habían cruzado a nado con tanta dificultad como ellos. No llevaban armadura. Se habían quitado los yelmos y sólo sus cabezas y las de los caballos sobresalían del agua. Los sármatas, que no daban la impresión de saber que ellos se encontraban allí, dejaron que los caballos los condujeran hacia la orilla. El primer animal pisó el lodo en el mismo punto donde lo había hecho
Talasa
, avanzó con dificultad por el bajío y luego nadó los últimos largos hasta la orilla.
Filocles se acercó al borde y de una sola arremetida con la lanza mató al jefe del grupo mientras su montura se disponía a trepar por el ribazo.
Los demás sármatas daban vueltas a pocos largos de caballo de la orilla, llamándose unos a otros.
—Venid y moriréis —gritó Filocles—. ¿Os envía Upazán?
Los guerreros bárbaros hicieron retroceder a los animales hasta el prado anegado y entonces el que llevaba oro en el pelo respondió a voz en cuello:
—¡Dejadnos subir a tierra firme y os juro que no os haremos daño!
Se encontraban sólo a unos pocos largos de caballo. Eran un blanco fácil para tirar con el arco, sólo que ninguno de ellos tenía un arco en condiciones. Sátiro, exhausto, se las arregló para reír.
—¿Os ha enviado Upazán? —insistió Filocles.
—¡Sí! —contestó el bárbaro.
—Pues entonces volved con él a nado —gritó el espartano. Se apartó del borde, se puso en cuclillas y miró a los niños y a Terón—. No podemos dejar que suban el ribazo —dijo—. No resistiré mucho más.
Terón miró en derredor.
—Yo sí —dijo—. ¿Quién tiene una jabalina?
Su cuerpo comenzaba a secarse. Presentaba el aspecto de un dios.
Filocles fue hasta
Hermes
, caminando como un anciano, y sacó una jabalina del equipo que llevaba amarrado al castrado. Transmitía una pesadumbre muy poco habitual en él.
Terón los miró a todos.
—No llegaremos muy lejos —dijo—. Esa casa tendrá que resguardarnos.
—No podemos quedarnos mucho tiempo —repuso Filocles—. Tarde o temprano enviarán un barco —agregó, entregando la jabalina al atleta.
Terón se soltó el pelo y cogió la correa de cuero, la enrolló dos veces en la jabalina e hizo una lazada. Acto seguido la deshizo. No parecía tener ninguna prisa. Caminó hasta el ribazo, midiendo sus zancadas hasta el mismo borde y regresando al punto de partida. Tras repetir esta acción tres veces, sopesó la jabalina sin que le vieran los bárbaros.
—Me figuro que, si mato a uno, los otros dos cargarán contra nosotros —dijo.
Terón corrió tres pasos, dio un salto y lanzó la jabalina, que voló como un rayo y acertó a uno de los bárbaros con tal fuerza que un tercio de su longitud le atravesó el cuerpo antes de que el hombre cayera al agua.
—Buen lanzamiento —dijo Filocles.
Los otros dos avanzaron. Eran valientes y sabían que no tenían elección, de modo que apremiaron a sus caballos al cruzar el último trecho para subir por el talud fangoso. El primer hombre llegó arriba justo donde
Talasa
lo había hecho poco antes y murió allí mismo, ensartado en la lanza de Filocles. El caballo del segundo hombre fue río arriba en busca de un ascenso más fácil y subió sin dificultad. La bestia era briosa, y el sármata la hizo girar para arremeter contra Filocles al tiempo que paraba el ataque de éste. El espartano tuvo que forcejear para que el arma enemiga no lo matara.
El bárbaro podría haber liquidado a Filocles en ese momento, sólo que Melita se metió debajo de su caballo con su puñal y se lo clavó en la pierna por encima de la bota, acuchillando hasta donde alcanzaba, desesperada por salvar a su preceptor.
Sátiro tenía la impresión de no poder controlar su propio cuerpo, porque no recordaba haber atacado a nadie presa del pánico, pero de pronto se encontró enfrentándose al bárbaro con su
akinakes
, cruzando la hoja con la larga espada de hierro del sármata. Sátiro vio que su hoja pasaba por encima de la otra arma y cortaba el bíceps tatuado de su oponente, y luego Terón estaba allí, blandiendo su
kopis
en golpes altos como un esclavo cortando leña, y ambos lo acosaron, dándole tajos hasta que murió.
Una vez que hubo muerto y sus gritos cesaron, se miraron el uno al otro, cubiertos de sangre. Terón profirió una especie de aullido como el de un zorro, ahogando su pena o su furia, y todos apartaron la vista a la vez.
Sátiro captó un movimiento con el rabillo del ojo y al volverse vio que
Talasa
daba un saltito, casi encabritándose. Lanzó las pezuñas al cielo y luego perdió el equilibrio y se cayó.
Filocles fue hasta ella, alargando una mano delante de sí en ademán suplicante. La apoyó en la cruz de la yegua y después en la cabeza.
—Le ha fallado el corazón —anunció.
—Poseidón, Señor de los Caballos, llévatela contigo —dijo Sátiro, y se puso a sollozar de un modo desgarrador, llorando a lágrima viva como no había llorado a ninguna persona. Melita se sumó a su llanto. Fueron hasta el caballo y le acariciaron la cabeza inútilmente.
—Tenemos que comer —dijo Filocles con voz sorda, como si no se permitiera pensar lo que decía—. Volverán a perseguirnos en cuanto encuentren la manera de cruzar el río.
Melita se estremeció.
—Creía que estábamos a salvo —dijo, y de inmediato se percató de la falta de lógica de sus palabras.
—Nunca más estaréis a salvo —sentenció el espartano—. Coged vuestras cosas y seguidme.
Lo único que se habían llevado era el equipo de pesca, de modo que en un periquete lo tuvieron cargado en la espalda. Sátiro se quedó mirando a
Talasa
, que yacía en la hierba.
—Deberíamos quemarla o enterrarla —dijo.
—Deberíamos, pero no podemos. Vamos hacia aquella casa.
El espartano señaló una lejana casa de piedra, una granja de meotes, quizá la más apartada a lo largo del río.
El patio estaba vacío y el dueño no quiso quitar la barra de la puerta. Filocles lo amenazó desde el patio hasta que el campesino se avino a abrir, y los gemelos cruzaron una mirada de horror. El día anterior contaban con el amor de aquellos labriegos. Ahora ni siquiera podían fiarse del hombre cuyo techo les daba cobijo.
—¡Eh! —gritó el granjero, asustado, cuando Terón tocó las salchichas que colgaban de las vigas.
—Necesitamos comer —dijo Terón.
—¡Tenemos pescado! —recordó Sátiro.
—Es verdad —respondió el corintio, sonriendo.
En sus respectivas bolsas de cuero mojadas él y Sátiro llevaban sendos pescados, a los que por supuesto no les había afectado el agua del río. Terón los asó en la chimenea y compartieron la comida con el labriego. Eso no hizo que los amara más, pero les dio un poco de vino rancio y no tardaron en dormirse.
Terón los despertó sin contemplaciones al despuntar el día y los hizo salir a la fría mañana de primavera dejando dentro al aterrorizado labriego.
—Barco a la vista —anunció—. Hora de irse.
En el río crecido distinguieron el batir de remos de un
pentekonter
que surcaba las aguas a un ritmo constante. El barco no avanzaba mucho contra la corriente, pero de todas formas se acercaba. Los primeros rayos del sol eran rosas y rojos.
Todos sus caballos renqueaban, y los jinetes estaban igualmente agotados a pesar del largo sueño. Tuvieron que alejarse de la casa caminando despacio. Terón llevaba una bolsa de salchichas y dio una a cada uno. Eran especiadas y con mucho ajo; demasiado fuertes para horas tan tempranas.
«O eso pensamos.» Melita cavilaba sobre el huraño silencio de su hermano. Parecía avergonzado, cuando debería estar orgulloso. Había luchado bien.
«Yo hice morder la hierba a dos —pensó—. Mi madre estará orgullosa, y no me iré al Hades sin esclavos.» Luego pensó en el caballo de su padre, único vínculo tangible con el hombre al que sólo conocía por las historias de su madre, Filocles y Coeno. Muerto. Frunció el ceño para contener las lágrimas.
Mientras cruzaban el patio para ir a buscar los caballos, vio un fardo de tela basta en el estercolero. Tuvo que volver la cabeza, y sus ojos se toparon con los de Filocles.
—¿Eso es… —hizo una pausa—… Coeno? —preguntó quedamente para que su hermano no la oyera.
—¿Crees que habría abandonado a Coeno en un estercolero? —preguntó Filocles, y no le sostuvo la mirada. Melita se dio cuenta de que no estaba sobrio; le ocurría algo.
Melita se puso a hablar animadamente de trivialidades para ocultarle el cadáver a su hermano. Sabía quién era el hombre del estercolero. El labriego no iba a traicionarlos, porque Terón o Filocles lo había matado.
Coeno, por otra parte, se había recobrado un tanto durante la noche. Estaba entumecido, pero las heridas habían dejado de sangrar y llevaba el torso envuelto con toda la provisión de ropa de cama del labriego. Estaba en mejor forma física que Filocles, que apenas podía caminar.
Recorrieron menos de diez estadios durante la primera hora, y de no haber sido por los músculos de Terón, tal vez habrían avanzado menos.
Melita observó que su preceptor era presa del mismo mal humor que su hermano, y finalmente dijo lo que pensaba.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó.
—A Heraclea —contestó Filocles.
Para llegar allí había que recorrer una cuarta parte de la costa del Euxino.
—¡Tardaremos semanas! —protestó Melita.
Filocles se paró en seco.
—Mira, niña —dijo—, ayer nos atacó Upazán. Unas galeras de Panticapea saquearon la ciudad. ¿Qué te dice eso?
—¡Panticapea es nuestra aliada! —adujo Melita.
—Madre iba a ir a Panticapea —dijo su hermano, levantando la cabeza—. A renovar el tratado con Eumeles.
—Y ahora os darán caza —prosiguió Filocles—. Upazán y Eumeles han hecho un trato. —Meneó la cabeza; el extremo cansancio estaba socavando su sensatez—. Lo único que podemos hacer es huir.
Melita se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—¿Y qué pasa con mamá? —inquirió—. ¿No está muerta? ¡No está muerta!
Cogió a Sátiro de la mano, que la agarró como si fuese una espada.
—¡No está muerta! —gritó el chico.
Filocles y Terón siguieron caminando; Coeno levantó la cabeza, hizo un ademán negativo y miró hacia otro lado.
—Tal vez no —dijo el viejo soldado.
Ninguno de ellos agregó nada más al respecto. Al cabo de un rato el sol intentó salir pese al cielo encapotado y comenzó a llover.
Coeno levantó la cabeza.
—Lluvia —observó—. Cubrirá nuestro rastro, y también nuestro olor. —Miró a Filocles mientras respiraba profundamente, y todos advirtieron que le dolía. Luego dijo—: Ahora tenéis una oportunidad.
Filocles se plantó en medio del camino bajo la lluvia el tiempo que tardaba un buen herrero en ponerle una herradura a un caballo. Al cabo dijo:
—Hay que salir del camino.
Coeno asintió.
—Campo a través hasta que tengáis que cruzar el río —aseveró.
Terón negó con la cabeza.
—Está claro que llevamos ventaja; nadie más habrá cruzado el río a nado.
Coeno levantó los ojos. Le costaba respirar y tenía la mirada apagada, pero irguió la cabeza y señaló a Terón con su cayado.
—Escucha, chico —dijo— Eumeles necesita que estos niños mueran. Todo el ataque contra nuestra ciudad no le sirve de nada si los niños siguen vivos. Habrá cruzado antes de mediodía, aunque él mismo tenga que llegar a nado. Cubrirá esta margen del río de soldados, hombres en quienes confía.