—Puedo traerte… Da igual. Escucha, chico. Vamos a irnos de aquí. Te llevo a la ciudadela. ¿Me oyes?
Sátiro enderezó la espalda.
—Antes he de hacer una cosa —dijo. Se abrió paso entre los cadáveres apilados donde la guardia del tirano había irrumpido en la casa—. Una antorcha, por favor.
Un guardia le pasó una. Sátiro la sostuvo en alto, buscando a un hombre con una cicatriz en la cara. No encontró ninguno.
—Algunos han escapado —concluyó Sátiro.
Néstor se encogió de hombros.
—Imposible, a no ser que vuelen —respondió.
—¿Habéis registrado toda la casa? —preguntó el muchacho.
Néstor volvió a encoger los hombros.
—Mis órdenes son llevaros conmigo. Haremos el registro mañana.
Sátiro estaba demasiado cansado para discutir.
—Te seguimos —accedió. Le tendió la mano a Filocles, que se puso de pie de modo vacilante.
Cruzaron el atrio plagado de cadáveres y salieron a la calle, donde un hilo de sangre corría hasta la alcantarilla y brillaba a la luz de las antorchas.
—¿Necesitas que te lleven? —preguntó Néstor a Sátiro.
—No, puedo caminar —se oyó decir, como de lejos—. Tened cuidado con mi hermana.
—Ninguno de mis hombres la tocará —aseguró el capitán de la guardia.
Se las arreglaron para recorrer un estadio a pie por las enrevesadas calles de la ciudad, cruzando dos veces las murallas, hasta llegar a la puerta de la ciudadela. Néstor dio la contraseña y los centinelas hincaron las lanzas en el suelo, las conteras chocaron contra los adoquines, y acto seguido estuvieron dentro. Había frescos en los muros, los suelos irradiaban calor y, como surgidos de la nada, aparecieron esclavos con cuencos de agua.
Acto seguido se encontraron en una cámara tan grande como la casa de un hombre rico. En el estrado estaba sentado el hombre más gordo que hubiesen visto jamás, un hombre tan ancho como alto. Tenía una mata de pelo rubio que se le mantenía de punta y sus ojos brillaban con inteligencia bajo unas cejas muy pobladas.
—Bienvenidos —dijo.
Acompañaron a los gemelos hasta situarlos delante de él, y llevaron a Calisto para que se uniera a ellos. La esclava guardaba un silencio absoluto, y el pesar la había despojado de toda belleza. Melita iba desnuda salvo por la clámide de un soldado, y sus pies relucían de sangre. Sátiro era consciente de su propia desnudez. El manto tracio aún le envolvía los hombros y el brazo izquierdo. En algún momento había envainado la espada, pero seguía apoyando la mano en la empuñadura. El tobillo derecho le dolía. De hecho le hacía un daño atroz. El rostro le palpitaba, y la nariz dirigía el coro de dolores.
Filocles se alzaba imponente detrás de él, portando todavía un
aspis
y una espada.
El tirano hizo una seña a un esclavo.
—Traed a mi médico —ordenó. Y dirigiéndose a Filocles dijo—: Sois los primeros hombres armados que se presentan ante mí en una generación.
El preceptor dio la impresión de hablar desde un lugar muy lejano.
—Creo que podemos aceptar las buenas intenciones del tirano. ¿Sátiro?
El muchacho tenía la mirada puesta en una niña, o quizás una jovencita, cuya cabeza asomaba por detrás de la cortina del fondo de la estancia. Su rostro era como el de una nereida, con la nariz respingona, pecas y una nube de rizos morenos. Sus ojos se encontraron. Habiéndose enfrentado a la muerte y habiendo sobrevivido, Sátiro tuvo el valor de sonreír a la nereida. Ella sonrió a su vez.
—¿Sátiro? —Filocles parecía sumamente preocupado.
—¡Traed a mi médico! —ordenó de nuevo el tirano.
Plantado allí con el semblante sonriente, Sátiro cobró consciencia de que estaba herido. El tobillo le dolía, le sangraba la espinilla y un sudor húmedo supuraba en el puente del pie. Cuando bajó la vista, la sangre salía en pequeños chorros que centelleaban a la luz de las lámparas. La observó un momento y acto seguido se desvaneció.
Melita pensaba que lo peor de toda esa noche era aguardar a ver si su hermano moriría. Las atenciones de los guardias y los esclavos dejaban claro que el tirano no abrigaba malas intenciones, de modo que la herida de su hermano captó toda su atención. Se negó a dormir, bebió un poco de vino aguado y observó a Sófocles, el médico ateniense, mientras le vendaba el pie a su hermano después de haberle administrado algo que ralentizó la hemorragia, aunque sin detenerla.
A Melita no le caía bien aquel médico. Y, tras haber oído lo que había oído durante la refriega, desconfiaba de todos los atenienses.
Cuando hubo terminado de envolver el vendaje, el físico se puso de pie.
—¿Se va a…? —preguntó Melita.
—Eso está en manos de los hados y los dioses —contestó el médico. Se volvió hacia un eslavo; había cuatro en las celdillas de la otra punta de la habitación. Según parecía, el tirano tenía muchos—. Traedme vino y jugo de adormidera —ordenó. Y dirigiéndose a Melita dijo—: Deberías dormir. Te daré adormidera y tendrás dulces sueños.
Melita se apartó del médico.
—No voy a tomarla —replicó—. Me quedaré aquí hasta que se despierte.
—Ha perdido mucha sangre, niña. No se despertará hasta dentro de un buen rato; en realidad, dormirá durante horas. O… morirá.
El médico ateniense meneó la cabeza.
—Puedo esperar —insistió ella.
El médico adoptó un tono de voz que seguramente reservaba para las mujeres y los idiotas.
—Escucha, cariño —dijo, rodeándole los hombros con un brazo—. Nada de lo que hagas va a influir en el resultado. Necesitas dormir. Una niña de tu edad…
Melita se zafó de su abrazo y se apoyó contra el diván donde reposaba su hermano.
—He perdido a mi madre y mi reino, y hay personas que quieren matarnos a mí y a mi hermano, o sea que pienso quedarme despierta a su lado —dijo.
—No me obligues a… —comenzó el médico.
Melita desenfundó el puñal que llevaba bajo el brazo. Adoptó la postura que Terón y Filocles le habían enseñado: el brazo izquierdo al frente, el puño del arma cerca del cuerpo y bajo.
—Estás desquiciada —dijo el médico.
—Tal vez —asintió Melita.
El ateniense afectó paciencia.
—No me obligues a despertar a tu tutor, niña. Se enfadará mucho.
Melita le sostuvo la mirada con firmeza.
—¿A Terón? Llámalo. —Estaba demasiado cansada para tener miedo—. Aún mejor, ¿por qué no vas a ver a Filocles?
—¿Terón? ¿El hombre con un golpe en la cabeza? Se pondrá bien. —El médico se estaba impacientando—. Niña, estás interfiriendo en mi trabajo.
Melita se hizo a un lado, sin dejar de empuñar el arma.
—¡No es mi intención! —aseguró—. Sólo miraré.
Se oyó una risa ahogada en la puerta y entró Néstor, el capitán de la guardia. Se había quitado la armadura y sólo era otro hombre corpulento. Ahora llevaba un bonito quitón de lana púrpura tiria.
—Déjala en paz, ateniense —dijo—. La chica es un titán.
El médico suspiró.
—Debería estar en cama.
Néstor se rio otra vez.
—Por poco destripa a uno de mis hombres. Niña, encontrarás marido antes si no blandes eso tanto.
—No estoy blandiendo nada. ¡Esta es la defensa baja, y mis manos son firmes!
Deseó no haber parecido tan alterada. Néstor acabó de entrar en la habitación y su sonrisa destelló a la luz de la lámpara.
—Enfunda el arma, mi señora. Por favor. El doctor no quiere hacerle daño a nadie, y yo tampoco.
Melita hizo una reverencia.
—Mis disculpas —dijo. Estaba verdaderamente cansada.
—Una silla —pidió Néstor a un esclavo.
—¿Dónde está Calisto? —preguntó la muchacha.
—¿La otra chica? En las dependencias de los esclavos. ¿Es tuya? Lo siento… di por sentado que era de Kinón. ¿Debo pedirle que te atienda?
A una seña de Néstor, otro criado salió corriendo de la habitación.
—¿Dónde está Filocles? —preguntó Melita.
—En la habitación contigua, con el otro hombre —respondió el capitán.
Melita asintió.
—Me acostaré cuando venga Calisto —acabó cediendo.
Su hermano yacía inmóvil, tan pálido como el lino egipcio sobre el que estaba acostado. Tenía la pierna izquierda envuelta en vendas que poco a poco se volvían del color del quitón de Néstor.
—No se va a morir —dijo Melita.
—Me alegro. Su valentía le honra —aseguró Néstor muy serio, mirándola a los ojos.
—Él piensa que carece de coraje —dijo Melita.
—Muchos hombres valientes presentan el mismo defecto —comentó Néstor con una sonrisa—. A veces mueren intentando demostrar que son valerosos cuando nadie ha puesto en duda su coraje —agregó.
—Ése es mi hermano —asintió Melita, orgullosa.
Néstor meneó la cabeza.
—Asegúrate de salvarlo —le dijo al médico, como si tal cosa se pudiera ordenar.
Cuando Calisto llegó, se parecía más a Medusa que a Elena de Troya, con el maquillaje corrido, los ojos desorbitados y el pelo enmarañado. Fue derecha a los brazos de Melita.
—¡Han matado a todo el mundo! —exclamó la esclava, y rompió a llorar.
Melita la sostuvo mientras sollozaba y luego comenzó a llevarla hacia la puerta.
—Condúceme a mi habitación —dijo.
—Te acompañaré al ala de las mujeres —asintió Néstor.
—Quiero estar cerca de aquí —repuso la niña.
Néstor asintió.
—Muy bien —dijo, bostezando.
Junto con dos esclavos, la condujo más allá de la habitación donde Filocles yacía sin dormir por los ronquidos de Terón, y entraron en una estancia a oscuras. Los esclavos iban de aquí para allá, llenando las jarras de vino y agua, encendiendo lámparas y poniendo sábanas al diván de dormir.
—¿Debo preparar un camastro en el suelo? —preguntó uno de los esclavos de palacio.
—Si tienes la bondad… —contestó Melita. Calisto seguía llorando. Néstor hizo una reverencia.
—Si mi señora lo permite, yo, por mi parte, tengo intención de hilvanar unos cuantos sueños a través de la puerta de asta antes de que salga el sol.
Melita correspondió a su reverencia.
—Gracias por tu cortesía, señor. —Hizo una pausa—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí como galeno el ateniense?
Néstor lo pensó unos instantes.
—No demasiado —contestó—. ¿Por qué?
Melita reprimió su respuesta, convencida de que era fruto de la fatiga y la sinrazón.
—No importa —dijo—. Gracias por tu ayuda, Néstor. Que los dioses te acompañen.
El capitán sonrió y le dio unas palmaditas en la cabeza, cosa que ella normalmente detestaba. Esta vez, sin embargo, le resultó reconfortante.
Cuando Néstor se hubo ido, Melita despidió a los esclavos agitando las manos.
—¡Marchaos! —les dijo. Ambos la miraron. Calisto seguía sollozando—. Venga —insistió—. ¡Id a atender al físico!
Los dos esclavos se marcharon en silencio. Melita condujo a la otra chica hasta la cama.
—¡Es culpa mía! —dijo Calisto entre sollozos.
Melita ya se esperaba algo así.
—¿Por qué estabas en la habitación de mi hermano? —preguntó, y su voz sonó más severa de lo que pretendía.
—Tenedos me ordenó que lo sedujera —sollozó la bella esclava—. ¡Se suponía que tenía que dejar una lámpara encendida delante de su habitación! —gimió—. ¡Todos seríamos libres! ¡Eso fue lo que dijo! —Miró en derredor como loca—. Y ahora todos están muertos.
Melita se levantó del diván y fue hasta la mesa, donde, tal como esperaba, estaba el jugo de adormidera recién preparado por el galeno, al lado de la jarra de vino. Los mezcló, llenó un vaso y se lo dio a Calisto.
—Escucha, chica —dijo Melita—. ¿Quieres vivir?
Calisto asintió. Volvió a sollozar y a atragantarse.
—Eres mi esclava. ¡Escúchame! Has venido aquí conmigo. Nadie puede decir lo contrario. ¿De acuerdo? —Melita apeló a sus últimas reservas de energía—. Mañana hablaremos. Ahora bébete esto.
Obedientemente, la chica de más edad cogió el vaso y bebió.
—Bien —asintió Melita—. Puedes comenzar por probar mi comida y mi vino.
La esclava se durmió enseguida.
Melita se quedó observando la oscuridad y la sangre de detrás de sus ojos hasta que salió el sol.
En algún momento tuvo que quedarse dormida, porque la despertó la brillante luz del mediodía, que inundaba el peristilo adyacente y entraba a raudales por la ventana. Al principio no supo dónde se encontraba. La espalda le dolía una barbaridad y estaba en un asiento.
Calisto roncaba en la cama, con un seno desnudo bajo la luz reflejada y su acostumbrada belleza restaurada por el sueño. Melita se levantó y descubrió que le dolían todos los músculos del cuerpo. Fue renqueando hasta la cama y tapó a la esclava con un manto. Luego se quedó plantada en medio de la habitación, frotándose las caderas y las nalgas.
Se desperezó, y recordó que su hermano estaba agonizando; tal vez ya había muerto. Salió de la habitación y echó a correr por el pórtico. La puerta de la habitación de Filocles estaba cubierta por una cortina de cuentas que resplandecía con el sol, mientras que la de su hermano estaba abierta. Había un esclavo dormido en una silla con un manto tracio sobre las rodillas.
Sátiro estaba tan pálido como la arcilla figulina antes de cocerse. Melita se llevó la mano a la boca y se le escapó un sollozo. Se acercó a él, alargó la mano y vaciló.
Mientras ella no supiera que estaba muerto, el mundo no dejaría de existir.
Le puso una mano en la frente.
La tenía fría como el hielo.
La retiró como si se hubiese quemado y se le escapó otro sollozo. «Debería matarme —pensó—. No creo que sea capaz de enfrentarme a esto.» El problema residía, tal como comprendió enseguida, en que no quería suicidarse, igual que no había querido hacerlo al terminar la refriega en casa de Kinón.
Aunque con su madre y su hermano fallecidos…
El pecho de Sátiro se movió.
El sonido de su exhalación pareció resonar en los oídos de su hermana durante un rato, como el viento de poniente en los salones del Olimpo.
—¡Filocles! —gritó la muchacha, rebosante de alegría.
Volvió a dormirse y se despertó al atardecer. Calisto estaba sentada junto a su cama, abanicándola.
—¿Ama? —dijo en cuanto Melita abrió los ojos.
—Me fuiste regalada por Kinón —dijo la niña. El cerebro le discurría a toda velocidad, como una cuadriga deslizándose sin esfuerzo por un camino liso. Ataba cabos, comprendía un montón de cosas, y una de ellas era que Calisto corría tanto peligro como ella misma y su hermano—. Por eso eres mía. Fuiste su regalo en la cena de despedida. ¿Lo entiendes? Y estabas en mi habitación cuando comenzó el asalto.