—¿Por qué sonríes? —preguntó Melita, al llegar a la popa.
—Qué lista es la gente, incluso cuando parece ordinaria, o lerda, o simplemente tonta. —Se encogió de hombros—. A menudo me pregunto si alguna vez engaño a alguien.
Melita asintió y se quedó a su lado, observada por cien ojos, mientras los estadios fluían bajo la quilla.
El sol se estaba poniendo y Peleo anunció que desembarcarían veinte estadios al norte de Hydatos Potomai, en la costa de Siria. Esa noche costearon a remo hasta que Peleo y Kyros vieron una playa que les gustó, y atracaron a la luz de la luna. El pelotón de infantería y una docena de marineros bajaron a tierra en el bote para inspeccionar el arenal y la colina que se alzaba detrás. El
Loto
aguardó novedades.
Sátiro se había embarcado como infante de marina y conocía el procedimiento para acampar en una playa hostil, pero nunca lo había llevado a la práctica, y sintió el corazón palpitar mientras observaba los coseletes blancos a la luz de la luna.
Melita preparó su arco en silencio.
Estaban todos en posición, anclados, y los remeros de la cubierta superior daban alguna que otra palada para mantener la nave aproada al mar abierto por si tenían que huir. Había vigías a lo largo de todo el casco, y un hombre en lo alto del mástil vigilaba el mar abierto bañado por la luna, donde el cielo todavía era rosa salmón.
Se oyó un largo pitido desde la playa. Lo único que Peleo tuvo que hacer fue asentir. Sátiro era capaz de varar el barco por sí solo.
—Listos a los remos. Atentos a mi orden. ¡A ciar!
El
Loto
se deslizó hasta la orilla, varó la popa y los remeros saltaron por la borda tan deprisa como pudieron, corriendo a tirar de los cabos para aligerar el barco y ayudarlo a subir por la arena hasta que Sátiro gritó el alto y miró a Peleo.
—No está mal —comentó el rodio. Luego, en voz muy baja, agregó—: Hay algo raro.
Sátiro había dado por sentado que se trataba de que su voz había transmitido inseguridad.
—Sí —dijo. Se irguió y se puso alerta—. Hay algo que apesta —dijo de pronto, al darse cuenta. Miró al timonel a la luz de la luna—. ¿Lo hueles?
—Muerte —dijo Peleo. Asintió y se acercó a la borda—. ¿Karpos? Necesito que exploréis el norte. ¿Lo hueles? Hay algo muerto.
—Todos lo olemos, Peleo —respondió Karpos a voz en cuello. Acto seguido se marchó a la carrera, con un par de infantes pisándole los talones. Los arqueros fueron hacia el sur.
Encendieron fogatas y prepararon la cena, calderos de denso estofado con cordero de la víspera. Al cabo de una hora estaban envueltos en sus mantas, los infantes todos juntos en medio y una guardia doble en los promontorios que se alzaban como torres en ambos extremos de la playa.
Sirio estaba en lo alto cuando Sátiro despertó y vio a Karpos arrodillado en la arena al lado de Peleo. Se destapó y se arrodilló junto a ellos a la luz de la luna.
—Esto no deben oírlo todos, chaval. Continúa, Karpos. Cuéntale lo que has visto.
—Barcos. Un combate. —El hombre meneó la cabeza—. La brisa nos ha engañado. La siguiente playa hacia el sur está sembrada de cadáveres, y en el rompiente hay un casco que ha zozobrado y se ha roto. —Volvió a negar con la cabeza—. Un crucero rodio. Le dieron con un espolón a media eslora, aunque antes había hundido un trirreme macedonio. Trescientos o cuatrocientos cadáveres.
Karpo se dejó caer sobre la arena.
—Mierda —dijo Sátiro sin querer.
Peleo se rascó el mentón.
—Dormid mientras podáis. O sea que el viejo Pantera no es tan tonto como yo creía. Parte de la flota del Tuerto está en esta costa, y ha atacado al barco rodio para mantenerlo en secreto.
—Deberíamos zarpar con los primeros dedos de la aurora —dijo Sátiro.
—En efecto, chaval. —Peleo se tumbó de nuevo—. Así que duerme mientras puedas.
—¿Por qué no huimos ahora mismo? —preguntó Karpos.
Peleo no contestó, de modo que lo hizo Sátiro.
—¿Y si tenemos que luchar? —adujo—. Necesitamos que los remeros hayan descansado.
Karpos asintió.
—Yo no podré dormir. Encontrarme con eso en plena noche… Hay que joderse. —Miró hacia otro lado—. ¿Alguna vez has visto un campo de batalla de noche, chaval?
—Sí, lo he visto —contestó Sátiro.
—Pues lo siento por ti —dijo Karpos. Y se acostó, envuelto en su clámide, y fingió dormir.
Sátiro despertó y vio que era Karpos quien le agarraba el hombro, que aún estaba dolorido por las quemaduras del sol. Reinaba la misma oscuridad que en el Tártaro, y el oficial de remeros tiraba de él para que se pusiera de pie.
—Hay que zarpar —dijo—. El maestro Peleo está trepando al cabo.
Sátiro engulló un cuenco de gachas con un poco de vino caliente y poco después se encontraba en la popa mientras el barco se deslizaba por la arena hacia las olas. Su hermana estaba a proa, envuelta en un manto grueso. Sátiro la conocía lo suficiente para saber que debajo de aquel manto llevaba una armadura en lugar de un quitón. Oyó rumores en torno a él en el primer arrebol del día: los vigías habían visto pasar una escuadra durante la noche; había hogueras detrás del siguiente cabo.
La popa se liberó. Sátiro notó un cambio de peso.
—¡Al mar! —gritó, y los últimos remeros y todos los marineros subieron a bordo por las bandas, casi nadando, mientras los remeros de la cubierta superior le daban suficiente impulso para mantener el barco aproado al oleaje.
—Todos los remos —gritó—. Velocidad de crucero. ¡Avante!
Hizo una seña al viejo jefe tal como lo hacía Peleo, y éste inició su letanía. En el tiempo que tardó una gaviota madrugadora en describir un círculo sobre ellos y soltar un graznido, dejaron la playa atrás.
El bote ligero llegó desde el cabo antes de que tuvieran ocasión de dar una docena de estrepadas, y en cuanto hubieron salido del rompiente, Sátiro dejó descansar a los remeros, con los remos cruzados en cubierta, mientras el bote se abarloaba y Peleo saltaba a bordo. Kalos llevó el bote hasta debajo de la popa y lo amarró para luego zambullirse y nadar hasta media eslora, donde la borda era más baja.
Peleo iba desnudo. Temblaba cuando se dirigió a la popa, y Sátiro le pasó su manto tracio.
—Gracias, chaval —dijo. Negó con la cabeza y bajó la voz—. Debería irnos bien. Sopla viento del norte. Iremos a vela hasta que tengamos que doblar los grandes cabos. En algún lugar de esta costa hay una armada peligrosa. El
Rosa
de Aristión es un hueso duro de roer, y no se habría quedado a combatir a no ser que le tendieran una emboscada. —Meneó la cabeza—. Estoy impresionado, chaval. En Rodas decimos que podemos dejar atrás a cualquiera contra quien no podemos luchar y vencer a quien no podemos dejar atrás. Pero que el
Rosa
haya zozobrado en esa playa… Lo verás dentro de un rato. Y el joven Aristión convertido en carnada para los peces.
—¿Cuándo ha sucedido?
—Hace dos o tres días. Lo suficiente para que los cadáveres se hinchen. —Peleo meneó la cabeza—. ¿Qué pinta el Tuerto en esta costa? Pensaba que su objetivo era Casandro.
Sátiro se encogió de hombros.
—Tal vez quería que pensáramos eso. Y quizás Estratocles quería que Tolomeo pensara lo mismo.
—Qué mal asunto, chaval. Si es como dices… tarde o temprano atacará Egipto. Quizá ya esté allí.
—Anoche me tenía preocupado —dijo Sátiro, meneando la cabeza—. Y otras cosas también.
—Eres un guerrero nato, eso está claro. Te servirá para ser un buen timonel. Salvo que tu remo de gobierno será un cetro, ¿no es cierto, chaval? Para ti esto sólo es una aventura, ¿eh? Timeo me explicó quién eres. En cierto modo ya lo sabía, por supuesto. En cualquier caso, podrías ser un buen timonel —dijo Peleo, un tanto compungido.
—¡Caray, gracias!
—Dentro de unos años —agregó Peleo, guiñándole el ojo.
Primera hora de la tarde. Las playas de Laodicea resplandecían hacia el este bajo el sol neblinoso y el viento refrescó hasta aullar antes de dar paso a una brisa intermitente que no consiguió disipar la bruma.
Un mercante de grano ateniense, con las velas flameando, a duras penas avanzaba. Era un barco inmenso, cargado hasta los topes, y se dirigía hacia el sur a lo largo de la costa.
—Abarlóame —dijo Peleo. Fue la única orden que dio, y el oficial de remeros y el primer oficial se encargaron del resto. El mercante necesitaba más viento para huir, y el viento no cooperaba.
Subiendo y bajando a merced del oleaje, lidiando con los rezones que los sujetaban al barco ateniense, Sátiro aguardaba con los arqueros de puntillas, ansiosos por disparar, mientras los infantes estaban en el gigantesco mercante con Peleo. Y entonces el bote regresó, los infantes de marina negaban con la cabeza, y finalmente Peleo trepó a bordo, con el quitón empapado.
—Grano para Demetrio —dijo, meneando la cabeza—. Grano para su flota. Ha supuesto que éramos rodios. Se ha rendido. Le he dicho que no fuese idiota, que no estamos en guerra. —Peleo se encogió de hombros—. No podemos remolcar a ese gigante. Me gustaría dejar que se vaya.
Sátiro levantó la vista hacia el encumbrado costado del barco ateniense.
—Te comprendo. ¿No informará de nuestra presencia?
—Dirá que somos un mercante amigo que le ha hecho una visita. Y me ha dado un montón de información.
Peleo se quitó el quitón por la cabeza y se puso otro que sacó de un petate de cuero que guardaba debajo de la plataforma de popa.
Sátiro aguardó, igual que Kyros y Karpos. El capitán de infantería llevaba la coraza abierta para aprovechar el poco aire que soplara y el yelmo ático echado para atrás.
—Demetrio, el hijo mimado del Tuerto, tiene doscientos barcos de guerra en las playas que quedan al sur de aquí. Ha conseguido la mitad del ejército de su padre, que se está adentrando hacia el este, camino de Nabatea. —Peleo asintió al silencio—. Es una incursión para sacar dinero. Expoliará el oro de los nabateos y lo usará para financiar la guerra en occidente contra Casandro. ¿Qué os parece?
Sátiro aguardó pacientemente, toda una proeza para un chico de dieciséis años. Pero quería que los adultos hablaran primero, por si estaba equivocado.
—Pues se acabó lo que se daba —dijo Karpos—. Si enfilamos hacia mar abierto podemos llegar a la bahía de Kyrios mañana por la tarde y buscar al crucero rodio. Le damos el parte de novedades —juntó las manos y deslizó una por el horizonte de la otra—, y a casa.
Kyros negó con la cabeza.
—Está claro que no eres rodio, amigo Karpos. Ningún capitán rodio aceptará un informe como ése. Tenemos que ver la flota con nuestros propios ojos.
—Me temo que lleva razón, Karpos —asintió Peleo.
—Pues manos a la obra. —El marinero se encogió de hombros.
—No están juntando dinero para la guerra contra Casandro —sentenció Sátiro.
Los otros tres hombres se volvieron hacia él.
—Es un engaño. Escuchadme, por favor. He vivido con esta historia desde que nací. Estratocles vino para quitarle tropas a Tolomeo. Ahora hay un ejército en Nabatea y toda la flota del Tuerto está a dos días de navegación de Egipto. Casandro ha hecho un trato con el Tuerto.
Sátiro los miró, consciente de haber golpeado la palma de una mano con el puño de la otra para transmitir su convicción.
Peleo se acarició la barba.
—No digo que te crea, chaval, pero tampoco que no lo haga. Podría ser como dices. Ay, y eso aumenta el riesgo si nos equivocamos.
—Tal vez no sea un puñetero rodio —dijo Karpos, torciendo el gesto—, pero os digo que lo que necesitamos es un prisionero. Uno que valga la pena, alguien que sepa de qué va toda esta mierda.
—¿Cómo sugieres que lo capturemos? —preguntó Peleo.
Karpos echó un vistazo a las altas mauras del mercante ateniense. Debido al escaso viento, el carguero todavía estaba a menos de un largo de amarra.
Peleo se rascó el mentón.
—He dado mi palabra —dijo.
—No somos piratas —terció Sátiro—, y no estamos peor de lo que estábamos esta mañana. Costa abajo, ojo avizor. Si encontramos un prisionero, bien. De lo contrario, en cuanto veamos los barcos en la playa, nos largamos a Chipre. Y luego derechos por alta mar hasta Alejandría. Me parece bien ayudar a Rodas, pero es Tolomeo quien necesita esta información.
—Creo que… —comenzó Peleo.
Sátiro asintió con simpatía y le interrumpió.
—Encantado de escuchar tu consejo, timonel. Pero en privado.
Peleo se mostró herido en sus sentimientos, pero sólo por un instante. Enseguida sonrió forzadamente.
—Bueno, desde luego el navarco eres tú.
Como para confirmar su decisión, la brisa refrescó; primero dos súbitas rachas y luego un viento cardinal que sopló con fuerza desde el norte, llevándose consigo al mercante ateniense. Sus vergas eran mayores y su casco más duro. El
Loto Dorado
tuvo que cobrar las candalizas del trinquete, arriar la mayor y remar para mantener su dirección, y el mercante despareció en el horizonte al cabo de una hora.
—Se avecina tormenta —dijo Peleo. Llevaba el timón de gobierno—. Y un cambio de viento.
Fiel a su palabra, media hora después el
Loto
volvía a estar al pairo. Sátiro hacía lo posible para no dormirse. Intentaba decidir hasta cuándo podía recorrer aquella costa hostil antes de tener que huir de nuevo hacia el norte o hacia mar abierto para encontrar una playa segura donde pasar la noche.
A media tarde navegaban ante la costa de Líbano al norte de Tiro, una costa tan vacía de embarcaciones que era como si los dioses hubiesen barrido los mares. Costeaban con la vela de trinquete, los remeros descansaban debajo de los toldos, el agua gorgoteaba en los costados y el
Loto Dorado
avanzaba lo justo para que el remo de gobierno cortara el agua.
Peleo renegaba casi sin cesar. Cada nuevo cabo y cada nueva bahía que pasaban sin avistar un mercante o siquiera una barca de pesca daba pie a una nueva invectiva.
—En cuanto estemos a la altura de Laodicea —dijo Sátiro, obligándose por fin a tomar una decisión—, viramos al oeste hacia mar abierto.
—¿Qué ocurre? —preguntó Melita, mientras comían pan fresco y queso de cabra.
—Cuanto más tiempo pasamos sin ver nada, peor pinta tiene todo —explicó él—. Cuanto más despejado esté el mar, mayor es la flota que anda por aquí. Y cuanto más dure esta situación, más tiempo hace que llegó, y eso también es malo. —Miró hacia el mar—. Si encontráramos un barco que pudiéramos abordar, tomaríamos un prisionero y nos largaríamos. ¿De acuerdo? No queremos encontrarnos con la flota del Tuerto. Queremos que nos hablen de ella.