Observó su mano hasta que dejó de temblar. Entonces abrió las tablillas de cera y comenzó a escribir.
Releyó la tablilla, tachó un par de frases y reescribió la carta dos veces. Luego cogió tinta y papiro y la pasó a limpio. Estaba tan absorto en la tarea que no reparó en que Lucio había entrado en la habitación a oscuras.
—¡Por Marte, hermano! Vas a perder la vista.
La voz de Lucio sobresaltó a Estratocles, pero su trazo era firme y su caligrafía perfecta. El latino se inclinó sobre la mesa.
—O eres escriba o un puñetero
aristos
, Estratocles.
Éste se apoyó en el respaldo y movió los hombros para desentumecerse.
—Adivínalo.
Lucio se sentó en una banqueta plegable y alcanzó al ateniense una copa de vino.
—¿Ese Menandro es Menandro el dramaturgo? Marte y Venus, hermano, eres el amigo que siempre he querido tener. ¡Mira este pedazo de casa! ¿Y conoces a Menandro? —Guiñó el ojo—. No me importaría aprender a vivir así.
—Crecimos juntos —respondió Estratocles, encogiéndose de hombros, y se llevó un dedo a la cicatriz del rostro—. Hermes, cómo me duele la cara. —Se rio—. Antes se me consideraba un hombre guapo.
—Bah —dijo Lucio—. Ahora pareces un héroe. O un villano. Un hombre de acción. No un mariquita aristocrático griego. —Estaba leyendo por encima del hombro de Estratocles—. Herón te gustó tan poco como a mí, ¿eh?
Estratocles negó con la cabeza.
—No me gusta que la gente lea por encima de mi hombro.
—¡Perdón!
Lucio se apartó. Estratocles meneó la cabeza.
—No, no. Es algo que tengo por norma. Buena parte de lo que escribo es secreto. Espero poder compartirlo todo contigo con el tiempo, pero todavía es pronto para eso. —Sonrió para quitar hierro al asunto—. Si es que decides quedarte conmigo, claro. En cualquier caso, llevas razón. Herón me pareció un loco genial, más un peligro que un buen aliado. Quiero que Demetrio de Falero le diga a Casandro que lo plante.
Volvió a tocarse la nariz y esbozó una mueca de dolor.
—¿Eso significa que ya no tenemos que liquidar a esos dos niños? —preguntó Lucio. Iba desnudo y olía a aceite de lavanda y clavo; una verdadera mejora, pensó Estratocles.
—No. Es una orden estúpida y seguramente innoble, pero he hecho cosas peores por Atenas, y volvería a hacerlas. Necesitamos el grano de Herón. Los niños deben morir. Dispongo de otros recursos. Ya he puesto en marcha algunos.
—A los griegos no os llaman astutos porque sí. ¿Tantos espías tienes, para dejar algunos a la espera de que surja una emergencia?
—Sí —respondió Estratocles con un suspiro.
—Tendrías que mojar la salchicha, amigo mío —replicó el italiano, riéndose—. Y emborracharte. Vivir un poco. Te enviaré a la pelirroja. No tiene prejuicios.
—En realidad no estoy tan apurado como para tirarme a una bárbara —dijo Estratocles, con un gesto de negación.
Lucio se rio a mandíbula batiente, haciendo temblar las tablillas de encima de la mesa.
—Marte y Venus, amigo. Tienes una sangre fría impresionante. —Se levantó—. Si no la quieres… —Renqueó hacia la puerta, pues la pierna herida apenas soportaba su peso, pero se detuvo en el umbral—. Lo que has dicho… sobre los secretos… ¿Seguiré a tu servicio?
—Por supuesto que sí.
—Soy todo tuyo —dijo Lucio.
«Ya lo sé», pensó Estratocles, pero se guardó de decirlo en voz alta. Se limitó a beber un sorbo de vino y a repasar su carta una vez más.
Cabalgaron toda la noche y todo el día siguiente, cambiando de caballo cada hora y las mulas de la camilla cada dos. Néstor les proporcionó guías y dos soldados, Felipe y Draco, además del médico. Sófocles era mal jinete y un lastre constante para sus ánimos, pues se quejaba en cada curva del camino.
Cruzaron la llanura que se extendía al sur de la ciudad, cabalgando entre largas hileras de granjas donde trabajaban ilotas mariandinos. Los labriegos los observaban desde los campos y, en una ocasión, una mujer sentada en un banco delante de su casucha escupió al suelo al verlos pasar. Los guías también eran mariandinos. Sátiro se preguntó si alguno de los dos, Glauco o Locris, compartía los sentimientos de sus paisanos.
Cruzaron el río Kales hacia el mediodía y acto seguido emprendieron el ascenso a las montañas de Bitinia. Los guías estaban perplejos por la velocidad de la marcha y se unieron a las quejas de Sófocles y Calisto a propósito del ritmo que llevaban. Cuando el sol comenzó a ponerse, incluso los soldados se quejaban.
Melita les tomó el pelo.
—¿Vosotros conquistasteis Persia? —preguntó, cabalgando cerca de ellos—. Sin duda fuisteis a pie.
Eso los mantuvo en marcha una hora más. Acamparon junto a un afluente del Kales; el valle del río se extendía a sus pies y el mar se vislumbraba justo al borde del distante horizonte.
Filocles efectuó todo el trayecto en silencio. Desmontó sin decir palabra, sacó un ánfora de vino con bastante ceremonia y se puso a vaciarla pese a las miradas iracundas de Terón. No tardó en caer dormido.
Los gemelos lo observaban, heridos en sus sentimientos pero incapaces de expresarse. Al cabo de un rato, ignorados por los soldados, improvisaron un camastro en el que tendieron a Calisto y también ellos se acostaron.
A la mañana siguiente eran un amasijo de contracturas y dolores. Calisto estaba despierta y se quejaba, pero Terón los tuvo a todos en la silla una hora después del alba.
—¿No entendéis que si nos atrapan nos matarán a todos? —dijo—. Metéoslo bien en la sesera… o la resaca —agregó, fulminando a Filocles con la mirada.
—Nadie podrá mantener el ritmo que marcaste ayer —rezongó Draco—. Danos un respiro.
—Quedaos atrás si necesitáis descanso —replicó el corintio—. Dejaremos la litera y Calisto irá a caballo. ¡Tenemos que avanzar más deprisa!
Después de cabalgar durante una hora, Calisto se puso a vomitar. Devolvió todo el desayuno y proclamó que no podía cabalgar ni un estadio más.
—¡Me sangran los muslos! —gimoteó.
Terón se acercó a ella y la bajó del caballo para sentarla en su propia silla.
—¡Adelante! —ordenó.
A mediodía se detuvieron para almorzar y Draco ofreció a Sátiro un trozo de salchicha de ajo.
—¿Tu instructor tiene intención de cabalgar a este ritmo hasta que alcancemos a Eumeles? —preguntó.
Sátiro dirigió una sonrisa cansada al macedonio, contento de que hubiese decidido no seguir enfadado.
—Mi hermana y yo podemos seguir así durante días. Es como cabalgamos en el mar de hierba.
—Preferiría morir —dijo Felipe, meneando la cabeza. Se encogió de hombros—. Pero no lo haré. Os pongo por testigos. No moriré.
Calisto estaba tumbada en la poco homogénea hierba del monte, sollozando. Antes de reanudar la marcha, Terón la cogió como si fuese un saco de grano y la sentó en su regazo.
—Estas malditas montañas están llenas de salteadores —dijo Draco, vigilando las laderas entre las que cabalgaban.
—Vamos demasiado deprisa para los salteadores —respondió Felipe. Señaló a Terón con el mentón—. El atleta sabe lo que se hace. A esta velocidad, cualquier bandido que nos vea se quedará rezagado.
—Esta noche habrá que montar guardia —dijo Draco. Juntó las rodillas para relajar los muslos e intentó sentarse en la grupa de su caballo—. Príncipe, ¿estás dispuesto a probar? Tengo entendido que eres todo un espadachín.
Sátiro miró hacia otro lado, sin tener claro —como siempre le ocurría con aquellos hombres— si le tomaban el pelo o lo elogiaban.
—Haré un turno —contestó.
Draco acercó su castrado a la montura de Terón.
—¿Tres turnos? ¿Tú y el espartano, el chico y yo, y Felipe y los guías? —Miró al médico ateniense sin disimular su desdén—. ¿Y tú, Sófocles? ¿Sabes luchar?
—Preferiría no hacerlo —dijo el físico.
—Qué servicial. Vosotros, ilotas, ¿qué decís?
Los guías, Locris y Glauco, cruzaron una mirada.
—No estamos autorizados a usar armas, señor —adujo el primero.
—¿Sabéis lanzar la jabalina? —preguntó Draco.
Ambos asintieron tras vacilar un momento.
—¿Y la honda? —preguntó Filocles. Fue la primera cosa sensata que dijo en todo el día.
Una vez más, los ilotas se miraron un momento. Al cabo, Locris asintió:
—Sabemos usar la honda.
Draco y Filocles cruzaron una mirada. Draco se volvió hacia los ilotas y asintió a su vez.
—¿Por qué no os hacéis unas hondas cuando acampemos? —sugirió—. Os daré a cada uno una jabalina y mi autorización para portarla.
—Gracias, señor —dijo Locris al macedonio. Todo el mundo era un señor para los ilotas.
Durante la cena, ambos se sentaron junto al fuego a deshacer una bolsa de malla para usar el cordel y luego se pusieron a hacer sendas hondas. Entretejían las fibras, trenzándolas tan deprisa que Sátiro no podía seguir el movimiento de sus manos.
Filocles se fijó en él.
—En Esparta, un ilota es capaz de hacer un arma con cualquier cosa —explicó—. Los espartiatas no cejan en su empeño por desarmarlos, y los pobres diablos nunca se dan por vencidos. —Se acarició la barba—. Diez honderos vencerán siempre a un hoplita.
Sátiro tuvo ganas de decir «¡Estás sobrio!», pero sabía que resultaría contraproducente.
—Hace semanas que no me has dado una lección —dijo, como si pedir lecciones a su preceptor fuese lo más normal del mundo.
Filocles le sonrió sin separar los labios.
—Las últimas tres semanas han sido una concatenación de lecciones, chico.
Sófocles, el médico, sacó un odre.
—¡Toma! —dijo, ofreciéndoselo a Filocles—. ¡Bebe un poco de vino!
Filocles lo apartó de un manotazo.
—Meados de rata. —Sacó el suyo—. ¿Quieres? —preguntó, con expresión contrariada. Lanzó el odre a Sátiro como un espadachín.
El muchacho estaba en cuclillas, apoyando los antebrazos en las rodillas.
—No —dijo—. No quiero vino. Y preferiría que tú tampoco tomaras. —Se le quebró la voz al decirlo. Filocles le daba miedo cuando adoptaba aquella actitud—. ¿Por qué tienes que ponerte así?
—Te gustaría saberlo, ¿verdad? —respondió el preceptor, y comenzó a beber.
El médico miraba al espartano hecho una furia. Luego le ofreció vino a Melita, que lo fulminó con la mirada.
—Guárdate tu vino para ti —le espetó.
Sófocles se marchó muy ofendido.
Más tarde, cuando todos estaban acostados en sus mantas, Filocles se puso a cantar. Sátiro no conocía la tonada, pero parecía marcial, con un ritmo muy marcado. El hombretón bailaba junto al fuego, pisoteando el suelo al compás de la música que cantaba. Las posturas de la danza recordaban el pancracio, y luego el manejo de la espada, y luego un desfile militar. El baile de Filocles era precioso, y él danzaba sin tregua, con su voz como único acompañamiento.
—Malditos espartanos —masculló Felipe.
—Tendríais que hacer algo con él —dijo Sófocles.
Finalmente, justo antes de que Sirio se ocultara, el espartano se sentó de repente, como una aceituna vareada, y rompió a llorar.
Fue una noche muy larga.
—Hoy te veo muy apagado, hermano —dijo Melita. Ella, en cambio, no estaba nada cabizbaja. Cabalgar la liberaba, y ese espíritu de libertad le asomaba al semblante cuando tenía un caballo para montar.
—Pensaba en las sandalias de Harmone —dijo Sátiro—. Tenía cuatro pares. A estas alturas ya la habrán vendido. Era la encargada del guardarropa del tirano; un empleo de verdad, haciendo algo que le gustaba. ¿Qué será de ella?
—Cualquier burdel estará contento de ficharla, chaval —dijo Draco, riéndose—. Le encanta el jugueteo.
—¡Será una puta! —protestó Sátiro con la vehemencia propia de la adolescencia.
—¡Por las tetas de Afrodita, chico! Con perdón de tu hermana, por supuesto. ¿Te has enamorado de ella? Es de las que siempre caen de pie.