Sátiro era demasiado menudo para resistir el forcejeo mucho rato. Desesperado, mordió el bíceps izquierdo del entrenador, haciéndole sangrar.
Terón gritó y le asestó un puñetazo en la cabeza, y todo el cuerpo de Sátiro se sacudió con la fuerza del golpe, pero apretó la mandíbula e intentó seguir sujetando el resbaladizo brazo de su contrincante. Con la oreja apretada contra el pecho de Terón, Sátiro oía los rápidos latidos de su corazón mientras le obligaba a hincar una rodilla en el suelo ejerciendo presión en la coyuntura del hombro.
El segundo puñetazo que Terón le propinó en la cabeza hizo que Sátiro cayera desplomado en la arena. No era que hubiese decidido soltarlo; fue sólo que sus miembros perdieron fuerza. Se preguntó si iba a morir tal como les ocurría a los hombres en la
Ilíada
cuando las fuerzas abandonaban sus miembros. Empezó a perder el mundo de vista, la palestra comenzó a alejarse. Pero seguía oyendo. Oyó al corintio ponerse de pie y sacudirse la arena con las manos. Oyó que alguien aplaudía.
—Menos mal que has vencido —dijo la voz del preceptor, con un deje ebrio y sarcástico—. Resultaría embarazoso perder contra un nuevo discípulo. Además, dejarlo inconsciente probablemente le servirá de lección.
El nuevo entrenador parecía disgustado cuando contestó.
—No tenía intención de pegar tan fuerte —dijo—. Por Apolo, estoy sangrando como la ofrenda de un sacrificio. —Cambió el peso de lado. Sátiro lo oía todo. Oía la respiración del entrenador—. Lo lamento —agregó.
El preceptor se levantó de modo vacilante; sus pies esparcieron arena por el mármol al trastabillar, y el ruido de cada grano llegó a los oídos de Sátiro. Luego cruzó la palestra. Sátiro captó sus pasos irregulares en la arena, le oyó ir a buscar una cantimplora que estaba colgada en la pared del fondo y notó el agua fría en el rostro cuando se lo roció generosamente. El muchacho advirtió que los párpados pestañeaban por voluntad propia, y la luz entró en sus ojos como un rayo de dolor.
—¡Puaj! —exclamó Sátiro.
Intentó incorporarse y al cabo de unos instantes lo consiguió, aunque sólo fue para caer a cuatro patas y vomitar las gachas de cebada del desayuno. Todavía tenía sangre de Terón en la boca.
El instructor se arrodilló a su lado.
—¿Puedes entender lo que digo? —preguntó.
—Sí —contestó Sátiro—. Maestro.
Terón asintió.
—Me has dado un buen susto —dijo. Se encogió de hombros—. Te aplaudo. Que un chico me haya asustado así es una especie de victoria de por sí. Te tomaré más en serio. Pero promete que no morderás ni arañarás en los combates. Va contra las reglas.
—En Esparta, no —dijo el preceptor, al tiempo que limpiaba la boca del chico con su quitón.
Terón se sentó sobre los talones; su rostro traslucía claramente su desconcierto. A juzgar por su expresión era evidente que no acertaba a decidir si el preceptor era un igual o un esclavo. Tenía barriga y el pelo le comenzaba a ralear, y saltaba a la vista que estaba borracho; sin llegar a una completa embriaguez, como tantos esclavos que se pasaban la vida bebiendo a base de bien, pero no obstante borracho.
La palestra daba vueltas en torno a Sátiro, que no estaba de humor para ayudar al corintio. Además, si era incapaz de ver que las insignias del quitón de su preceptor eran de oro, señal de que era estúpido.
El borracho se inclinó hacia Sátiro.
—¿Sobrevivirás, chico? —preguntó. El olor a vino peleón de su aliento alcanzó a su pupilo, que volvió a vomitar. Cuando hubo terminado, alargó una mano hacia el preceptor.
—Sí, maestro —contestó Sátiro. No tenía inconveniente en llamar «maestro» al borracho.
Pero era evidente que Terón no había llegado a ser un campeón subestimando a sus rivales.
—Tú eres espartano —dijo al preceptor, que asintió.
—Fui espartano —admitió—. Ahora soy un caballero de Tanais.
La ingeniosa respuesta rezumaba burla de sí mismo.
—Terón de Corinto —se presentó el atleta, tendiéndole la mano.
—Filocles —respondió el preceptor, estrechando la mano de Terón. Éste hizo una mueca dando a entender que el espartano apretaba con fuerza para tratarse de un borrachín.
Los dos hombretones se miraron mutuamente por unos instantes. Terón sonrió abiertamente. Filocles sólo esbozó una leve sonrisa.
—¿Ya puedo levantarme? —preguntó el chico—. Todo me da vueltas —se quejó, frotándose las sienes.
Terón presionó con el pulgar el punto de impacto, con el corazón en un puño, y suspiró aliviado al constatar que no se movía nada al apretar. El muchacho procuraba mantener quieta la cabeza, aguantando el dolor.
—Se acabó la lucha por hoy —decidió el corintio—. Y nada de echar la siesta. Es peligroso dormir después de un golpe así.
—¿Has leído a los herméticos? —intervino Filocles.
Terón asintió, al tiempo que arqueaba una ceja mirando al preceptor, que sonrió complacido.
—Me encuentro mejor —dijo el chico. Mentira. Pero una mentira virtuosa—. Nos falta el tercer asalto.
—No —contestó Terón.
—Vayamos a pescar —propuso Filocles—. Es una manera muy agradable de pasar un día de primavera. Esopo estaría de acuerdo, y Jenofonte escribió un libro al respecto —concluyó. El espartano se puso de pie—. Traeré sedal y un poco de vino. Reuníos conmigo en las caballerizas antes de que el sol llegue a su cénit.
Hizo una reverencia.
Sátiro le correspondió, un tanto vacilante. Cruzó la arena por su propio pie y se dirigió a los baños.
—¿Pescas? —preguntó Filocles.
A Sátiro le resonaban los oídos y tuvo que esforzarse para caminar sin buscar el apoyo de las columnas, aunque desde luego no era el peor trance en el que se había encontrado.
—Mi padre era pescador —respondió el instructor.
—Tomaré eso por un no —dijo el espartano mientras Terón se dirigía a la entrada de los baños, donde entre la calidez del vapor por fin se sintió a salvo.
La ciudad de Tanais tenía la misma edad que los gemelos, ya que era la localidad más reciente a orillas del mar Euxino, en la remota bahía del Salmón. Los nuevos asentamientos se extendían casi un
parasang
por la ribera norte, con granjas griegas entre las sólidas construcciones de piedra de los campesinos meotes, oriundos del valle donde el trigo crecía como una alfombra de oro. Buena parte de la desembocadura del río estaba ocupada por pequeños embarcaderos de madera y secaderos de pescado: el famoso producto de la bahía del Salmón, el fundamento de la salsa de pescado que todo ateniense refinado ansiaba con fruición.
Entre el salmón y el trigo, la ciudad era próspera. Se trataba de una localidad pequeña en cuyo centro se alzaba un templo a Niké, con sus correspondientes baños y una palestra digna de una población mucho mayor, construidos en madera sobre cimientos de piedra y decorados según la última moda. La escultura de marfil sobredorado de la diosa era la ofrenda de dos de los más prominentes fundadores de la ciudad: Diodoro, un soldado de fortuna que por entonces se encontraba en el sur a las órdenes de Eumenes el Cardio, y León el Númida, uno de los principales mercaderes del Euxino. Sus nombres figuraban en los sillares del templo y la palestra, en la estela de piedra dedicada a los caídos de la ciudad y en el plinto de mármol del nuevo tribunal de justicia. León era propietario de los almacenes de la orilla del río, así como de los muelles de piedra, y sus aportaciones habían permitido dragar el puerto y construir el rompeolas que había convertido el rosario de islotes en una defensa impenetrable contra las ocasionales tormentas invernales del Euxino.
Doña Srayanka, la madre de los gemelos, no era griega. Su nombre no figuraba en las dedicatorias. Ningún sillar presentaba sus iniciales, y ninguna de sus armas estaba consagrada en el altar de Niké, pero su mano era visible a lo largo del todo el río. Como gobernante —reina, decían algunos— de todos los asagatje orientales, su palabra protegía el asentamiento contra las incursiones de las tribus del mar de hierba, y sus guerreros habían garantizado la independencia de la ciudad, manteniéndola al margen de la laberíntica política del naciente reino del Bósforo, en occidente. A su amparo, los sindi y los campesinos meotes vivían a salvo a lo largo del valle del río. Sus jinetes y los
hippeis
de la ciudad mantenían a los bandidos alejados de las tierras altas que se extendían entre el Tanais y el lejano Rha, de modo que los mercaderes como León pudieran traer sus valiosos cargamentos desde el mar Hircano, y aún más al este, desde Qin y la mismísima Seres.
Sátiro y Melita eran sus hijos. Los dos caminaban por la ciudad, cogidos de la mano, hacia las caballerizas que llevaban el nombre de su padre en el hipódromo donde Coeno, viejo amigo de su progenitor, seguía instruyendo a los hombres que quedaban de cuantos habían seguido a su padre hacia el este en su legendaria guerra contra Alejandro. La mayoría se encontraba de campaña en el sur con Diodoro, en calidad de mercenarios.
—¿Cómo tienes la cabeza? —preguntó Melita.
Sátiro pestañeó.
—No sé por qué —dijo lentamente—, pero me duele más al sol.
Entraron en el hipódromo, un edificio nuevo y bien construido, desproporcionado para el número de soldados de caballería que en realidad lo ocupaban. Sátiro apretó los dientes a causa del dolor de cabeza mientras recorrían la arena, y estrujó la mano de su hermana hasta que ésta lanzó un gruñido de dolor.
—Perdón —dijo Sátiro.
Cruzaron la hilera de columnas del pórtico de las caballerizas —columnas de madera, pero pintadas con esmero para que parecieran de mármol— y los envolvió el olor de los caballos.
Pelton, un viejo esclavo liberto de León, los saludó.
—Los dioses os hagan prosperar, gemelos —dijo—. El maestro Filocles ha elegido una mula. El tipo nuevo es demasiado corpulento y ha cogido un caballo.
En Tanais, el apelativo «gemelos» equivalía a un título. Melita asintió.
—Me llevaré a
Bión
—dijo.
Se trataba de un corcel sakje, mayor que un poni griego, como un caballo de batalla reducido a escala para una niña alta. Llamaba
Bión
a la bestia porque aquel castrado era su vida. Estuviera alegre o triste, enojada o eufórica, Melita resolvía los rigores de la vida cabalgando. Ya había acompañado dos veces a su madre a los pastizales veraniegos de los asagatje, donde había tenido ocasión de montar con las doncellas mientras su hermano estudiaba filosofía y derecho en la lejana Atenas. Su caballo era la respuesta a casi todo cuanto le ocurría.
Sátiro fue recorriendo los compartimentos de la cuadra hasta el final, donde el caballo de batalla de su padre comía paja de cebada con la satisfacción propia de un animal jubilado.
—¿Te apetece dar un paseo? —le preguntó al gigante.
Talasa
era una yegua, pero una yegua de proporciones heroicas. Levantó la cabeza y acarició a Sátiro con el hocico, pidiéndole una golosina, hasta que el chico le dio una zanahoria. El animal mascó el manjar con remilgada paciencia, sacudiendo hacia atrás la cabeza.
—¿Quieres ir? —preguntó Sátiro de nuevo—. Me parece que la respuesta es que sí.
El esclavo liberto se rio.
—¿Cuándo ha contestado que no? ¿Eh? ¡Anda, dímelo!
Entró en el compartimento y puso una brida a la vieja yegua con un solo movimiento, metiéndole el freno en la boca sin siquiera tocarle los dientes.
Melita apoyó las palmas abiertas en el lomo de su caballo y montó de un salto.
—Pelton, ¿nunca te has peguntado por qué fuiste esclavo? —preguntó.
Pelton la miró el rato que tarda un insecto en cruzar una hoja.
—Pues no —dijo—. Por voluntad de los dioses, espero.
Arrancó una brizna de hierba y se la llevó a la boca.
—Podría ocurrirle a cualquiera, ¿verdad?
—¡Hermana!
Sátiro no siempre apreciaba el enfoque que su hermana daba al mundo; un enfoque directo, por expresarlo suavemente.
Melita bajó la vista hacia él desde lo alto de su montura.
—Bueno, era propiedad de León. Y León había sido esclavo. De modo que León no debería haberlo hecho.
—¿Hacer qué? —preguntó Sátiro. Le gustaba pensar que ya era un hombre, un hombre que entendía las cosas. Y una de las cosas que entendía era que no había que tomar el pelo a los esclavos a propósito de su esclavitud.
—Ser dueño de una persona —contestó Melita.
Sátiro puso los ojos en blanco. Sacó a
Talasa
de la cuadra y los pesados cascos de la yegua resonaron en los adoquines del suelo, emitiendo un ruido metálico que le penetró en el cerebro y aumentó el dolor de cabeza. La condujo hasta el escalón de montar y subió a su grupa, sentándose bastante atrás, como era propio de un chico a lomos de un caballo grande. Se ajustó el
gorytos
y luego se inclinó hacia su hermana. Vio a Filocles junto a la verja, hablando con Terón.
—No está bien hablar de esclavitud con los esclavos.
—¿Por qué? —preguntó Melita—. Pelton era esclavo. ¿A quién quieres que le pregunte? ¿A ti?
Sátiro rezongó como hacen los hermanos en todo el mundo, dio unos toques a
Talasa
en los costados con los pies descalzos y la yegua se puso en movimiento. Sátiro percibió su potencia. Pese a sus diecisiete años, era un animal grande, dotado de fuerza y espíritu, veterano de una docena de batallas. Siempre que la montaba se imaginaba que era su padre en el río Jaxartes, a punto de derrotar a Alejandro.
Pelton salió de la cuadra estrujando un sombrero de paja con el puño.
—Esto te vendrá bien, gemelo.
Sátiro hizo girar a la yegua describiendo una curva perfecta, agarró el sombrero y se lo puso. La sombra del ala ancha fue como un bálsamo.
—¡Que todos los dioses te bendigan, Pelton!
—¡Y a vosotros, gemelos! —respondió el antiguo esclavo.
—Mi hermana no tiene mala intención —dijo Sátiro.
Pelton sonrió.
—Espero que nunca tenga que averiguarlo por sí misma —agregó, antes de volver a entrar en la caballeriza.
Terón y Filocles estaban discutiendo sobre la naturaleza del alma cuando Sátiro y Melita pasaron junto a la estatua ecuestre de su padre que se erguía en un extremo del ágora, con la mano levantada, señalando hacia oriente, como si acabara de salir cabalgando del hipódromo. Había otra estatua de él en Olbia, donde ya tenía un estatus semidivino por haber sido el héroe que derrocara al tirano, y los sakje todavía le sacrificaban caballos en el
kurgan
de la costa.