Draco estaba contemplando un tapiz persa.
—¿Qué vas a llevarte, chico? —preguntó.
—De momento, nada —dijo Sátiro, con timidez.
—Nunca te convertirás en soldado si eres incapaz de saquear una casa. ¿Qué andas buscando? —preguntó el militar.
—Tenía un juego de copas de oro —contestó Sátiro—. Estaba muy orgulloso de ellas. Pensaba llevarme una para cada uno de nosotros.
—Reconozco mi error. Eres un saqueador nato. ¿Copas de oro? ¿Cuántas? —Draco le guiñó el ojo.
—Tendría que haber seis —respondió Sátiro—. Me llevaré cinco.
El guardia volvió a guiñarle el ojo.
—Encantado de conocerte —dijo—. Echemos un vistazo.
Hallaron las copas de oro en un pesado arcón de la antecocina, que estaba precintado. Draco se encogió de hombros y rompió el precinto. Dentro había un tesoro en vasos, copas y jarras de plata maciza bellamente trabajada. Draco contó cinco copas de oro.
—¿Seguro que no las quieres todas? —preguntó.
Sátiro negó con la cabeza.
—Para ti —dijo.
Draco hizo una seña a otro soldado.
—Gracias, mi señor.
En cuestión de instantes, los guardias estuvieron envolviendo el oro y la plata con sus clámides.
Sátiro miró el montón de copas que llevaba en la pechera de su quitón, apiladas una dentro de la otra. Encontró a Filocles cargando los caballos en la cuadra y se las mostró.
—Una es para ti —dijo Sátiro—. Y también les daré una a Lita, Terón y Calisto.
—Bien pensado, jovencito —asintió Filocles.
Sátiro le puso una mano en el brazo.
—Tenedos no está en la casa —dijo.
El espartano asintió.
—Ya lo he visto. Y tampoco están los hombres a los que yo eliminé. Sólo los infantes, me parece. Es un misterio.
—O ese tal Estratocles tiene aliados. —Sátiro se sintió mejor al decirlo—. Tenemos que largarnos de este sitio.
El preceptor se encogió de hombros.
—¿Con la caravana de armamento? Pasarán días antes de que salga. Estos muertos han dejado demasiados cabos sueltos. —Se volvió para cargar otro paquete—. Aunque estoy de acuerdo en que debemos encontrar una salida —agregó.
Cuando estuvo solo en la cuadra, el muchacho envolvió las copas con una toalla empapada en sangre y las metió en su macuto.
Cabalgaron de regreso a la ciudadela, enfilando por el camino militar que únicamente utilizaban la guardia y los sirvientes de palacio, porque sólo ellos tenían caballos. Había una aglomeración en la puerta de abajo, por culpa de una reata de asnos cargada de caza, ciervo, principalmente, para el banquete de esa noche.
El tobillo le palpitaba, y una extraña tristeza se adueñó de él. Había un hombre junto a la puerta. Daba la espalda a Sátiro, pero había algo en él que resultaba familiar.
—Mañana deberíamos retomar las lecciones —dijo Filocles, inopinadamente.
—De acuerdo —respondió el niño. Una nube oscura de infinitas dimensiones había remplazado la alegría de estar vivo. Coger las copas de oro le hacía sentirse como un ladrón.
Néstor estaba enfurecido por la demora.
—¿Qué está ocurriendo en la puerta? Voy a azotar a esos idiotas. —Se volvió hacia ellos, mostrándose menos airado—. Eres el preceptor más militar que he conocido. ¿Qué enseñas? ¿El arte de la guerra?
El espartano escupió.
—No soy
hoplomachos
—dijo con sorna—. Enseño filosofía y política.
—Y manejo de la espada —terció Sátiro.
—Ya, pues a mí me pareces un buen maestro —dijo Néstor—. Tu alumno aguantó el tipo en una lucha contra hombres con armadura.
Filocles dedicó a Sátiro aquella mirada que el chico asociaba con el amable desdén de su preceptor.
—Lo único que hice fue tenderme en el suelo —dijo el muchacho.
Néstor se rio.
—Tu hermana te tiene bien calado —señaló.
Sátiro aguardó, con el tobillo palpitando, el tiempo necesario para correr un estadio con armadura y regresar. Durante la espera tuvo la insidiosa sensación de haber olvidado algo. Cuando por fin la columna se puso en marcha otra vez, ya se le había ido de la mente, pero, entonces, justo al cruzar la puerta, cayó en la cuenta.
—¡Filocles! —exclamó—. ¡He visto a Tenedos! ¡Con el personal de la cocina que estaba en la puerta!
—¿Estás seguro? —preguntó el espartano.
Sátiro deseó que el tobillo no le doliera tanto.
—Bastante —dijo.
—¿Quién es Tenedos? —preguntó Néstor.
—El mayordomo de Kinón. Los gemelos piensan que estaba involucrado en el ataque —explicó Filocles, mirando apreciativamente a su pupilo.
—Descríbelo —exigió el capitán.
El niño lo hizo tan bien como pudo:
—Se está quedando calvo. Es tracio. Incluso diría que es getón; tiene la cabeza redonda propia de ese pueblo. Va un poco encorvado.
«¿Cómo no me he fijado antes?», se preguntó.
—En este edificio hay suficientes tracios calvos para saturar el mercado —dijo Néstor—. Daré a conocer su descripción.
—Dudo que esté actuando solo —intervino Filocles—. Ningún esclavo hace nada que ponga en peligro su pellejo.
Cruzaron un arco de mármol y giraron a la derecha para ir derechos a las cuadras. Sátiro entró a caballo, pero Filocles tuvo que desmontar para no golpearse la cabeza. Una vez dentro, Sátiro se quedó contemplando la reata de animales.
—¿Dónde metemos todo esto? ¿Nos iremos con la caravana?
—No lo sé, chico. Ya no sé nada.
El jovencito dio un abrazo a su preceptor. Filocles se puso tenso un momento y luego se escabulló.
—Lo siento, chico. Las cosas están… Necesito una copa. No, no necesito una copa. Lo que necesito es coger las riendas de este asunto, y no lo estoy haciendo.
—Lo que tenemos que hacer es largarnos —opinó Sátiro.
—Estoy de acuerdo —asintió el espartano.
—¿Y si hay alguien dentro? ¿Trabajando para Estratocles?
—En ese caso, ya deberíamos estar muertos —dijo Filocles. Meneó la cabeza—. Creía que había dejado todo esto atrás. En otro tiempo se me daban bien estas cosas.
El pupilo titubeó.
—¿Y si hay alguien dentro que está esperando recibir órdenes?
El preceptor dejó de moverse y se volvió hacia Sátiro tan bruscamente que el chico temió que fuera a pegarle. Había sucedido alguna vez, siendo él muy niño. En cambio, lo que hizo Filocles fue chascar la lengua.
—Muy bien pensado, chaval. Y ahora que has visto a Tenedos, debemos ser muy precavidos. Montar guardia en todo momento.
Filocles llamó a un soldado que llevó unos cuantos esclavos para acarrear su equipo. Era inusual entrar en palacio con sacos de armamento, y a los esclavos les fastidiaba el peso de la carga.
Sátiro pasó delante, llevando su fardo y el macuto con la toalla ensangrentada alrededor de las copas de oro. Estaba ansioso por entregarle una a Melita, y todavía más por darle la suya a Calisto. Subió la escalinata que conducía desde el patio de armas hasta el piso principal y torció a la izquierda, dejando atrás los recintos oficiales para dirigirse al ala de invitados, próxima a las dependencias de la familia del tirano. Condujo su caravana de esclavos hasta la puerta principal del palacio y se cruzó con dos centinelas, uno de los cuales le guiñó el ojo. Sátiro sonrió. Luego pasaron bajo el busto de Heracles y enfilaron el pórtico hasta su habitación. La escala del palacio y la ciudadela hacía que cualquier edificio de Olbia o Panticapea pareciera pequeño, y desde luego era mucho mayor que cualquiera de la reducida Tanais. Se preguntó cómo sería vivir entre semejante opulencia. A modo de ejemplo, en Tanais la única cuadra era la del hipódromo público. En cambio, el tirano de Heráclea tenía sus propias cuadras para uso personal, y éstas tenían cabida para más animales que la cuadra pública de Tanais.
Sátiro trató de calibrar qué significaba aquello en términos de poder político. Era el tipo de elucubración que habría complacido a Filocles, y comenzó a formular una pregunta inteligente.
En ese momento oyó chillar a su hermana.
Sátiro soltó su fardo y corrió, pese a lo mucho que le dolían el tobillo y la nariz, con el corazón en un puño. Melita volvió a gritar.
Sátiro vio que el médico ateniense salía precipitadamente de detrás de una cortina en el otro lado del peristilo y corría hacia la habitación de su hermana. Desenvainó la espada, gesto al que ya se estaba acostumbrando.
—¡Socorro! —gritó Melita.
Sátiro irrumpió en la habitación. Su hermana estaba tendida en el suelo de mármol, tratando de sujetar a Calisto, que se agitaba como un pez dando coletazos, con el rostro amoratado. Sátiro apoyó la espalda contra la pared e intentó cubrir todos los lados de la habitación con su espada.
—¡Veneno! —exclamó la niña.
Calisto se retorcía como si estuviera librando un combate de pancracio contra un oponente invisible. El físico ateniense entró, seguido de Filocles.
—¡Ahhhggg! —bramaba Calisto, que se agarraba el cuello con ambas manos y tenía los ojos desorbitados.
El médico echó un vistazo a la habitación.
—¿Qué ha bebido? —preguntó bruscamente.
Melita señaló la jarra de vino.
—Lo ha probado por mí. Oh, Hera, lo ha probado por mí.
El médico lo olió. Luego metió un dedo dentro de la jarra, vaciló un instante y lo probó. Arrugó los labios como un caballo y escupió.
—Mierda. Dadla por muerta —dijo categóricamente—. Envenenada. Poco puedo hacer.
Filocles no titubeó. Se abalanzó sobre la chica. Pese a los violentos forcejeos de la esclava, consiguió inmovilizarla en un abrir y cerrar de ojos. Melita se apartó. Terón apareció en el umbral con la cabeza vendada.
—¡Ayúdame! —masculló Filocles—. ¡Cógele las piernas!
—¿Qué demonios…? —preguntó el médico.
Terón pasó el brazo izquierdo por debajo de las rodillas de Calisto, le juntó los tobillos, los sujetó con su manaza y levantó las piernas.
—¿Tiene cáñamo, galeno? —inquirió Filocles. En cuanto la cabeza de la esclava se separó del suelo, Filocles dijo a Terón a voz en cuello—: ¡Mantenía así! ¿Cáñamo? —repitió.
El médico se encogió de hombros.
—Creo que tengo un poco —dijo, y se dirigió a la puerta—. Mantenedla así —agregó desde el umbral.
En cuanto el médico hubo salido, Filocles dio un puñetazo a la esclava en el estómago; un golpe muy fuerte, al que imprimió todo su peso, haciendo trastabillar a Terón.
La chica reaccionó vomitando explosivamente sobre Filocles. Parte del vómito salpicó a Terón, y otro poco alcanzó el rostro de Sátiro.
—¡Mira lo que has hecho! —gritó Melita—. ¡Espera a que el doctor traiga el cáñamo!
Sátiro agarró una toalla, la empapó de agua y se limpió la cara. Luego se puso a limpiar a Filocles.
El espartano dio otro puñetazo a la chica, que se encogió con una convulsión del vientre y volvió a vomitar, esta vez un hilillo de un líquido entre negro y púrpura, que manchó a Sátiro.
El muchacho arrojó la toalla a un rincón y cogió otra, dando gracias a Zeus por que las chicas se hubiesen bañado poco antes. Se volvió hacia Terón, que hacía un gran esfuerzo para sostener en alto a la esclava.
Oyeron pasos y entró Néstor con gran estrépito de bronce.
—Veneno —dijo Filocles. Metió la mano en la boca de Calisto y le provocó una arcada.
—Hermes, dios de los viajeros —exclamó el capitán de la guardia, haciendo un signo con las manos—. ¡Sellad este corredor! —gritó asomándose afuera.
—¡Dejad pasar al médico! —gritó Filocles, y momentos después Sófocles regresó. Detrás de él llegó un esclavo con un brasero, un cuenco de bronce y un trípode.
—¿Cómo le has inducido el vómito? —preguntó el médico. Se encogió de hombros—. Sea como fuere, hecho está. Apolo, dios de la salud, y todos los dioses estén conmigo. —Sonrió al esclavo—. Justo ahí. Pon el trípode ahí. Muy bien. ¿Has traído un fuelle?
El esclavo lo sacó.
—¡Calienta el brasero! —ordenó el médico.
Calisto abrió los ojos y chilló.
Sófocles echó cáñamo al brasero, produciendo un humo acre. Para Sátiro era el aroma del mar de hierba. Los sakje levantaban pequeñas tiendas de cuero y se sentaban dentro para disfrutar del humo.
El médico usó el fuelle hasta que el humo fue muy denso y entonces le dio la vuelta, de modo que el instrumento lo absorbiera. Lo metió en la boca fláccida de Calisto y le llenó los pulmones de humo. La chica tosió, se atragantó y volvió a vomitar.
—¡Aún no ha muerto! —proclamó Sófocles con gravedad—. ¡Apolo, no me abandones y sálvala!
Generó más humo y hundió bien el fuelle en la garganta de Calisto antes de insuflarlo.
La chica tuvo arcadas y tosió, pero no salió más bilis.
—Ya podéis tenderla. La próxima vez que tenga que inmovilizar a un paciente, seréis mis elegidos. Tumbadla en el diván. Eso es.
Sátiro estaba mareado por el humo. Veía a Calisto, en la plenitud de su belleza, vestida para una fiesta, flotando justo encima de la maltrecha víctima del veneno, como una alegoría. Parecía que le sonriera.
Una corriente de aire dispersó el humo y la visión de Calisto saludable se desvaneció como un arco iris.
La esclava respiró profundamente, estremeciéndose. Todo el cuerpo le tembló.
—Que beba agua —dijo Sófocles.
Melita dio una jarra a su hermano.
—Ve al pozo, sácala tú mismo y tráela —ordenó imperiosamente.
Sátiro se pasó la mano por el pelo y descubrió que tenía vómito ácido en la cabeza. Se limpió la mano en el quitón —«maldita sea, es el mejor que tengo, regalo de Kinón»— y salió corriendo al patio.
Uno de los guardias lo acompañó. Sátiro miró al hombre que había debajo del yelmo. Era uno de los macedonios del cuartel.
—Voy por agua —dijo, haciéndose a un lado.
El guardia, cargado con una pesada lanza y un escudo, iba despacio. Sátiro aguardó a que comenzara a caminar y entonces echó a correr por la
stoa
hacia la escalera.
—¡Eh! —gritó el soldado—. ¡Espérame, chaval!
El joven no le hizo caso: atajó por la escalera de los esclavos hacia el patio principal y hundió la jarra en el agua.
En torno a la fuente había grupos de esclavos, en su mayoría mujeres, charlando despreocupadamente. Casi todos le miraron. Él los observó a su vez. Cuando tuvo llena la jarra, se puso de pie y la sacó de la fuente. Todos los esclavos se apartaron de su camino, abriéndole paso.