—O de espaldas —apostilló Felipe con una mirada lasciva.
—Creo que mi hermano se refiere a que quizá quiera hacer algo más en la vida que sudar debajo de tipos como vosotros —dijo Melita, remilgadamente.
Aquello hizo callar a los dos macedonios durante veinte estadios.
Al cabo de un rato, el médico ateniense se echó a reír.
—Nunca se habían planteado que las mujeres sean humanas —dijo—. ¡Bien hecho!
—¿Por qué se alegra cada vez que discutimos? —preguntó Sátiro a su hermana.
—¿Has estado en Atenas? —preguntó ella a su vez, riéndose.
—¡Pues claro! ¡No había caído! —dijo el muchacho, dándose una palmada en la frente.
Justo después de la pausa para almorzar se toparon con una caravana que iba en sentido contrario. Componían el convoy dos mercaderes de Heráclea que acarreaban sal, alumbre y una remesa de lapislázuli a lomos de cuarenta asnos, con diez guardias mercenarios, dos de ellos heridos.
Terón detuvo su grupo en un trecho ancho del tortuoso sendero de montaña y se pusieron a un lado para que los asnos pudieran pasar en fila.
—¿Ha habido pelea? —preguntó Filocles.
Uno de los mercaderes se aproximó.
—Después del próximo collado, el monte está plagado de bandidos, antiguos soldados. —Miró al grupo y se detuvo en las dos chicas—. Más vale que regreséis con nosotros. Os matarán para hacerse con las mujeres.
Filocles aflojó la espada en su vaina.
—¿Tenéis vino para vender? —preguntó agresivamente.
El mercader se achicó un poco.
—Quizás encuentre un odre —dijo. Pensaba que le estaban amenazando; resultaba obvio por la manera en que miraba las laderas.
Terón fulminó a Filocles con la mirada, pero éste no le hizo el menor caso. Pagó una lechuza de plata por un odre de vino, una cantidad insólita, y el mercader sonrió amistosamente.
—¡Bébetelo a mi salud! —dijo.
Terón desenvainó la espada mientras Filocles estaba distraído con el mercader y cortó el odre que sostenía el espartano, que se quedó sujetando el cuello. El vino gorgoteó al derramarse en el polvo del camino.
—Desmonta y lámelo, si eso es lo que quieres —lo retó Terón.
No hubo advertencia. Filocles saltó a la montura de Terón, y ambos cayeron por el otro lado de los caballos, hechos una maraña de brazos y piernas. Filocles quedó encima del corintio y le arreó dos tremendos puñetazos en la cabeza, rompiéndole la nariz, que le sangró a chorros.
Sátiro quiso acercar su caballo, pero un brazo macedonio le impidió pasar.
—Deja que luchen —dijo Draco—. El cabrón del espartano se lo ha buscado. Además, quiero ver esto.
Pese a la nariz rota, Terón agarró los brazos de Filocles y comenzó a apartarlo de encima de su pecho. Consiguió levantar las caderas en una asombrosa demostración de fuerza, y luego rodó por el suelo, dio una voltereta y de pronto quedó libre de su agresor. Se había levantado tanto polvo como en una pelea de perros. Sátiro vio que Terón agarraba a Filocles del pelo, y de pronto se oyó un escalofriante chasquido sordo: Filocles había encajado un golpe fortísimo en la cabeza del corintio.
—Diez dáricos de oro al espartano —dijo Felipe.
—¿No habría que separarlos? —preguntó Sófocles, pese a que se estaba divirtiendo.
Los macedonios no le prestaron atención.
—Hecho. Eres un idiota. —Draco se volvió hacia Sátiro—. Toma; eres un príncipe. Tú guardas el dinero.
El atleta estaba de pie sujetando a Filocles por el pelo. Había recibido tres golpes fuertes y su rostro traslucía dolor, pero arremetió de nuevo, agarró una mano del espartano y, de repente, como por arte de magia, tuvo a Filocles de rodillas en el polvo con un brazo detrás de la espalda.
—¡Ríndete!
—¡Que te jodan! —le espetó el espartano.
—Te romperé el brazo —amenazó Terón, y presionó más la articulación.
Filocles rugió de rabia y dio una patada hacia atrás con el pie derecho. Pese a estar desequilibrado y dolorido, fue un golpe inteligente, pero Terón no había competido en los Juegos Olímpicos en vano: soltó el brazo de su contrincante, giró la cadera para esquivar el golpe y volvió a agarrarlo, todo ello como si estuviera dando una lección. Esta vez tiró de la cabeza del espartano hacia arriba y de su brazo derecho hacia abajo.
—Ríndete —insistió.
—¿Y si no? —replicó Filocles. Pese al dolor que le infligía el brazo desencajado, se las arregló para girar la cadera y clavar el codo en el vientre de Terón. Aprovechó la sorpresa para zafarse y se alejó rodando. Cuando se puso en pie, apenas podía levantar el brazo derecho.
Melita desmontó.
—Si no paráis de una vez, uno de los dos no estará en condiciones de luchar contra los bandidos —declaró, poniendo los brazos en jarras.
—Si no se somete, sus estúpidas borracheras nos matarán a todos —replicó Terón—. Pórtate como un hombre, espartano. No me estoy empleando a fondo. Podría arrancarte el brazo ahora mismo. ¿Quieres que lo haga? ¿O acaso debes fingir que puedes vencerme?
—Hablas más de la cuenta —espetó Filocles, y arremetió.
Hubo un destello y un chasquido como el de una rama que partiera el viento, y acto seguido sólo Terón estuvo en pie, agitando la mano.
—¡Apolo, señor de los juegos! —exclamó—. ¡Malditos espartanos!
Filocles yacía inconsciente en el polvo. Sófocles desmontó cansinamente y fue a examinarlo, mirando enojado a Terón.
Locris y Glauco tenían los ojos como platos.
Los últimos guardias de la caravana se alejaron corriendo, pasándose dinero y riendo nerviosamente. Sátiro entregó a Draco todo el dinero que tenía en su gorro.
Hicieron falta los dos macedonios y Terón para cargar al espartano a lomos de su caballo, y prosiguieron la marcha, avanzando despacio hasta que Filocles volvió en sí. Su mirada se cruzó con la de Sátiro, quien le sonrió. El preceptor le guiñó el ojo. El muchacho se abstuvo de hablar y, al cabo de un rato, levantó una mano.
—¡Alto! —ordenó.
Desmontó de su caballo y entre él y Felipe bajaron al espartano al suelo. Filocles caminó un buen rato llevando el caballo sujeto por las riendas, en silencio. Al cabo montó de nuevo a lomos de la bestia sin usar el brazo derecho. Siguió cabalgando con la cabeza apoyada en la crin de la yegua.
Nadie dijo palabra hasta que acamparon.
—¿Te ves con ánimo de montar guardia? —preguntó Terón a Filocles. Todas las cabezas del campamento se volvieron.
—¿Por qué no la pasas conmigo? —preguntó Filocles a su vez.
—Lo haré —respondió Terón.
Filocles miró en derredor.
—Quiero al médico en mi turno —dijo. Su tono daba a entender que tenía ganas de follón.
—Yo no monto guardia —dijo Sófocles—. Necesito estar despejado.
—Como quieras —dijo Filocles—. Iré dándote patadas cada tanto.
Sátiro se preguntó por qué Terón no se inmiscuía, pero el caso fue que no lo hizo.
—Quiero decir algo —dijo Sátiro a su hermana.
Melita negó enérgicamente con la cabeza.
—Creo que Terón sabe lo que está haciendo. No te entrometas. —Se frotó la barbilla—. Aquí está pasando algo… Filocles y Terón. Y el médico. No lo capto.
—Filocles está tramando algo y Terón sabe de qué va —dijo Sátiro, que también se sentía desconcertado. Se acostó pensando en ello.
Fue Filocles quien despertó a Sátiro para su turno de guardia. Las mantas eran cálidas, y su hermana se había arrimado a su espalda para protegerse del frío aire del monte, pero se levantó, cogió la lanza que le ofrecían y se sentó junto al fuego con Draco.
El soldado asintió.
—¿Es la primera vez que haces esto, chaval? —preguntó.
—Mi madre nos hacía montar guardia en el mar de hierba —contestó Sátiro—. Iré a echar un vistazo a los caballos.
—Buen chico —dijo el macedonio.
A lo largo de su turno mantuvieron dos o tres conversaciones semejantes y, al cabo, Sátiro estuvo envuelto en mantas de nuevo, durmiendo.
El día siguiente, al despertar, descubrieron que los dos guías se habían ido, aunque sólo se habían llevado consigo las jabalinas que les habían dado.
Los dos macedonios querían darles caza, pero Filocles se opuso:
—¿Cómo vamos a encontrarlos? —preguntó—. Eran nuestros guías. Conocerán los caminos y los montes. No debemos salir del sendero.
Cabalgaron cuesta abajo, adentrándose en un profundo valle donde hicieron un alto para almorzar. Los dos macedonios estaban constantemente en alerta, pero no sucedió nada. Comieron de pie junto a los caballos y, tras ensillar a los de refresco, siguieron cabalgando. Calisto gemía de vez en cuando. Ahora montaba su propio poni y se la veía tan desdichada que nadie la habría considerado hermosa. El médico vigilaba las laderas.
A una hora del valle, Draco adelantó a Sátiro y acercó su caballo al de Terón.
—Acabo de ver un destello de metal en la ladera —dijo—. Justo encima de nosotros.
—Yo también lo he visto —dijo Filocles—. Puesto que estás al mando, corintio, ¿puedes decirnos qué estamos haciendo?
Terón los miró.
—Somos cuatro luchadores consumados, un chico que sabe por qué extremo se agarra la espada y una chica capaz de matar si es preciso. Si son tan idiotas para atacarnos, acabaremos con ellos. Todos los bandidos son unos cobardes.
—Aquí no, atleta —replicó Draco con un gruñido—. Aquí casi todos son veteranos de Arbela y de Issos, o de la guerra entre Atenas y Macedonia.
—¿La que Macedonia perdió? —preguntó Sófocles—. Nosotros la llamamos la guerra Lamiaca.
Incluso a Melita, que no soportaba al médico, le sorprendió la malevolencia de su voz.
Filocles intentó mover el brazo desencajado y el dolor le demudó el semblante.
—¿Alguna otra idea brillante, corintio?
Terón le sonrió.
—Dado que estás sobrio, ¿por qué no nos dices tú qué hay que hacer, Filocles? —replicó Terón.
Filocles guardó silencio. Sostuvo la mirada del atleta y, tras una pausa que se prolongó demasiado, dijo:
—Preferiría no hacerlo.
Terón miró en derredor.
—Yo iré delante. En cuanto comiencen a disparar, nos lanzamos al galope. Hemos cambiado de caballo hace poco y podemos aventajarlos si nos persiguen. Si a los gemelos no les importa cubrirnos con sus arcos, tanto mejor para todos.
Melita sonrió de oreja a oreja.
—Creía que te habías olvidado de mí —dijo, y sacó el arco de su
gorytos
.
—Guarda eso —indicó Filocles—. No deben saber que los hemos visto. Sácalo cuando nos ataquen, no antes. Y Melita, no dejes que te cojan. ¿Entendido? He sido muy testarudo; tendría que haberos hecho dar media vuelta cuando encontramos la caravana. —Miró al suelo y luego a Terón—. No permitas que cojan a los niños.
—¡Nada de retroceder! —exclamó Felipe. Se irguió en la silla—. Veamos a cuántos podemos enterrar, ¿eh?
Draco asintió, aunque con los labios fruncidos.
—Si regresamos, iremos de cabeza a una muerte segura —dijo Terón con aire abatido—. Si nos libramos de los bandidos…
El médico lo interrumpió. Estaba muy pálido.
—Creo que no estás pensando con claridad. ¿Y si son muchos? Regresemos. Aún estamos a tiempo de tomar un barco en Heráclea…
Terón ni siquiera volvió la cabeza.
—No vamos a regresar.
—¡Es una locura! —exclamó el ateniense, salpicando baba al hablar—. ¿Has perdido el juicio? ¡Podemos cabalgar un día deshaciendo el camino y luego bajar por los puertos gordianos con una caravana de verdad! ¡Demos media vuelta!
—Basta de cháchara —exigió Filocles, y miró a Terón.
Sátiro tuvo claro que aquella mirada encerraba un mensaje.
Entonces el espartano hincó los talones en la cincha para que su castrado avanzara.
—Iré yo delante. El brazo no vale para nada y así igual me como la primera lanza —declaró, con la mirada resuelta de un hombre comprometido con un plan.
—Tenemos armaduras —terció Sátiro.
—Si nos las ponemos deducirán que estamos enterados de su presencia —contestó Draco, desdeñoso.
Sátiro negó con la cabeza.
—Nos paramos y Melita se escabulle para hacer un pipí, de manera que lo vean bien desde arriba. Entonces te pones la coraza debajo de la clámide mientras ella finge que está cagando.
Felipe se rio y miró a Sátiro como si volviera a evaluarlo.
—Estás hecho todo un general, chico —dijo, y le revolvió el pelo.
—¡Alto! —ordenó Terón. Se volvió hacia Melita. Levantando demasiado la voz, dijo—: Muy bien, princesa. Ve a hacer tus necesidades.
Con una plausible imitación de una chica avergonzada, Melita trepó hasta detrás de una roca que quedaba a su izquierda y la oyeron murmurar para sí mientras buscaba a tientas entre sus numerosos quitones.
Sátiro tenía un pequeño
thorax
de escamas procedente de la herrería de Kinón. Desmontó por el lado del valle con el corazón en un puño y se dirigió a su bestia de carga con el mínimo alboroto. El
thorax
estaba envuelto en piel de cabra. La desenrolló en el suelo, devolvió la piel a la alforja y se puso la protección. Por último se ciñó el cinto de la espada y la cubrió con un manto.
—Esto es una insensatez, chico —dijo Sófocles—. Llama a tu hermana y nos largamos. Ese espartano va de cabeza a una muerte segura y quiere arrastrarnos a todos con él.
Sátiro se encogió de hombros dos veces debajo de la armadura, tratando de ajustársela al pecho. Le apretaba. Desató uno de los cordones y lo volvió a anudar. No sabía qué decirle al médico, de modo que no le hizo el menor caso. No necesitaba que le metieran más miedo.
Sófocles se alejó.
Los dos macedonios dieron un buen espectáculo, apostando a quién era capaz de mear más lejos. Luego se quejaron de lo mucho que tardaban las mujeres y acabaron discutiendo a propósito de la apuesta hasta que Felipe amenazó con mojar a su compañero.
En una revelación súbita, la mente de Sátiro por fin asumió que iban a luchar. El muchacho sintió una opresión en el pecho, como si la armadura aún le apretara demasiado. Miró a Filocles a los ojos.
—¿Estás asustado, chico? —preguntó el preceptor.
Sátiro decidió que asentir con la cabeza sería mejor que hablar.
—Yo también —dijo el espartano. Sonrió—. De todos modos, no voy a matar a nadie, así. —Hizo una mueca de dolor al meter el brazo izquierdo en la armadura que había elegido—. Apriétamela, chico.