Terón, irritado, agitó en el aire su cayado.
—Ésta no es la clase de expedición en la que me he enrolado.
Pero entonces vio algo en Filocles que le hizo cambiar de opinión. Melita se percató de su sobresalto. «No quiere acabar como el labriego.» Nunca había visto a Filocles el preceptor, Filocles el borrachín, de aquella manera.
Infundía miedo.
El espartano les echó un vistazo a todos y sonrió.
—Iremos a campo través. Seguidme.
Caminaron todo el día, guiando a los caballos. La lluvia era persistente, y cruzaron campos embarrados y bosques chorreantes. Al cabo de una hora Melita ya estaba cansada, y cuando al fin se sentaron debajo de un roble a comer un poco más de salchicha, ya no le quedaban fuerzas. Coeno apenas podía caminar. Sátiro cruzó una mirada con su hermana y negó con la cabeza, pero el agotamiento les impidió hablar. Tras haberse comido la salchicha, reemprendieron la marcha. Cuando empezó a caer la tarde, Filocles y Terón comenzaron a turnarse para llevar a Coeno, y después se detuvieron en una fresneda y cortaron ramas para hacer una camilla con su clámide, de modo que pudieran llevarlo entre los dos. No había ningún caballo en condiciones de ser montado.
Al anochecer llegaron a una aldea. Terón entró solo y regresó con el ánimo por los suelos.
—Esta mañana han venido unos hombres —dijo—. Se han llevado todos los caballos y han matado a unos cuantos aldeanos. —Se encogió de hombros—. He cogido esto —añadió, mostrando una ollita de arcilla del tamaño de su mano—. He intentado pagar, pero todos han salido huyendo.
Acamparon encima de la aldea. Ninguno de ellos llevaba un chisquero con yesca y pedernal, y todo estaba empapado, y Terón no podía encender una hoguera. Miró a Filocles.
—Tú eres el veterano —dijo Terón.
—Yo enciendo fuegos ordenando a los esclavos que lo hagan —replicó Filocles.
—Menudo par de bandidos estáis hechos —murmuró Coeno. Se sentó en la oscuridad y cortó tiras de corteza durante un buen rato, tanto que Melita cayó dormida hasta que la despertó el cálido beso de las llamas doradas en el rostro.
—¡Lo ha hecho con un palito! —dijo Sátiro con deleite. Contemplaron el fuego, oyendo el ruido de sus tripas, y de pronto quedaron todos dormidos.
Por la mañana atajaron de nuevo hacia el norte, siguiendo el consejo de Coeno, adentrándose en tierras más agrestes, alejadas del río y de la costa del Euxino.
Bión
se había recobrado lo suficiente para cargar con Coeno, de modo que avanzaron más deprisa. Terón cazó un conejo. Se detuvieron en el repecho de una colina y encendieron fuego. No tardaron nada, porque Coeno les había enseñado a envolver ascuas y trozos de carbón con hojas mojadas para llevarlos consigo. Sopa de conejo en la olla de arcilla de Terón —nada con que comerla, por eso Melita se quemó los labios al beber directamente de la olla—, y conejo asado cocinado en una rama verde a modo de espetón. La muchacha se había acostumbrado a recibir indicaciones de Coeno, y no perdió detalle cuando éste se tendió sobre un montón de ramas, protegido de la lluvia por el único manto que tenía de sobra, que había pertenecido a uno de los sármatas.
Después de comer todos se sintieron mejor, incluso el herido. Durmieron un poco, recogieron ascuas y reanudaron el camino. Aquella noche durmieron en lo más profundo del bosque, calados hasta los huesos pero al calor de una hoguera. Por la mañana Coeno se encontró lo bastante recuperado como para examinar a los caballos y fruncir el ceño.
—Los dos ponis de la estepa están bastante bien. Y
Bión
está como un roble. Pero vamos a prescindir de los otros dos; demasiado pedigrí para este tipo de vida. Deberíamos matarlos para tener carne o hacer un trueque con un labriego.
—¡Para carne! —exclamó Sátiro—. ¿Nuestros caballos?
¡Hermes!
Coeno gruñó y se sentó bruscamente, sin ninguna ceremonia.
—Hijo, ahora no hay reglas que valgan. No podemos tenerle mucho apego a nada. Ni siquiera entre nosotros. —Miró a Filocles—. Os estoy retrasando, hermano.
Filocles se encogió de hombros.
—Sí, es posible. Por otra parte, sin tus conocimientos sobre caza y supervivencia, los gemelos quizá ya habrían muerto; o yo me estaría arriesgando. —Miró colina abajo—. Lo cierto es que hemos ganado tiempo. Sólo estamos a cosa de un día del vado de Thatis.
Coeno sonrió forzadamente.
—Pues intentaré seguir siendo útil.
Filocles gruñó.
—Más te vale. De lo contrario… bueno, supongo que estarás bastante rico bien asado.
Terón apartó la vista mientras Filocles se echaba a reír y Coeno soltaba un gemido.
—¡Espartano cabrón! —espetó el herido—. ¡Por tu culpa me duele más!
—Están bromeando —dijo Sátiro.
Terón meneó la cabeza.
—Son… nunca he conocido a nadie como ellos —dijo—. Y yo que me tenía por un tipo duro…
La llanura de Thatis era una infinita sucesión de caudalosos riachuelos, crecidos por las lluvias. Los campesinos meotes labraban el fango en silencio, y sólo unos pocos se dignaban levantar los ojos para observar al pequeño grupo de fugitivos cuando éstos se veían obligados entrar en un pueblo. Todo era tan monótono que estaban como paralizados debido a la mera falta de atención. Caminaban junto al borde arbolado de un campo de trigo cuando Coeno levantó la cabeza.
—Huele a caballos —dijo.
—¡Ares! —susurró Filocles.
Justo al otro lado del seto, en el campo contiguo, había una docena de jinetes encabezados por un hombre alto con una clámide roja y una cicatriz morada en la cara. Dos soldados habían desmontado y golpeaban a un campesino. El hombre de la cicatriz observaba con una impaciencia que se hacía sentir sobre un estadio de tierra arada a la redonda.
El corazón casi parado de Melita se puso al galope.
—Seguid caminando —dijo Filocles.
Terón no sabía gran cosa sobre caballos y siguió marchando, pero Sátiro corrió a situarse delante de la montura de Coeno y tapó las narices de
Bión
con las manos.
—Tranquilo, guapo —dijo en sakje—. Vamos, vamos, tranquilo.
Levantó la vista hacia el herido, que asintió.
Prosiguieron a lo largo del borde del campo hasta que llegaron a un sendero que ascendía hacia el monte, adentrándose en el bosque.
—¿Qué estaban haciendo? —preguntó Melita.
—Nada bueno —espetó Filocles—. No te detengas —gruñó—. Gracias a los dioses no han reparado en nosotros.
Subieron hasta la cresta de la colina, al parecer sin ser vistos, pero cuando llegaron al prado abierto de lo alto divisaron a unos jinetes en la otra punta, avanzando con detenimiento a pesar de la lluvia. Había otro grupo de jinetes en la ladera boscosa que acababan de dejar atrás; vieron a este segundo grupo en cuanto se detuvieron.
—¿Crees que nos han visto? —preguntó Filocles.
Coeno negó con la cabeza; tenía los labios casi blancos.
—Debemos de estar dejando huellas. O un labriego pobre nos ha visto y ha hablado. Pero no saben dónde estamos, al menos no con exactitud. De lo contrario, ya los tendríamos encima.
Vigilaron un poco más, resguardados entre los árboles. Melita vio a seis jinetes enemigos, todos hombres corpulentos montados en caballos de batalla; griegos, no sármatas. El rostro del jefe tenía una herida todavía roja, y parecía que le hubiesen cortado la nariz. Incluso a cien largos de caballo, presentaba un aspecto horrible.
—Dejemos el sendero y subamos a la próxima cresta —dijo Coeno—. Tan deprisa como podamos. Están a punto de atraparnos. Si nos ven, estamos perdidos.
Hasta entonces Melita había pensado que la situación no podía ser peor; marchaban penosamente y sin tregua bajo la lluvia constante, sin nada que comer.
Nada de aquello la había preparado para caminar campo a través en lugar de seguir los senderos. Se daba contra todas las ramas y la maleza del sotobosque le rasgaba las mallas y la túnica. Las botas se le llenaban de cosas que le cortaban los pies, y Filocles no se detenía. Llegaron a un arroyo, crecido tras días de intensa lluvia, y nadie le ofreció una mano; el agua le llegó a la barriga, demostrándole que hasta entonces no había estado mojada de verdad.
—Quietos —ordenó Filocles.
Cuando oyó la orden, Melita estaba comenzando a subir a la orilla; tenía una bota empapada apoyada en una roca y la otra todavía en el agua. Su hermano se encontraba en el arroyo.
Sin volver la cabeza, Melita vio que un buen trecho río arriba, a medio estadio o más, un hombre a caballo acababa de salir de la espesa maleza del valle y miraba directamente hacia ellos.
—No te muevas —dijo Filocles, con bastante claridad, a su lado.
Él se movió.
Sátiro también. Sin una sola salpicadura, su hermano se hundió en el agua y desapareció.
Melita volvió la cabeza, tal como le habían enseñado a hacer los sakje, puesto que nada delataba mejor la presencia de un ser humano a lo lejos que su rostro. Tendida en la orilla, procuró ignorar el frío del agua en la pierna izquierda. Sería peor para Sátiro, que estaba completamente sumergido.
Percibía en el suelo los pasos del caballo enemigo, que avanzaba siguiendo la orilla del arroyo.
A su lado, Filocles comenzó a rezar quedamente, primero a Artemisa y a Hera, luego a todos los dioses. Melita se sumó al rezo.
Los pasos del caballo se detuvieron bruscamente, y Melita oyó un chapoteo.
—¡Por la Doncella! —se exclamó Coeno. Su voz sonó tan estridente como una trompeta.
Melita miró arroyo arriba y vio que un caballo pateaba en el agua profunda de la charca que quedaba por encima del vado.
—El borde se ha desmoronado con su peso —dijo Filocles—. ¡No os mováis!
El caballo volvió a patear y de pronto el jinete apareció en la orilla, tan sólo a unos pocos largos de caballo de distancia. Maldecía en griego con fluidez. Era un oficial, su peto era una pieza de excelente factura.
—¿Eres tú, Lucio? —gritó una voz desde donde habían llegado ellos. Una voz que no podía estar a más de diez largos de caballo de distancia y que sonaba como si tuviera un resfriado tremendo.
—¡Sí! —contestó Lucio, en un tono que revelaba su fastidio—. Mi jodido caballo me ha metido en remojo. —De pie en la orilla, escurría su clámide—. ¿Eres Estratocles?
—¡Sí! —El hombre que se llamaba Estratocles estaba más cerca—. ¡Más huellas! —Salió del bosque mientras gritaba, y apareció bajo la luz gris y la lluvia al tiempo que Lucio subía por la orilla a su encuentro. Estarían a unos tres largos de caballo, y en las cimas retumbó un trueno que resonó en los valles.
Sólo el saliente de la orilla y las ramas de un arbusto separaban a Melita de sus perseguidores.
Otro trueno en lo alto, y un relámpago casi simultáneo cuyo estrépito sonó por encima de ellos.
—A la mierda con Eumeles y a la mierda con esto. ¿Qué huellas? —inquirió Lucio—. Nadie me paga lo suficiente para hacer esta mierda. Si Zeus lanza uno de esos rayos contra mí…
—¡Mira! —dijo Estratocles con voz ronca, y Melita, aun sin mover la cabeza, vio que se trataba del hombre con la herida en el rostro.
—Qué. Un caballo. Quizá dos. Estamos buscando a seis hombres, ¿no es así? Y a dos niños.
Cayó otro rayo igual de cerca, y una racha de viento agitó los árboles.
—Con esta mierda de tiempo seguro que no estarán avanzando. De hecho ni siquiera yo puedo moverme. —Lucio miró en derredor—. Por aquí hay bandidos y, la verdad, no quisiera toparme con ellos. ¡Se defenderán! Y esta tormenta va a desbordar el arroyo. Larguémonos.
—Los campesinos dijeron… —comenzó Estratocles.
—¡Me cago en los campesinos, mi señor! Escucha, ese imbécil al que atrapaste anoche habría cantado cualquier cosa. No dejaste que ese repulsivo siciliano le torturara; bien, eso te honra, señor, pero a veces hay que hacerlo. Hicimos la pregunta diez veces antes de que contestara. Si hubiese sabido algo, nos lo habría dicho de inmediato. —Lucio resopló—. Échame una mano.
Se oyó un ruido de succión.
—¿Hay algo ahí abajo?
El grito llegó de lo alto de la loma. Melita oyó un tintineo de jaeces y la música de un escuadrón de caballería.
La lluvia arreció, más fuerte que nunca, y Estratocles se tapó la cabeza con su manto de lana.
—Maldito tiempo —dijo—. Será imposible seguir un olor. Y no estoy nada seguro de haber visto huellas de caballo. Todo se llena de agua enseguida. ¡Bah! Al Hades con esto. Regresemos.
—Busquemos a un labriego rico y echémoslo de su casa —dijo Lucio.
—¡Aquí abajo no hay nada! —gritó Estratocles—. Llama a formar.
Se tapó la nariz con la mano y sacudió la cabeza.
Entonces Melita oyó el sonido de un cuerno, tres llamadas que se repetían una y otra vez. Se aferró al suelo de la orilla y se estremeció, moviéndose lo menos posible. Ya no sentía la pierna.
Transcurrió un tiempo, el suficiente para cuestionarse si no le quedaría algún daño duradero en la pierna entumecida, para observar a un pez que nadaba en la corriente y preguntarse si podría convertirse en pez, para plantearse cómo lo estaría llevando Coeno, y entonces las manos de Filocles la agarraron de los hombros y la sacaron del arroyo.
—A veces los dioses se ponen de nuestra parte —dijo el preceptor—. ¿Dónde está tu hermano?
—No lo sé, en el agua —consiguió decir medio asfixiada, y acto seguido se dejó caer contra
Bión
, que la acarició con el hocico.
Terón sacó a Sátiro del agua, arrastrándolo desde donde se había puesto a cubierto, un macizo de hierbas altas en el primer meandro arroyo abajo. El chico no podía caminar.
—No podemos encender fuego —dijo Terón.
Filocles agarró el hombro de Melita.
—Caminad —ordenó.
Melita detestaba mostrarse débil, pero no conseguía mover los miembros.
—No puedo —dijo. Sátiro se limitó a negar con la cabeza.
—Pues a gatas —replicó Coeno—. Así entraréis en calor.
Obedecieron. Era la primera vez que gateaban por un bosque mojado, con los pies mugrientos y el pelo empapado, pero no tardaron en desentumecerse y verse con ánimos de levantarse y caminar. Durante un rato, Sátiro se apoyó en uno de los ponis sármatas para mantenerse erguido, y siguieron marchando. Melita había perdido una de sus botas sakje, tan empapada que se había deformado y se le había salido del pie. Al cabo de un estadio descubrió que la arrastraba por los cordones; estaba tan cansada que no se dio cuenta hasta que se atrancó en una mata.