—Me va bien —dijo a Filocles.
Fue hasta las hileras de espadas y cogió una larga como su antebrazo, de hoja lanceolada. Filocles dio su visto bueno pese a que el filo estaba bastante oxidado.
—Sólo requiere un poco de trabajo —dijo el herrero—. ¿Estáis servidos? —Entonces pareció ablandarse, relajándose ostensiblemente—. ¿Quieres ver la fragua? —preguntó a Sátiro. Miró a Melita arrugando la nariz—. Aunque no hay mucho que ver para una chica.
La jovencita le hizo reír frunciendo la nariz a su vez.
—Tienes que conocer a chicas mejores —replicó—. Voy con vosotros.
Filocles y Terón declinaron la invitación. Estaban probando escudos. Así pues, los gemelos siguieron a Zósimo y Eutropio, saliendo al aire cargado de humo para luego entrar en el cobertizo más grande, construido con tablas cortadas toscamente y postes clavados en el suelo.
Fuera del cobertizo el ruido era considerable, pero dentro resultaba ensordecedor. Sátiro y Melita habían visto trabajar a Temerix, cuyo martillo resonaba al picar contra el yunque de bronce o el de hierro, y le habían visto trabajar con uno de sus oficiales, Curti o Pardo, golpeando alternativamente con los martillos, pero allí había diez yunques en torno a un horno cuyo calor los golpeó como un puño cuando entraron, y los martillazos resonaban como truenos encadenados de una tormenta de verano. Todos los herreros que había en el cobertizo trabajaban el bronce, construyendo yelmos a los que daban forma partiendo de unas láminas que probablemente se hacían en otro cobertizo, dándoles un pequeño giro entre martillazo y martillazo. Cada herrero tenía un ayudante, y algunos dos, que mantenían las piezas calientes, introduciéndolas constantemente en el horno. En lo alto de la fragua que ocupaba el centro de la estancia burbujeaba un caldero de bronce, que añadía vapor al humo.
Los gemelos se quedaron atónitos. Los trabajadores iban parando para beber agua fresca de unas cantimploras de cerámica que colgaban de la pared, o vino aguado de un odre, o la infusión caliente del caldero de bronce que estaba encima del horno; o se frotaban las manos, o se ponían aceite de oliva en una quemadura; pero el cobertizo seguía trabajando como un todo, y el estrepitoso martilleo nunca se interrumpía.
Eutropio lo observaba orgulloso.
—Estamos trabajando para un pedido muy importante —gritó—. Me encanta cuando todos los martillos trabajan —agregó sonriéndoles.
Al ver el gesto del maestro herrero, muchos hombres dejaron de trabajar y lo miraron, de modo que tuvo que hacerles una seña para que reanudaran el trabajo.
—¡Visitas! —gritó, y algunos herreros rieron.
—¿Son esclavos? —preguntó Melita.
—Es difícil decirlo —dijo Eutropio—. Los esclavos no siempre son los mejores artesanos, señorita. Muchos de estos hombres nacieron libres. Algunos trabajan para pagar su libertad y otros perciben un salario. Ninguno gana lo mismo que si tuviera su propia fragua. —Se encogió de hombros—. Cada pocos meses, un par de ellos se van para establecerse por su cuenta y tengo que buscar sustitutos. Devoro herreros como mis fraguas devoran carbón. —Señaló a los chicos que iban y venían con cubos de agua o con sacos de carbón vegetal—. Casi todos los chicos son esclavos. Los uso hasta que Kinón les encuentra comprador. Salen al mercado fuertes y bien alimentados.
Melita se mordió el labio.
—Mi hermana está en contra de la esclavitud —explicó Sátiro, indignado.
—Cuando dijiste que podíamos terminar como esclavos me hiciste pensar. ¿Qué me dices de esa chica, Calisto? Yo también soy guapa —dijo Melita con idéntica indignación—. Los hombres me mirarían tal como vosotros la miráis a ella.
Eutropio se rio.
—Señora, eso sucederá igualmente —dijo—. Dejadme ser un buen anfitrión. Acompañadme.
Los condujo a otro cobertizo, donde dos hombres trabajaban en largos bancos de madera mientras media docena de muchachos les sostenían diversos objetos.
—Pulidores —dijo Eutropio—. Son los que acaban las piezas. ¿Veis lo que están haciendo? —preguntó.
Estaban acabando hojas pequeñas, puñales con forma de espada pero del tamaño de cuchillos para cortar carne.
—Miradlos: ni rastro de hollín. Klopi tiene un don, observad lo que tiene entre manos. La hoja brilla como un espejo. La gente paga mucho dinero por las empuñaduras de bronce y de oro, pero lo que realmente sale caro es el acabado de la hoja. Y un bruñido como éste no se oxidará nunca. —Palmeó la espalda de Klopi—. Buen trabajo. Una obra maestra, en realidad. Ven a verme esta noche. —Examinó la otra hoja—. No está mal. Klopi, ayúdale a acabarla y enséñale cómo consigues ese lustre tan intenso.
Cuando salieron de los cobertizos, Filocles y Terón tenían una mula con las alforjas cargadas de bronce y hierro.
—Nos queda mucho por hacer —dijo Filocles.
Durante el trayecto de regreso a Heráclea, Sátiro y Melita parlotearon como los niños que eran mientras sus preceptores hacían planes.
En cuanto estuvieron de vuelta en el patio comercial de Kinón, Filocles se puso a trabajar tras haber pedido mano de obra prestada del personal de la casa. Envió a Zósimo en busca de un talabartero que haría vainas, cinturones y correas para los coseletes, y él mismo comenzó por los escudos, arrancando los refuerzos de cuero viejo. Melita y Sátiro recibieron sendos botes de aceite rancio, trapos de lino y piedra pómez en polvo. Los gemelos se pusieron a frotar con entusiasmo la superficie oxidada de las hojas de las espadas, con la ayuda de varios esclavos que conocían bien el uso de aquel utillaje. No tardaron en estar sucios de óxido hasta los codos.
Kinón entró en el patio de trabajo vestido con un elegante quitón y con un pesado himatión envuelto sobre el hombro izquierdo. Echó un vistazo en derredor.
—Si te ha engatusado con un lote de cosas viejas…
—Me parece que estamos la mar de satisfechos —dijo Filocles—. Un poco de trabajo no nos hará ningún daño —agregó, mirando a los gemelos.
Sátiro estaba de acuerdo. Era divertido ensuciarse, daba gusto hacer algo para matar el rato. Disfrutaba con el lento progreso de su trabajo, observando cómo se iba desprendiendo el orín del acero, así como con el rítmico esfuerzo que ampliaba la superficie brillante. A su juicio, aquella tarea encerraba una lección.
Melita comenzó a tararear para sí mientras trabajaba; una canción sakje sobre beber vino. Sátiro se le unió cantando la letra.
Kinón asintió.
—Tengo una cita —dijo—. Tenedos ha salido a ver de qué se enteraba. Os veré a la hora de cenar —agregó. Se detuvo en la puerta de la calle al ver entrar a Zósimo con el guarnicionero, que llevaba el mandil y el cuchillo propios de su oficio—. Me recordáis a mi padre —comentó, mirando en torno a sí—. Cuando se preparaba para la guerra, todos sus clientes y amigos se juntaban para reparar sus equipos en nuestro patio, que se parecía mucho a éste.
Filocles levantó la cabeza. Sátiro siguió su mirada y vio lágrimas en el rostro del tebano, pero no interrumpió la canción.
La cena fue tan deliciosa como la de la primera noche, y Sátiro devoró con los ojos a Calisto hasta que todos se percataron de su inclinación por ella, aunque le costaba mantenerlos abiertos y se quedó dormido en el diván, para mayor vergüenza suya.
Melita se entretuvo hasta tarde, escuchando a los adultos trazar planes y fijándose en las complejidades del trato entre hombres. Se estaba consolidando una amistad entre Filocles y Terón, y algo similar entre Filocles y Kinón, pero este último y el atleta corintio no parecían llevarse demasiado bien. Los observaba detenidamente.
Una vez que el vino comenzó a circular deprisa y los esclavos se fueron a acostar, llegó Calisto y se acercó al diván de Melita.
—¿Podemos compartirlo? —preguntó.
Melita se hizo a un lado y la muchacha se recostó. Melita le echó un brazo al hombro y se acurrucaron juntas.
—No me han dicho que me retire, pero a Kinón no le gusta que escuche —dijo la bella Calisto—. Está flirteando con el espartano. ¿Por qué no dicen lo que quieren sin más?
Melita miró con disimulo por encima del respaldo del diván. Los hombres habían perdido el control por completo. Reían de la manera que Melita asociaba con las bromas sobre sexo o mujeres. En cuanto a eso, los sakje y los griegos eran muy semejantes.
—Filocles no sabe lo que quiere —dijo Melita.
—Mi amo lo desea —respondió Calisto.
Melita contuvo la respiración un momento.
—Creía que… Es decir… Parecía… ¡Ay, qué cosa! Pensaba que te amaba a ti.
Calisto se rio.
—Ante todo, señora, soy una esclava; puede tenerme cuando le plazca o enviarme a dar placer a sus huéspedes. Ya he pasado por todo eso. Pero no, en esta casa nunca me han pedido que complaciera a mi amo en nada, salvo sirviendo la mesa. Soy un adorno. Como las jarras de plata.
—Oh —dijo Melita—. ¿Y tú…? ¿Lo prefieres… a… complacerle?
Calisto se rio.
—¿Qué edad tienes, señora?
—Doce años —contestó Melita.
—Yo he estado con hombres desde los once —dijo Calisto—. A veces es agradable. A veces son hombres corpulentos y borrachos quienes me quieren encima de sus pollas en mitad de una fiesta. —Se encogió de hombros y se volvió para que Melita no le viera el semblante—. Pero nunca me ha encendido la pasión, bendita sea Afrodita, y Kinón no me ha echado en brazos de ningún hombre desde que puse el pie en esta casa. A lo mejor me vuelve a crecer el himen —dijo. Se giró con sumo cuidado, procurando que el diván no hiciera ningún ruido—. ¿Y tú? ¿Has estado con un hombre?
Melita notó que se ruborizaba.
—No —dijo—. Todo eso me parece… ridículo.
Calisto se rio entre dientes.
—No sabes ni la mitad. ¿Y tu hermano? ¿Lo ha hecho? —preguntó, arrimándose más a Melita.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo la joven, ambiguamente alarmada.
—Por nada —respondió Calisto—. Es bastante guapo para su edad. Los hombres lo desearán, y las chicas también.
—Dudo que mi hermano haya pensado mucho en eso —dijo Melita, tras meditarlo un momento.
Calisto se puso tensa y se apartó de nuevo. Estuvo un rato tendida dando la espalda a Melita y luego se puso de pie.
—Eso debe de estar bien —replicó con amargura, y desapareció en la penumbra.
Melita permaneció reclinada un instante, pero enseguida fue en busca de la esclava. Oía sus pasos en el peristilo, y le siguió el rastro. Calisto, que era mayor que ella, lloraba casi en silencio. Melita la alcanzó a la entrada de una habitación a oscuras mediante el simple recurso de correr unos pasos y cogerla del hombro.
—A veces soy una estúpida —se disculpó Melita.
Calisto se echó en sus brazos, sollozando quedamente. Melita cayó en la cuenta de que para un esclavo, ni siquiera sus sollozos le pertenecían.
—¡Eh! —dijo Melita. Procedía de una familia poco paciente con las lágrimas—. ¡Lo siento!
Calisto apoyó la cabeza en el hombro de su joven compañera.
Y de pronto comenzó a besarle la nuca.
Melita se quedó paralizada un instante, pero enseguida se zafó del abrazo de la chica con los trucos que le había enseñado su hermano.
—¡Eh! —dijo otra vez, y su voz amenazó con aumentar de volumen si fuera preciso.
—Oh —dijo Calisto—. Pensaba…
—Afrodita —protestó Melita.
—Me gustaría que fuésemos amigas —propuso Calisto.
—¿Siempre muerdes a tus amigas?
—Es divertido —susurró la esclava.
—Escucha —dijo Melita, levantando una mano—. En verano cabalgo con las doncellas lanceras. Sé lo que hacen las chicas. —Se encogió de hombros—. Quizá podamos ser amigas. —Apartó la espalda de la columna que tenía detrás—. Pero amantes, no. Tengo doce años, no cinco; sé cómo funciona todo esto.
—¿En serio? —preguntó la bella esclava, y Melita se percató de su jocosidad.
—Bueno —admitió Melita—, probablemente no.
Calisto le estrechó la mano.
Melita sintió una especie de revoloteo, como un arrebato que se extendía del pecho a las ingles. Soltó la mano de Calisto y echó a correr hacia su habitación, dejando a la esclava riendo, o llorando, a sus espaldas.
Pero le costó dormirse.
Melita se despertó pensando en Calisto, y en cuanto se hubo bañado fue a la habitación de su hermano, que estaba haciendo estiramientos como si se encontrara en la palestra.
—Te veo mejor —dijo ella.
Sátiro se encogió de hombros.
—Va y viene. ¿Y tú?
—Lo mismo. —La muchacha se sentó en el diván de dormir—. Te gusta Calisto —agregó en tono acusador.
—Es verdad —admitió su hermano, sonriendo—. Tal como nuestra señora madre prometió; con todo el sentimiento del mundo, como si ella fuese la única mujer que hubiese vivido jamás, Afrodita personificada.
Lo dijo burlándose de sí mismo, pues su madre les había dado un montón de sermones sobre los peligros del amor juvenil y las intrigas del sexo.
Luego se sentó al lado de su hermana y se abrazaron, ambos pensando en su madre.
—A lo mejor mamá está bien —aventuró ella.
Sátiro la estrechó con más fuerza y su gemela le correspondió.
—Anoche Calisto se me insinuó —añadió Melita.
Sátiro se irguió.
—Vaya.
—Me preguntó sobre ti —prosiguió Melita—. Me cae bastante bien. Es agradable tener una chica con quien hablar. Pero hay otra faceta en ella… algo que se me escapa. Cuando me preguntó sobre ti, parecía… ansiosa.
Sátiro se levantó y siguió haciendo las posturas defensivas del pancracio.
—Bueno, no me sorprende —dijo—. Todo el mundo sabe lo rico que soy y habrá pensado que sería un buen cliente. Me parece que ya conozco ese juego.
—Sí. Creo que es justo así como te ve.
Lamentaba hacer daño a su hermano, pero de todas formas le clavó la daga de sus palabras. Prometió a su madre, viva o muerta, que ocuparía su puesto cuando fuese necesario; en la familia tenía que haber alguien sensato. Y no iba a permitir que su hermano se prendara de una hetaira, por encantadora que fuera. Se sintió mejor.
—¡Au! —exclamó Sátiro. Había simulado una patada con la pierna izquierda para luego golpear con la mano, pero encendido por la ira había calculado mal la distancia y estampó el puño izquierdo contra la pared enlucida. Levantó polvo y renegó, metiéndose la mano debajo de la axila derecha—. Mierda —protestó.
—¡Sátiro! —le reconvino su hermana.