Se volvió de nuevo hacia el corintio, y Sátiro pensó que cada vez se parecía más a su madre.
—Mañana, en cuanto hayamos cruzado el puerto —decretó la muchacha—, todos desmontaremos, registraremos el equipaje y tiraremos hasta la última gota de vino que encontremos.
—Es un buen principio —opinó Terón—. Hasta que lleguemos a un lugar donde vendan vino.
—Cada cosa a su tiempo —repuso ella.
—Hermana, te amo con locura —dijo Sátiro. Tuvo la sensación de estar manifestando su verdadero ser, como si los últimos días hubiesen sido una piel de la que se desprendía.
Ella lo abrazó otra vez.
—Me encanta que digas estas cosas —respondió. Lo dijo en serio, de modo que Sátiro aprovechó el abrazo para inmovilizarla y hacerle cosquillas hasta que Melita le dio un sopapo.
Ninguno de los dos vio sonreír a Terón.
Al día siguiente, los soldados dijeron que habían avistado a unos bandidos. Terón decidió parar a cubierto de una arboleda y envió a Filocles y a Draco a explorar, Entonces los demás descargaron los fardos, vaciaron las alforjas, reunieron todo el vino y lo tiraron, hasta que la última ánfora derramó su contenido rojo en el polvo.
El ateniense permaneció sentado en su caballo y se rio de ellos.
—¡Es un bebedor impenitente! —dijo—. ¡Un pozo sin fondo! Nunca lo encontraréis todo.
Sátiro hizo caso omiso y siguió registrando el equipaje. Le consternó descubrir las muchas vasijas que había escondidas en los fardos. Casi cada armadura ocultaba algo, pero observó a los dos soldados macedonios y volvió a asombrarse al constatar con cuánta destreza lo registraban todo.
Felipe se llevó un ánfora a la boca. Bebió un buen trago y se la pasó a Sátiro.
—La última uva hasta que el espartano deje el vino —dijo.
Sátiro bebió un poco y se la entregó a Melita, que tomó otro sorbo antes de pasarle la vasija a Terón. Este bebió un trago largo y se la dio a Calisto, que se la terminó.
—¿Y yo qué? —preguntó el ateniense.
—Podrás tomar un poco cuando empieces a ayudar, doctor —replicó Felipe.
Cargaron todas las alforjas, canastos y fardos, los amarraron bien y reanudaron la marcha.
La diversión comenzó una vez acampados. Cuando Filocles empezó a buscar, al menos intentó ser discreto, pero poco a poco se fue desesperando.
—No queda ni una gota —le advirtió Melita. Se acercó al espartano por detrás mientras éste rebuscaba en la canasta de una armadura. Filocles se volvió hacia ella con los ojos desorbitados—. Ni una gota, preceptor. Hay dos días de viaje hasta el último pueblo que hemos dejado atrás y diez hasta el siguiente. Todos te amamos y te apoyaremos.
Le tendió la mano.
Sátiro observaba la escena con un nudo en la garganta. Terón y los macedonios fingieron estar ocupados en otras cosas. El médico miraba con la insolencia del espectador que contempla una obra pésima.
Filocles emitió una especie de gruñido que al cabo de unos instantes se convirtió en un sollozo. Luego se calló.
El silencio duró un día entero.
La segunda noche, Filocles consiguió vino en alguna parte y se lo bebió. Y entonces cayó enfermo; muy enfermo. Tan enfermo que vomitó todo el contenido de su estómago y más.
El médico examinó al espartano, despatarrado en sus mantas. Le auscultó concienzudamente el pecho y le palpó el cuello y las muñecas. Frunció los labios y negó con la cabeza.
—No puedo hacer nada —anunció—. Cuando un hombre intenta suicidarse bebiendo, lo consigue.
Terón fulminó al ateniense con la mirada y obligó a Filocles a beber agua con sal hasta que volvió a vomitar. Luego se sentó y lo abrazó.
Nadie durmió mucho.
Al día siguiente Filocles apareció tumbado en el suelo, respirando a duras penas. Los macedonios fueron a dar una vuelta, hablando entre dientes; Sátiro lanzó jabalinas y pasó largos ratos en cuclillas al lado de su preceptor.
—¿Es verdad que intenta matarse? —preguntó a Terón.
Calisto se acercó y se sentó con gracilidad junto a ellos.
—Yo intenté matarme una vez —dijo, con absoluta naturalidad. Miró al médico. Y con un tono casi guasón, agregó—: Y otra vez casi muero envenenada.
Terón los miró como si sopesara algo.
—¿De dónde sacó el vino? —preguntó Melita, que se había sentado junto a la esclava.
—Se nos pasaría por alto —dijo Terón, encogiéndose de hombros.
Melita miró a Sátiro, que negó con la cabeza.
—Felipe y Draco buscaron en todas las alforjas —aseguró—. Me fijé en ellos. Están entrenados para efectuar registros.
Sófocles se acercó, tocó con el dorso de la mano la mejilla del espartano y se encogió de hombros.
—Ya os dije que no lo encontraríais todo.
Entonces fue a sentarse al lado de Calisto y le tocó la mejilla con dos dedos. La esclava le apartó la mano, pero él le sonrió.
Melita estudió el semblante de Terón mientras éste miraba cómo el galeno tocaba a la chica. Estaba enojado.
Sátiro los observó a los tres. Había algo entre la chica y el médico. Y sin embargo, Terón era el amante de la esclava. El muchacho se rascó el mentón y sus ojos encontraron los de su hermana. De pronto en esa mirada saltó una chispa de esclarecimiento.
—Ahora caigo —dijo Sátiro, mirando de hito en hito a Melita, en silenciosa comunicación. Apartó los ojos de ella y miró a Sófocles—. No registramos tu equipaje.
—No niego que tengo un poco de vino —admitió el físico—. Es medicinal y para consumo propio.
Terón se puso de pie de un salto. Cuando el ateniense intentó moverse, uno de los largos brazos del corintio lo inmovilizó.
—Abrid su fardo —ordenó.
—Me cae bien el espartano —dijo Calisto a nadie en particular.
—Me importa un comino saber quién te cae bien —respondió el médico.
—No quiero que muera —agregó Calisto—. Cúralo.
Sátiro abrió el petate del médico. La capa exterior consistía en dos pieles de cabra que protegían dos clámides, un vaso, una bolsa de cuero muy elegante y un par de ánforas envueltas en piel de lobo. Los recipientes eran de delicada factura: negros, con figuras rojas y blancas bailando.
—¡Ni se te ocurra tocarlas, chico! —advirtió el físico.
—Tráelas aquí —ordenó Terón.
Sátiro obedeció.
Calisto miró a Melita un buen rato, durante el que la joven le sostuvo la mirada. Sátiro reparó en ellas dos y se sintió desorientado. Estaba rodeado de secretos; incluso su hermana los tenía.
Sófocles miró a Calisto y luego levantó la vista.
—Ten cuidado con esas ánforas —advirtió—. Es vino de Chian, ¡el mejor! —agregó con una extraña inflexión.
—Dádselo a beber —sugirió Calisto, con una voz entre soñadora y distraída.
—Cállate, esclava —le espetó el ateniense—. Esto ya ha llegado demasiado lejos.
Melita meneó la cabeza y dejó de observar a Calisto.
—¿Ya has elegido tu bando, chica? —preguntó. La esclava desvió la mirada—. Ahora o nunca.
La esclava miró a Sátiro, que lo entendió todo en un arrebato de inspiración, como si Atenea le hubiese susurrado todo el complot al oído. Desenvainó la espada y se plantó al lado de Calisto.
—Podemos protegerte —le dijo.
Melita le dedicó la mirada de una hermana que se alegra de tener un hermano inteligente.
—¡Elige! —la joven ordenó imperiosamente.
Calisto bajó la cabeza y el pelo le cubrió el rostro.
—En realidad no es médico.
—Eres una mentirosa y una puta —soltó el ateniense.
—Mata por dinero —prosiguió Calisto con toda calma.
—No tengo por qué escuchar esta porquería —protestó Sófocles, que comenzó a retorcerse para zafarse de Terón.
—Calisto ha elegido su bando, traidor —dijo Melita—. Intentaste envenenarnos a nosotros y a ella, y ahora has envenenado a Filocles.
Sófocles miró en derredor.
—Pamplinas. Tal vez seas princesa, pero tienes la misma cabeza hueca que todas las mujeres. La salvé cuando la envenenaron y…
Terón lo sujetó con más fuerza, con la inspiración escrita en el semblante.
—La salvó el espartano —dijo lentamente—. Tú sólo hiciste tu papel. Entonces no me di cuenta. —Señaló con el mentón al espartano recostado—. Él sí. Él vio tu juego, cabrón.
—¿Cuánto hace que lo sabes? —preguntó Sátiro a su hermana.
—Hace un momento —contestó Melita con una sonrisa forzada—. Calisto me lo ha dicho con la mirada cuando has encontrado el vino.
—Entonces ella también está implicada —dedujo Draco. Desenvainó la espada.
—Sí —reconoció Calisto. Suspiró—. Me ofrecieron dinero y la libertad —explicó, mirándolos a todos.
—Igualo la oferta —dijo Melita con orgullo—. Serás libre en cuestión de días, Calisto.
Todo iba demasiado rápido para Sátiro, que miraba a unos y a otros.
—No tenéis pruebas —protestó el médico—. Esto es una locura.
—Yo no necesito pruebas —afirmó Draco—. Mierda, tuvieron que colocarlo en la corte. ¿Quién te envió, lameculos?
Su espada centelleó cuando golpeó al ateniense con la empuñadura de bronce.
El paso a la violencia pilló desprevenido al médico, si es que en verdad lo era, y cayó al suelo agarrándose la cabeza. Sátiro saltó encima de él y lo inmovilizó con una llave clásica de posesión: la cabeza hacia atrás y el brazo retorcido, a punto para romperlo.
—Basta —exigió Terón, mientras el médico forcejeaba y no paraba quieto, aunque sin lograr deshacerse del impasible corintio.
Los gemelos cruzaron otra mirada.
—¿Te gustaría vivir? —preguntó Sátiro, al tiempo que se levantaba.
—Pues claro —dijo el ateniense. Si se las quería dar de arrogante, fracasó. Más bien pareció preocupado, cuando no aterrado.
El muchacho intentó mirar a Calisto.
—Salva a Filocles y te dejaré vivir —dijo Sátiro—. Delata a tu patrono y permitiré que te marches.
Miró en derredor. Terón asintió y, al cabo de un momento, Draco se encogió de hombros.
—Me parece muy bien, príncipe, pero de todos modos puedo sonsacárselo. —El guardia esbozó una media sonrisa—. Maldito traidor. Malditos atenienses, ¿eh?
—Desde luego que sí, colega —dijo Felipe. Tenía un puñal muy elegante en la mano, de acero, una raya azul brillante bajo el sol—. Dejádmelo un momento y me encargaré de que cante todo lo que sabe.
—¡Jura por Zeus Sóter que podré marcharme! —exigió Sófocles.
—Juro por Zeus Sóter que no te haré daño y que, si delatas a tu patrono, te dejaré en libertad —dijo Sátiro.
—¡Haz que tus amigos lo juren! —insistió el ateniense.
—Juro que ordenaré que nadie te haga daño —el joven miró en derredor—, durante un día.
—Lo juro —dijo Terón.
—Lo juro —dijo Melita.
—Juro por Zeus Sóter que mereces la muerte y que espero que te halle pronto —dijo Calisto—. Pero juro no hacerte daño. ¡Hoy!
Felipe y Draco cruzaron una mirada y se encogieron de hombros.
—Escucha, príncipe, esto es importante. Si ha traicionado a nuestro tirano ha perdido el derecho a la vida. No te corresponde a ti…
Sátiro no dio su brazo a torcer.
—Te entiendo. Pero yo estoy aquí, y Dionisio de Heráclea se encuentra muy lejos. Sólo un día de gracia. Es lo único que juro. Que disponga de un día.
Felipe miró a Draco.
—No sé…
El macedonio asintió.
—Juramos por Zeus Sóter no hacerle daño durante un día.
Filocles dio un resoplido.
—Ahí lo tienes, ateniense —dijo Sátiro—. Sálvalo o muere.
El médico tomó aire, enfurecido.
—En la bolsa de cuero hay un tarrito negro; eso es. Dale un poco con agua.
Sátiro hizo la mezcla mientras Terón mantenía inmovilizado al ateniense.
—No surtirá efecto hasta dentro de una hora —graznó el médico—. ¿Vas a tenerme sujeto todo el rato? —Negó con la cabeza—. Todo ha salido al revés. Ese hombre debería estar muerto. Todos deberíais estar muertos.
Nadie se molestó en contestarle. Draco calentó agua y Sátiro añadió el polvo anaranjado siguiendo las instrucciones del médico. Luego se lo dio a cucharadas al espartano.
—Ahora canta quién te contrató —exigió el guardia.
—Me contrató Estratocles —dijo el ateniense, encogiéndose de hombros y mirándolos a todos—. Ahora soltadme.
Melita negó con la cabeza.
—Draco, ¿cuánto tiempo ha pasado este hombre en la corte del tirano?
El macedonio se encogió de hombros.
—¿Dos meses? Como mínimo desde el festival de Heracles.
—¿Cuánto tiempo estuvo Estratocles en Heráclea? —preguntó Sátiro, más que nada para demostrar que sabía qué tenía su hermana en mente.
A Felipe le brillaron los ojos y Draco miró a los gemelos con abierta admiración.
—Sois muy sagaces —dijo.
Sófocles parecía decepcionado. Sátiro casi tuvo que admirar su coraje; llegados a ese punto, él estaría farfullando aterrorizado. Sin embargo su odio por el ateniense no hizo sino aumentar. Era como si alardeara del desdén que sentía por ellos.
—Me contrató Estratocles mucho antes de que él o yo llegáramos a Heráclea —confesó.
Melita escupió, tal como hacían los sakje para demostrar su desdén.
—Mientes —espetó.
—Habéis prestado juramento —le recordó el médico—. Así que soltadme. Os he dicho cuanto tenía que deciros.
Sátiro procuró imitar la manera de expresarse de Filocles.
—Sería un buen sofismo —dijo— pretender que, después de semanas de traición y múltiples intentos de asesinato, estuviéramos equivocados al prescindir de tu interpretación de nuestro juramento. —Se encogió de hombros—. Aunque te admiro por el intento —agregó.
«¡Caray! Ésta ha sido buena. Menudo sarcasmo.»
—Estratocles —insistió el médico—. Es todo lo que sé.
—Sabe más que eso —terció Calisto.
—Estás muerta, ¿sabes? —dijo Sófocles—. Estás puñeteramente muerta. Todos vosotros lo estáis, en realidad. Tiké os ha protegido hasta ahora; en mi vida había tenido tan mala suerte como en estas tres últimas semanas, y este puto borracho tumbado en el suelo se las ha arreglado para mantenerme alejado de vuestra comida cada vez hasta que me di cuenta de que no era mala suerte. De modo que a joderse, Calisto. Sé que sabes hacerlo. Tal vez les diga lo que hiciste por mí. ¿Sabe Terón a cuántos de nosotros atiendes?
El corintio se volvió hacia ella y la esclava ocultó el semblante.