Tirano III. Juegos funerarios (23 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Quédate los broches si quieres volver a verlos —le aconsejó el capitán.

—¿No tendrías que estar en otra parte, guardia? —dijo la esclava. Sus hábiles dedos quitaron las fíbulas de los hombros—. En esta ala no hay nadie que robe, mi señor. Pero, claro, Draco es macedonio; sus paisanos son un atajo de ladrones.

Draco la miró dándole a entender que no iba a cambiar de parecer, y Sátiro se encontró desnudo con un par de broches de oro en la mano y el cinto de una espada en bandolera.

La vida con esclavos y guardias le resultaba tan ajena que estuvo a punto de romper a reír.

Filocles se aproximó por detrás.

—¿Tienes intención de ir a cenar desnudo, chico? —preguntó—. La espada te da un toque estupendo. Podrías ser el joven Heracles.

Sátiro se sonrojó y regresó apresuradamente a su habitación para ponerse un quitón tan deprisa como pudo.

—Mejor que vayas a darte un baño. Hueles a vómito —le gritó Filocles, apartando la cortina de su puerta.

—¿Tú también vas? —preguntó Sátiro.

—Por supuesto. Aún tenemos un poco de tiempo.

El preceptor apoyó una mano en el hombro de Sátiro y echaron a caminar por el pórtico hacia la escalera. Filocles no conocía el palacio tan bien como Sátiro.

—Por aquí —dijo el muchacho, dirigiéndose hacia la escalera de los esclavos—. ¡Es más rápido!

—No, chico —replicó el espartano. Empujó a Sátiro, dejando atrás la escalera de los esclavos—. No es justo para con ellos. Tú no te criaste con esclavos, pero yo sí. Necesitan disponer de lugares donde nosotros no interfiramos. Igual que los soldados. Los oficiales no van a las zonas donde acampa la soldadesca. Es una cuestión de modales.

Bajaron juntos por la escalera pública. Los baños estaban atestados, porque todo el mundo había estado de servicio o encerrado durante la tarde. Los hombres presentes en la sala de vapor se callaron cuando Sátiro entró.

—Bienvenido, príncipe —saludó Néstor.

Sátiro se sonrojó. Aún se puso más colorado cuando se fijó en los frescos de las paredes. Se dejó envolver por el vapor y se zambulló en una piscina fría tan profunda que permitía bucear y nadar. En el fondo había una hermosa mujer con cola de pez que parecía que nadara hacia la superficie. Luego se dio un baño más caliente y finalmente se dirigió a la sala de relajación.

—¿Masaje? —preguntó un esclavo aburrido—. Eres el príncipe extranjero, ¿verdad? Aquí —indicó.

Sátiro se encontró tendido sobre una losa entre Néstor y Filocles. Reclinados a la espera de sendos masajes, eran como dos esculturas yacentes a juego; Néstor en negro y Filocles en blanco. El espartano no estaba en su mejor momento, tantos años ejerciendo de preceptor en una ciudad remota no le habían obligado a mantenerse en forma, aunque tampoco estaba gordo. La musculatura de Néstor era perfecta, digna de adornar cualquier gimnasio de Grecia.

—¿Chico o chica? —preguntó el mozo de toallas.

—Sorpréndeme —dijo Néstor.

Llegó un hombre rechoncho que comenzó a masajear a Filocles.

—¿Soldado, señor? —preguntó—. Viendo las espaldas, siempre lo adivino.

—¡Es espartano! —exclamó Néstor, riéndose.

—Aquí tienes una contractura, señor —señaló el masajista con un gruñido—. Te convendría hacer un poco de ejercicio ligero.

—Lo tendré presente.

—¿Dónde está Terón? —preguntó Sátiro, mientras otro masajista comenzaba a aporrearle los hombros. De pronto un pulgar enorme se hundió bruscamente bajo un omóplato y le dolió—. ¡Ares! —chilló.

—Ve con cuidado, Glaukis. Seguramente es el primer masaje que le dan al chico —dijo Néstor entre dientes.

—Siempre duelen, mi señor.

El masajista de Sátiro gruñó y le torció el brazo como si quisiera obligarle a bajar la cabeza en un encuentro de pancracio.

—¡Au! —protestó el joven.

Ambos hombres rieron. Finalmente, todo terminó. Hubo un momento en que comenzó a sentirse bien, y otro en el que se sintió como después de una tabla de ejercicios.

—¿Aceite, mi señor? —preguntó el masajista.

—Sólo un poco —contestó Sátiro.

El masajista le ayudó a levantarse de la losa.

—La segunda cortina, mi señor.

El chico enfiló el corredor, apenas capaz de caminar debido a la absoluta relajación de sus músculos. Escenas eróticas que mostraban diversas combinaciones de parejas adornaban las paredes. Sátiro no era mojigato y, por descontado, sabía cómo iba todo aquello —en Tanais había incluso menos intimidad que en Heráclea—, pero aun así se sonrojó.

La segunda cortina daba a una habitación pequeña donde aguardaba una chica menuda y morena no mucho mayor que él. Le ayudó a acomodarse en un banco.

—¿Perfumado? —preguntó—. ¿Cedro o lavanda?

—Sin perfume, gracias.

La chica comenzó a untarle aceite con toques leves pero eficientes.

—¿Alguna otra cosa, amo? —preguntó mientras comenzaba a masajearle el pene con aceite.

—No, gracias —dijo Sátiro, quien consiguió dominar bien la voz y se sintió orgulloso de no haberse mostrado impresionado.

—Pues entonces ya está —replicó la chica con tal indiferencia que el muchacho pensó que había tomado la decisión acertada.

Subió de nuevo por la escalera principal irradiando bienestar,
eudaimonia
, y fue derecho a la habitación de su hermana.

—¿Cómo se encuentra Calisto? —preguntó a Melita.

—¡Caramba… pareces un dios! —dijo ella—. Respira mejor.

—¿Sabes que cuando te ponen aceite en los baños te ofrecen actos sexuales? ¿También lo hacen en los baños femeninos?

Melita se rio tontamente.

—Sí y no. No entremos en detalles.

Se puso muy colorada y ambos se echaron a reír con ganas.

—Ve a ponerte algo de ropa, hermano —dijo Melita—. Hay una esclava esperando en tu habitación. —Hizo un elocuente ademán—. De repente ya tenemos la edad en que la gente empezará a chismorrear de nosotros si estamos juntos desnudos.

Sátiro se puso rojo.

—¡Zeus Sóter! —exclamó—. ¡Eso es repugnante!

Melita se encogió de hombros.

—Los macedonios lo hacen constantemente. Pregunta a tu amigo Draco. —Melita sonrió con picardía; pocas niñas de doce años sabían sonreír de aquel modo—. Tus amigos guardias piensan que eso es lo que hacemos aquí.

Sátiro se prometió no volver a ir desnudo en presencia de su hermana y se fue a su habitación, donde lo aguardaba la esclava del guardarropa.

—Perdona que te haya hecho esperar —dijo Sátiro.

Ella no levantó la vista del suelo, pero esbozó una sonrisa.

—Qué cortés. He podido descansar un poco y he hilvanado las costuras de los lados. Póntelo, amo. Menos mal que no chorreas aceite. Ensucia la tela.

Le tendió un quitón de lana ligera, bellamente tejido, con una cenefa púrpura bordada.

—Él nunca se lo pondrá —dijo la esclava—. Vino con los tributos. No le cabría en la cabeza, y mucho menos en el cuerpo. —Sonrió—. Dale las gracias cuando le presentes tus respetos. Así tendré las espaldas cubiertas.

—Que Hestia, diosa del hogar, vele por ti. ¿Cómo te llamas? —preguntó Sátiro.

—Harmone, mi señor. Muy bien, pareces un príncipe. Sólo te faltan unas sandalias doradas.

—Nunca he tenido tal cosa —adujo Sátiro.

—Yo sólo soy una esclava y tengo cuatro pares —dijo Harmone, riéndose—. Desde luego, el mundo es un lugar muy curioso.

Se quedó esperando junto a la puerta.

«Aguardando una propina.» Sátiro echó un vistazo a la habitación y vio todo su equipo allí donde lo habían dejado los esclavos… ¿aquella misma tarde, realmente?

—Tardaré un poco en encontrar mi monedero —se justificó.

—Aguardaré —contestó Harmone—. Sabía que eras todo un caballero.

Sátiro se preguntó dónde estaría el monedero.

—Harmone, ¿cuánto es una propina decente? —preguntó, mientras sacaba su colchoneta del montón—. Éste no es mi estilo de vida habitual.

Harmone puso los ojos en blanco.

—Diez dáricos de oro bastarán para mí —dijo, y rio tontamente—. Eres un caso aparte. Un óbolo o dos está bien por cualquier servicio extra de una esclava, excepto fornicar. Eso cuesta más, salvo que se te ofrezca gratis.

La mano de Sátiro se detuvo encima de su macuto. Miró a Harmone y ella le sonrió.

La esclava tenía como mínimo diez años más que él y no estuvo seguro de si se estaba ofreciendo; el mundo se le antojaba un lugar muy confuso. Tuvo que apartar la mirada —Harmone estaba humedeciéndose los labios— y al bajar los ojos descubrió una aguja que asomaba por la solapa del macuto, a pocos dedos de su mano. La punta estaba embadurnada con una sustancia oscura; cera.

O veneno.

—Hades —susurró Sátiro. Había oído hablar de agujas envenenadas—. Harmone, ya te daré la propina después. ¡Avisa a Néstor!

La esclava percibió la gravedad de su voz.

Sátiro no se movió, paralizado por el descubrimiento. Se sintió sumamente vulnerable, pero procuró no pensar. No se dejó llevar por el pánico, limitándose a permanecer en cuclillas junto a su equipaje hasta que llegaron Filocles y Terón. Al cabo de un instante se presentó Néstor con un destacamento de soldados y le dijo que no se moviera mientras mandaba aviso a más soldados mejor armados.

Su hermana estaba en el umbral, vestida para la cena, con el cabello recogido en lo alto de la cabeza con alfileres y mordiéndose el puño.

Hombres con gruesos mitones de fieltro separaron los bultos de su equipaje mientras otros con recias sandalias militares lo sacaban en volandas de la habitación. El joven apoyó la cabeza contra la fría suavidad de una columna y se quedó así un rato, respirando mientras le temblaban las manos y las rodillas. Luego se acercó a la puerta.

—¿Alguien puede darme la espada? —preguntó, controlando la ansiedad. Lo hizo bien, con un deje de ironía.

Melita sonrió. Filocles parecía acongojado y un poco ebrio.

—Todo esto es culpa mía —se lamentó con voz pastosa.

—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Sátiro—. Si Calisto puede viajar en camilla, propongo que nos vayamos esta misma noche.

El médico se acercó por detrás de Filocles.

—Ese tobillo tuyo necesita un par de días de reposo —advirtió.

—Dentro de un par de días podría estar muerto —respondió Sátiro, procurando disimular su amargura.

Filocles se volvió hacia Néstor.

—Me gustaría enviar un mensajero al herrero para ver si su caravana sale como estaba previsto. Es probable que ya haya partido o que haya cancelado la expedición. Si ya se ha ido, agradecería una escolta hasta que la alcancemos.

—Ya voy yo —propuso Terón.

—No —respondió el espartano—. A partir de ahora, permaneceremos juntos en todo momento. Néstor dejará a un guardia con Calisto hasta que regresemos de la cena, luego nos acostaremos en la habitación de Melita; al alba cargaremos nuestras bestias y nos iremos.

—Siempre y cuando el tirano os dé permiso, por supuesto —puntualizó el capitán de la guardia.

—Por supuesto —dijo Filocles, asintiendo.

Sófocles miró a Néstor.

—Me iré con ellos —anunció—. Necesitan asistencia médica.

—Acaban de contratarte como médico del tirano —adujo el capitán, perplejo.

Sófocles se encogió de hombros.

—Me siento responsable —alegó.

Sátiro miró al ateniense, tratando de interpretar sus intenciones.

—Vayamos a cenar —dijo Melita.

Sátiro volvió a quedar impresionado por la gran mole de Dionisio de Heráclea cuando éste entró en el salón. El tirano ocupaba todo el estrado, su diván era el triple de ancho que los demás y lo ocupaba él solo. Resultaba grotesco, y el pelo corto y rubio hacía que la cabeza pareciera aún más pequeña. Era la encarnación de un verdadero ogro.

Sin embargo, no dejaba de ser fascinante con su quitón blanco inmaculado y la corona de oro reluciente, con sus hojas y zarcillos dispuestos cual rayos de sol, que titilaban como llamas a la luz de la lámpara. Sátiro y Melita pasaron delante hasta el estrado, cogidos del brazo y caminando con la cabeza bien alta, y el muchacho fue consciente, aun sin apartar la vista del tirano, de que todos los ojos del salón estaban puestos en él y su hermana.

Los divanes de los invitados de honor formaban un círculo en torno al tirano. Las mujeres que habían sido invitadas ocupaban sillas junto a sus compañeros. La cena no era una orgía, sino un banquete, y cuando Sátiro consiguió apartar sus ojos del tirano, vio que los divanes del círculo de allegados los ocupaban hombres muy serios atendidos por mujeres de su misma edad, no hetairas.

Antes de aproximarse al círculo, Sátiro se volvió hacia Filocles.

—¿Hay algún protocolo especial para los tiranos? —preguntó.

—Sé cortés —contestó Filocles—. Y no largues discursos sobre la libertad de la asamblea.

Terón contuvo la risa y enseguida pasaron entre dos divanes vacíos para situarse delante del estrado.

—¡Saludos, príncipe Sátiro y princesa Melita! —El tirano se incorporó, apoyándose en un codo—. Néstor, ofrece una libación en el altar por la seguridad de nuestros gemelos.

Sátiro no se había percatado de que Néstor había llegado al comedor antes que ellos. El hombre negro estaba sentado detrás del tirano y se levantó, cogió una crátera de libaciones y vertió vino sobre un altar arrimado a la pared con una hornacina donde había una estatua de oro y marfil que representaba a Dionisio. El tirano asintió.

—Que las bendiciones de Dionisio sean con vosotros. Que la fuerza de nuestro patrón Heracles os proteja. —Sonrió, y su sonrisa fue dura y peligrosa, tratándose de un hombre tan gordo—. Sigues portando tu espada, muchacho.

Sátiro hizo una profunda reverencia.

—Me alegra contar con tu… con tu favor, Dionisio. Agradezco tu hospitalidad, los cuidados de tu físico, la seguridad de tu techo y tu generosidad. Incluso las ropas que me cubren te las debo a ti. —Hizo otra reverencia y los nervios le traicionaron, agudizándole la voz—. Pero, en dos ocasiones, unos hombres han intentado matarnos bajo tu techo. Suplico tu perdón y tu permiso para portar esta espada.

—No he entendido esto último —dijo Dionisio. Cambió de postura pesadamente y las patas del diván crujieron—. Néstor, ¿qué dice el chico?

El soldado se inclinó junto al tirano y le susurró al oído.

Dionisio asintió exagerando el gesto.

—Así sea. Lamento profundamente que esos criminales hayan abusado de tal modo de mi hospitalidad. Ahora sentémonos a cenar. ¿Cómo se encuentra vuestra esclava? —preguntó, aguzando la vista.

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