—A ver si así aprendes, puta desleal —le espetó Sófocles.
—Sabe para quién trabaja… trabajamos —dijo Calisto. Suspiró—. Le odio. Me da miedo. Ojalá lo matarais. Pero lo sabe. —Miró en derredor, como si esperara que del pequeño valle fueran a aparecer enemigos como hongos—. Mata para Olimpia. Y sí, Terón, me acosté con él cuando me obligó. Lo he hecho con todos, cuando me lo han ordenado. Lo admito.
—Estás muerta —repitió Sófocles—. Espero que te asfixies con la próxima polla que chupes, ramera.
Porné
. Saco de esperma.
Terón gruñía de rabia. Ciego de ira, abría y cerraba los puños.
Sátiro dio una patada al ateniense en la cabeza. Fue un golpe fuerte que probablemente le rompió la mandíbula.
—Esto es por escupir veneno, traidor. —Se apartó—. Un hombre como tú degrada a todos los hombres.
—Acabemos con él de una vez —dijo Draco, que parecía ansioso por hacerlo. Su cuchilla azul relumbró.
Felipe se volvió hacia Sátiro.
—Escucha, chaval —dijo—. No puedes jugar a este juego ciñéndote a las reglas. Draco lleva razón. Matémoslo.
Sófocles de repente se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Le costó trabajo hablar, pero logró hacerlo.
—No… Lo habéis jurado. Escuchadme… ¡Está loca! Al pronunciar ese nombre, ha firmado la sentencia de muerte de todos vosotros y, seguramente, la mía también. Nunca se pronuncia ese nombre. Lo habéis jurado. Dejad que me marche.
Su máscara de desdeñosa bravuconería se había esfumado.
Resultó muy instructivo para Sátiro, en cierto modo. Estaba aprendiendo cosas sobre el juego de gobernar, y también sobre la valentía. Y sobre el mal, si ésa era la palabra apropiada.
—No lo hagas —dijo Filocles.
—¿Qué? —preguntó Sátiro. Miró al espartano, que estaba pálido como el cuero de alumbre y con los ojos enrojecidos muy abiertos.
—Juramento… Dioses —farfulló Filocles, que tras levantar apenas la cabeza volvió a dejarla caer sobre la manta.
Sátiro se volvió hacia su hermana.
—¿Lita? —preguntó.
—Mamá lo destriparía como a un salmón —respondió Melita en sakje.
—Pero nuestro padre lo habría soltado —apostilló el muchacho.
—Sí —concedió Melita al cabo de un momento.
Sátiro se acercó de nuevo al traidor.
—Escucha —dijo—. Piensas que te vengarás de esta chica, de mí, de mi hermana.
Percibía la ira del médico, su impotencia, su mala intención. Se dedicaba a matar porque era débil. Sátiro lo vio claro.
Fue muy instructivo.
El joven príncipe se inclinó sobre él.
—Propongo que sean los dioses quienes decidan quién vive. Os entrego, a ti como perjuro, y a tu abyecta patrona, a las Furias. —Respiró profundamente. Sentía una opresión en el pecho, pues algo flotaba en el aire. Moira—. Dadle un caballo —ordenó Sátiro a los soldados.
Draco no parecía muy conforme.
—Pero…
Terón asintió. Le temblaban las manos, pero su voz fue firme.
—Dadle un caballo. Pero no su equipaje.
Minutos después, el ateniense se alejaba al galope.
No reanudaron la marcha hasta el día siguiente. Sátiro retuvo a los soldados hasta que el sol estuvo poco más o menos a la misma altura que cuando hicieran el juramento. Sólo entonces permitió que se fueran.
—Estáis cerca de Eumenes —dijo Draco mientras montaba—. Puedo oler su aliento griego desde aquí. —Se inclinó para estrecharles la mano primero a Terón y luego a Sátiro—. Llegarás lejos, chico… si los dioses hacen lo que deben.
—En cuyo caso, mataremos a ese cabrón ateniense antes de mañana por la noche —agregó Felipe—. ¡Buen viaje!
Los dos macedonios se marcharon a medio galope, alejándose en la tarde, y dejaron al grupo desprovisto de una buena dosis de lenguaje soez y sentido del humor. Sátiro los echó de menos de inmediato. Pero Filocles se encontraba mejor, aunque seguía callado.
A la mañana siguiente, el espartano estaba pálido, pero pudo levantarse de las mantas y, no sin considerables esfuerzos, se las arregló para montar en su caballo. Dos días después comenzaron a bajar de las montañas hacia las grandes llanuras del sur. El tercer día, los gemelos acorralaron a Filocles mientras cargaba su petate.
—Venimos a darte las gracias —dijo Melita.
—Y a rogarte que te quedes con nosotros —añadió Sátiro—. Lamentamos haber tardado tanto en entender lo que estabas haciendo con el médico.
—Tenía que asegurarme —dijo Filocles. Meneó la cabeza—. Antes no tenía rival en este juego, niños. Pensaba que podría sorprenderlo y hacerle cambiar de bando o utilizarlo para descubrir otros problemas. Ambos nos pasamos de listos. —Bajó la vista—. El vino no es buen consejero. Bebí cuando debía permanecer sobrio y faltó poco para que lo perdiera todo.
—Pamplinas —dijo Melita—. ¡Nos has salvado! No dramaticemos, maestro. Sin ti, estaríamos envenenados.
—Me he humillado. No os sirvo de nada y no puedo enseñaros después de… de… —El espartano no pudo seguir y se le escapó algo semejante a un sollozo.
—Sube a tu caballo y cabalga a mi lado —indicó Melita—. Soy la hija de Srayanka y de Kineas, y juraste protegerme. Te ruego que sigas haciéndolo. Y no hay excusa que valga.
—Esto es precisamente lo que quería decir —dijo Filocles, con la voz casi normal—. Puedes darme órdenes porque te he fallado demasiado a menudo. No puedo enseñaros ética. Sólo debilidad.
—Todo eso es un montón de estiércol —replicó Melita—. Nos protegiste del médico.
—¡Bah! —soltó el preceptor, dando media vuelta—. La suerte del borracho. Soy un idiota. No puedo seguir jugando a este juego.
—¡Basta! —gritó Melita—. Escucha, Filocles. Nos has salvado la vida cincuenta veces. Tenemos una deuda contigo que nunca podremos saldar. —Meneó la cabeza—. Llévanos hasta Diodoro y tal vez te libere de tus obligaciones, si así lo exiges.
—Muy bien —gruñó el espartano, dándoles la espalda.
Sátiro miró a su hermana como si hubiese visto un fantasma.
—¿Seguro que sabes lo que estás haciendo? —preguntó.
—No —contestó Melita—. Estoy haciendo lo que creo que haría mamá. —Apoyó la cabeza en el hombro de su gemelo—. ¿Qué le pasa a la gente? Afrodita y Ares, hermano. Calisto se comporta como si follar fuese la única manera que tiene de hablar, Filocles bebe para olvidar lo que tenía que hacer por nosotros, Terón piensa que es un fracasado porque no ganó en la Olimpiada… Los únicos que se portaban como adultos eran los soldados, y son un par de matones petulantes.
«Bien hablado, hermana.»
—Creo que ser adulto es más complicado de lo que parece —observó Sátiro.
Melita reprimió la risa.
—Pero, ojo —prosiguió su hermano—, lo más difícil parece ser seguir vivo, y creo que esa parte la tenemos resuelta.
—No tientes a las Parcas —dijo Melita, con un gesto de desánimo.
Cuatro días después encontraron al ejército de Eumenes. O, mejor dicho, el ejército de Eumenes los encontró a ellos. Poco después de concluir el descenso de la última cordillera hasta las llanuras de Caria, su grupo fue rodeado por unos jinetes con armadura.
—¿No estáis un poco lejos de casa, chicos? —preguntó el oficial.
La barba roja y gris le asomaba por debajo de un yelmo tracio con montura de plata, y la sudadera de su caballo era una piel de tigre.
—¡Diodoro! —chilló Melita, y le rodeó con los brazos el torso cubierto por la pesada armadura.
Diodoro abrió la carrillera y se echó el yelmo para atrás.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—La ciudad está arrasada —explicó Sátiro—. Herón mató a mamá. —Incluso ahora, transcurridos dos meses, se atragantaba al decirlo en voz alta—. Upazán tomó el valle.
Fue como si Diodoro hubiese recibido un puñetazo y, al cabo de un momento, rompió a llorar. La noticia corrió entre su patrulla, se alzaron gritos de ira y los jinetes acudieron a abrazar a los gemelos. Un rubio muy corpulento, casi tan mayor como Diodoro, desmontó y desenvainó la espada. Se arrodilló en el polvo y dirigió la empuñadura hacia Sátiro.
—Tómame juramento, señor —pidió.
Melita se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—No seas tonto, Hama. Diodoro es tu capitán.
—Kineas era mi jefe —respondió Hama—. Luego lo fue Srayanka. Y ahora, vosotros.
Andrónico
el Galo
, con las sienes encanecidas y todavía delgado, la estrujó en un abrazo, y Antígono, corpulento y rubio, le hizo una reverencia a la manera gala. Era el hipereta de Diodoro, llevaba una fortuna en la armadura de bronce dorado y montaba un caballo de batalla niceo.
Todos los demás soldados a los que Melita conocía y que se postraron ante ella, o le agarraron las rodillas, o le tocaron las manos, parecían prósperos. Carlo, el hombre más corpulento que Melita y Sátiro habían visto jamás, saltó de su corcel y se arrodilló junto a Hama para presentar también su espada, que tenía el puño de plata y el pomo de cristal. La guerra había sido amable con los
hippeis
de Tanais.
Esos hombres no sólo lloraban por Srayanka. Casi todos ellos tenían en Tanais esposa e hijos, incluso pequeñas fortunas, y ahora lo habían perdido todo.
—Esto no será bueno para la moral de la tropa —dijo Diodoro, desalentado—. Hades, gemelos, ojalá hubiese sabido que veníais con semejantes noticias. Sé que parece mezquino comparado con la pérdida de vuestra madre, pero tenemos una batalla en ciernes; hoy, mañana, pronto. —Señaló al otro extremo de la llanura, donde una nube de polvo avanzaba hacia el norte—. Antígono
el Tuerto
con el ejército de Alejandro. —Entonces vio a Filocles, que estaba sentado en silencio entre las bestias de carga. Fue a su encuentro y abrazó al espartano—. Te he echado de menos —dijo.
—Rompí mi juramento —murmuró Filocles—. He matado.
Diodoro meneó la cabeza, con el rastro de las lágrimas aún evidente en su semblante.
—Te preocupan las cosas más extrañas, hermano.
Volvió a estrechar al espartano entre sus brazos, e incomprensiblemente, Filocles se puso a llorar por primera vez en días, incluso semanas.
Melita acercó su caballo al de su hermano.
—Ahora todo irá mejor —comentó—. Míralos.
Sátiro negó con la cabeza. Miraba absorto el polvo que avanzaba hacia el norte.
—Será una gran batalla —vaticinó.
Melita apartó la vista de su amado Filocles para mirar el polvo.
—¿Y qué más da? —preguntó.
Sátiro seguía observando el polvo, que parecía pegársele a la boca así como a los ojos.
—Salimos del fuego para caer en las brasas —dijo en voz baja.
El campamento de Eumenes ocupaba varios estadios de matorral y tierra roja, y el olor les llegó cuando aún se encontraban a un estadio de distancia: excrementos recientes de seres humanos y animales, cuarenta mil personas y veinte mil animales, cien de ellos elefantes. Las tiendas de lino y cuero sin curtir se extendían en hileras desordenadas, entremezcladas con refugios hechos apresuradamente con ramas. En la llanura no quedaba un solo árbol, pues los habían talado a ambos bandos para alimentar miles de hogueras. El humo de las fogatas ascendía con el hedor.
—Éste es el olor de la guerra —dijo Diodoro—. Bienvenido seas, chico.
—El campamento de Antígono parece mayor —comentó Sátiro.
—Tiene un ejército más numeroso. Ha reclutado a todos los soldados de caballería de oriente. ¡Asia debe de estar vacía! ¡Tiene bactrianos! ¡E incluso saka! —Diodoro observaba el campamento enemigo—. ¿Ves la patrulla que sale? Ésos son saka, con unos cuantos macedonios para disciplinarlos.
El campamento enemigo estaba tan cerca que Sátiro alcanzaba a distinguir los destellos dorados de los caballos saka.
—¿Por qué combaten como enemigos míos los masagetas? —preguntó Melita—. Alguien tendría que ir a hablar con ellos.
Diodoro meneó la cabeza.
—Eres la viva estampa de tu madre, muchacha. ¿Por qué no cabalgar hasta allí? ¡Vale! Eso es lo que se considera sentido del humor en estos pagos. —Se llevó una mano al pecho—. Cariño, voy a llevarte con mi esposa, y ella cuidará de ti. Las doncellas griegas no pintan nada en los campamentos militares.
—No soy una doncella griega —repuso Melita—. Soy una doncella sakje.
Diodoro respiró profundamente y miró a Filocles.
—Están creciendo —dijo el preceptor. Mostró las palmas de las manos—. No se lo he podido impedir.
Diodoro miró a su amigo dando a entender que consideraba responsable al espartano.
—Niños, dejad que os ponga a cubierto —dijo.
—Ambos han matado —señaló Filocles, acercando su caballo al de Diodoro—. Han luchado sin amedrentarse.
Sátiro tuvo la sensación de que iba a reventar con semejante alabanza.
—Ya no son niños —agregó Filocles.
—Muy bien —respondió Diodoro con un suspiro—. Sátiro, ¿te importaría venir conmigo?
El muchacho asintió educadamente y la cabalgata prosiguió adelante.
Para entrar en el campamento atravesaron dos anillos de centinelas. El exterior era de caballería. Había varios grupos de soldados dispersos a considerable distancia entre sí, unos pocos montados y los demás de pie junto a sus caballos. Más adentro, los lanceros se apiñaban allí donde había sombra. Eumenes estaba siendo precavido.
—¿Dónde están los elefantes? —preguntó Sátiro.
—En el lado del campamento opuesto al enemigo —contestó Diodoro—. Antígono intentó hacerse con ellos el año pasado; una mala jugada. Pero se lo impedimos. No podemos ponerlos con los caballos, las monturas se asustan. De modo que tienen su propio campamento en el lugar más seguro.
—¿Podré ir a verlos después? —preguntó Sátiro.
—Yo le llevaré, señor —dijo Hama.
Diodoro asintió.
—Escuchad, gemelos. Aquí soy
strategos
, un hombre importante. Os amo a los dos, pero dentro de uno o dos días comenzará la mayor batalla que se haya librado desde la de Arbela y dispondré de poco tiempo para vosotros. ¿Lo entendéis?
—¿A qué viene la batalla? —preguntó Sátiro.
—¿Realmente quieres saberlo? —inquirió Diodoro, mirándolo.
El joven asintió.
—Sé que Eumenes es uno de los contendientes por el imperio de Alejandro, y que Antígono
el Tuerto
es otro. Sé que Tolomeo apoya a Eumenes porque Antígono supone un peligro mayor para Egipto.
—Pues sabes más que la mayoría de mis soldados de caballería —aseguró Diodoro—. Combatimos por el tesoro de Persépolis y la lealtad de los nobles persas; el vencedor se queda con todo. Esto es la Olimpiada, chico. El ganador de esta batalla debería ser capaz de reconquistar todo lo que tomó Alejandro. A no ser…