Tirano III. Juegos funerarios (35 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Intenta matarlos porque trabaja para Olimpia —explicó Filocles—, no para el Tuerto. ¡Matadlo!

—Hermes, eres la peste —bufó el falso médico, justo antes de arrojar la lanza.

Filocles se las arregló con un giro atlético para soltar a la mujer, golpearla con la cadera lo bastante fuerte para derribarla y desviar la lanza.

—¡Maldito seas! —gritó Sófocles—. ¡Tienes la suerte de la mismísima Tique!

Melita le disparó detrás de la rodilla. Era la parte menos protegida por la armadura y Sófocles le estaba dando la espalda. Entonces, con la euforia que le producía un buen tiro, hizo retroceder a su castrado por la raja de la tienda, dio media vuelta y se fue.

Sátiro tardó mucho tiempo, para él toda una eternidad, en darse cuenta de que su caballo se sacudía como un loco porque estaba prácticamente rodeado de elefantes. Formaban dos largas columnas, cada una de veinte bestias o más, y él estaba entre ambas, si bien no sabía cómo había llegado allí. También había hombres en torno a él, francotiradores,
psiloi
o simples soldados que se habían desorientado igual que él, pero ninguno de ellos suponía una amenaza. Se cruzó con un
peltastes
medo con pantalones de lunares, pasando tan cerca que el hombro del soldado rozó su caballo.

Consiguió recobrar cierto control sobre su montura cuando los elefantes, obedeciendo órdenes a voz en cuello, comenzaron a abrir sus filas para formar una línea abierta. Su castrado emprendió una carrera a galope tendido entre los elefantes y se oyeron bramidos de ira: ira elefantina, monstruosos sonidos de leyenda en medio del polvo que le infundieron tanto miedo a él como a su despavorido caballo. Perdió de nuevo el control del animal y el enorme corcel adelantó a un elefante tras otro, rompiendo su línea. De hecho, pasó tan cerca de una de las enormes bestias que Sátiro, de haber tenido menos miedo, habría podido tocar las patas del gigante.

A su izquierda, dos animales luchaban erguidos sobre las patas traseras, con los colmillos trabados y la piel manchada de sangre, y los hombres que los montaban se aferraban a ellos para salvar la vida. Mientras contemplaba la escena, una trompa alcanzó a un
mahout
, se enroscó en torno a sus brazos y lo arrancó entre alaridos de su asiento en la cabeza del elefante enemigo. Sátiro, horrorizado y fascinado a la vez, vio cómo el elefante tiraba al suelo al hindú para luego pisotearlo sin tregua.

Se alejó galopando y sus temores pasaron del terror a los elefantes a la preocupación porque su castrado había comenzado a avanzar pesadamente, falto de aire, con los flancos palpitantes y temblorosos. A pesar del pánico, Sátiro alejó su montura de los últimos elefantes y luego la frenó para que recobrara el aliento. A su derecha veía los destellos del bronce y el acero y oía, con toda claridad, la ira desatada de otra clase de monstruo: las dos falanges machacándose mutuamente.

La mente de Sátiro se puso en acción por vez primera desde que escapara de los bactrianos. Se sentía profundamente avergonzado de su pánico, pero sabía que no tenía posibilidad alguna de encontrar a Eumenes en medio de la polvareda.

Por otra parte, Diodoro y los
hippeis
estaban justo al otro lado de la falange, constituida por dieciséis mil hombres; en la formación normal de combate, tenía una anchura de mil en fondo, o de tres mil
podes
en orden de batalla. Cinco estadios.

Filocles había dicho que Diodoro necesitaba saber lo que ocurría en el campamento.

Cabalgó rodeando la falange, azuzando al pobre castrado tanto como se atrevía. El caballo estaba agotado: los elefantes le habían causado más fatiga en un momento de terror que el resto de la cabalgada. Pero por el momento estaba a salvo. El muchacho avanzaba por la retaguardia del ejército, y le sorprendió constatar lo vacío que estaba el campo de batalla. Había unos cuantos cuerpos esparcidos por el suelo y unos pocos hombres gemían pidiendo agua, pero el batir de los cascos de su caballo le impedía oír los sonidos más angustiantes. Dio un rodeo para evitar un montón de cadáveres en el denso polvo de sal que le escocía en la garganta y en los ojos. Tenía tanta sed que pensó en robarle la cantimplora a un cadáver.

Tardó un buen rato en recordar que él también llevaba cantimplora. Maldijo su pánico y bebió un poco mientras su caballo pasaba del medio galope a un trote despacioso. Percibía el cambio que se estaba produciendo en la línea de batalla. Ya no veía las últimas filas de la falange, y los gritos a su izquierda devinieron más triunfantes. Dirigió a su caballo hacia el griterío, confiando en haber cabalgado cinco estadios. No era fácil medir el tiempo en la bruma del combate.

Delante de él, en las nubes grisáceas, sonó la llamada de un trompeta que le resultó familiar. Aquél era Andrónico con la trompeta de plata de los
hippeis
.

«Es él, ¿verdad?»

A sus pies había hombres sonrientes con escudos en forma de media luna que corrían y señalaban al frente sin hacerle ningún caso. Los adelantó. Poco después vio más
peltastai
, todos avanzando, y supuso que el flanco enemigo se estaba desmoronando. Los hombres que adelantaba bebían agua, se gritaban unos a otros o robaban a los cadáveres. Lo que no hacían era dirigirse hacia el flanco roto de la falange enemiga. Pensó en lo que Filocles había dicho sobre los hombres que, tras haber vencido en una batalla, eran renuentes a entrar de nuevo en combate.

Mantuvo su caballo al trote porque sospechaba que, cuando el inmenso castrado se detuviera, no volvería a caminar. Iban hacia el este, o hacia lo que en la bruma parecía ser el este, más o menos paralelos a la línea de batalla que Eumenes había establecido al principio, en la medida en que podía calcularlo con el calor y la polvareda.

De pronto ya no vio más soldados de infantería. Oyó varias llamadas de trompeta, una de las cuales le pareció familiar. Sátiro no distinguía nada y sólo oía el fragor de la batalla a sus espaldas, de modo que dirigió su caballo más hacia la izquierda, hacia donde le parecía haber oído la trompeta, esperando que Diodoro hubiese seguido venciendo en su flanco. Si Diodoro hubiese perdido la acción inicial de la caballería, razonó Sátiro, los
peltastai
no habrían podido penetrar tanto en las líneas enemigas.

El sol había recorrido suficiente trecho pasado el mediodía y el muchacho comenzó a confiar más en su sentido de la orientación. A pesar de la bruma, el astro era un disco duro, redondo y blanco en el cielo, y Sátiro fue capaz de situarse. El combate de la falange lo tenía al oeste. La trompeta de Diodoro estaba hacia el noreste.

«Probablemente.»

Sin embargo, cuanto más cabalgaba Sátiro, menos seguro estaba. Para cuando su cantimplora estuvo casi vacía, había comenzado de nuevo a preguntarse dónde estaba. Hacía rato que había dejado atrás la falange; la bruma se alzaba como un ser vivo, asfixiándolo y limitando su visión a unos pocos largos de caballo, y el ruido de la falange sonaba tan distante que Sátiro bien podría encontrarse fuera del campo de batalla.

Un
peltastes
medo surgió del polvo como una criatura mitológica, e intentó desmontar a Sátiro hincándole una jabalina. El joven príncipe encajó el primer golpe en medio del vientre, donde la coraza era más recia, y perdió los estribos. Su castrado aminoró la marcha, dio unas débiles coces al
peltastes
y siguió adelante, dando traspiés. No tardó en detenerse y, con la lenta inevitabilidad de una avalancha en las montañas, se desmoronó. Sátiro se apartó del animal impulsándose con las piernas y se puso en pie, enmarañado en su clámide. Cuando se levantó, notó el costado mojado: se le había roto la cantimplora. El
peltastes
estaba encima de él, asestándole con la jabalina, rápido como el picotazo de una víbora. El muchacho retrocedió tropezando, aturdido, con sal y sudor en los ojos. Metió la mano derecha debajo de la axila izquierda para desenvainar la espada, y el medo titubeó.

Sátiro se limpió los ojos con la clámide húmeda. El medo estudió a su contrincante, vio el caballo agonizante, dio un paso atrás y lanzó su jabalina como un rayo, pero erró el tiro y el arma se volteó, propinando un golpetazo al hombro izquierdo de Sátiro, que sintió una punzada de dolor que le recorrió el brazo entero. Entonces el medo se volvió para huir, pero vaciló de nuevo.

El joven avanzó, envolviéndose la clámide en torno al brazo izquierdo, y atacó a su enemigo antes de que éste pudiera escapar. El medo saltó hacia atrás, con cara de pánico, y ambos oyeron una trompeta bastante cerca.

Sin el ruido de los cascos de su montura, Sátiro captó el fragor de la batalla hacia el norte. En algún lugar cercano, un corcel enloquecido soltó un relincho de ira. En algún otro lugar de las tinieblas, hombres heridos aullaban de dolor. Enseguida los ruidos lo envolvieron, lo mismo que los fantasmas de la batalla, movimientos en la opaca cortina de sal.

El medo arremetió de nuevo contra él, levantando un puñal con la mano derecha y adelantando con la izquierda su pequeño escudo de mimbre y cuero.

Sátiro tuvo tiempo para pensar: «No tiene ninguna clase de entrenamiento.» Tal idea le confirió una sensación de calma y superioridad que le permitió esquivar la arremetida y cortar por la muñeca la mano que sostenía el puñal. El muchacho estaba demasiado débil para atravesar el hueso, pero el arma salió volando y el medo cayó de rodillas, estrechando contra su pecho la mano mutilada como haría una madre con un hijo enfermo. En un fugaz instante el medo se había transformado: ya no era un monstruo violento, sino una víctima impotente.

Sátiro le dio la espalda y fue hasta el cuerpo de su caballo, pero no encontró nada que llevarse, y la sensación de éxito, la euforia de la supervivencia, lo abandonaron tan deprisa como se habían adueñado de él.

El peto le pesaba en el pecho como un yunque de hierro, estaba empapado en sudor, tenía la boca seca como la arena y sentía la cabeza a punto de estallar. El hombro izquierdo le dolía tanto como cuando siendo niño se había caído del caballo, pero no se atrevía a mirárselo por si veía que sangraba. Además, seguía perdido.

Su padre había sido famoso por su capacidad para orientarse guiándose sólo por sonidos.

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

—No lloraré —dijo en voz alta, y comenzó a caminar hacia donde se oía el combate. Siguió empuñando la espada, más como actitud que por el uso que un hombre desmontado pudiera darle en una melé de caballería. Un caballo sin jinete surgió despavorido de la cortina, con los ojos enloquecidos, y lo derribó. Rodó por el suelo para salir de debajo de los cascos del animal y de pronto se vio rodeado de caballos.

—¡Volved a formar conmigo! ¡Tocad a formar!

La trompeta sonó, una trompeta que Sátiro había oído mil veces siendo niño en Tanais, y se puso de pie, haciendo caso omiso del batir de cascos en que estaba metido.

—¡Formad conmigo! ¡En romboide! ¡Filarcos, tocad! —gritó Diodoro.

La trompeta sonó otra vez, emitiendo una larga llamada. Los caballos que rodeaban a Sátiro se empujaban para ocupar sus posiciones, cada hombre se esforzaba por llevar su montura al sitio correcto entre una bruma de polvo y una multitud de animales. Sátiro quedó aplastado entre dos corceles, se agachó para meterse debajo de un vientre y un jinete le dio una patada en la nuca.

—¡Eh! —gritó Sátiro, desesperado—. ¡Eh, socorro!

Faltando tan poco para encontrar a su tío, aún acabaría pisoteado o aplastado.

Una punta de lanza brilló malévolamente delante de su cara.

—No te muevas —dijo Hama.

—¡Hama, soy yo! —gritó Sátiro.

El hombre se agachó, le agarró la muñeca, con espada y todo, y lo izó a la grupa de su caballo.

—Los hombres mueren si van a pie cuando hay tantos caballos juntos —dijo el corpulento caudillo celta—. Por los putos dioses, ¿qué haces aquí, joven señor?

Sátiro se sentó a horcajadas en el caballo de Hama.

—No lloraré —repitió. El alivio era tal que los ojos se le llenaron de lágrimas y la garganta le dolió por algo más que el polvo salado.

La trompeta sonó una vez más.

—¿Alguien tiene idea de dónde cojones estamos? ¡Filarcos, tocad! —ordenó Diodoro.

—¡Fila uno! ¡Dos desaparecidos!

—¡Fila dos! ¡Todos presentes!

—¡Fila tres! ¡Un hombre muerto!

—¡Fila cuatro! ¡Cuatro desaparecidos!

—¡Fila cinco! ¡Todos presentes!

—¡Fila seis! —gritó Hama—. ¡Dos desaparecidos! ¡El príncipe Sátiro en mi caballo!

Comenzó a avanzar y los hombres le abrieron paso. A su izquierda, las filas siete y ocho dieron su parte de bajas. Hama acercó su caballo al del hipereta. Sátiro abrió la boca, pero su tío levantó la mano de golpe, exigiendo silencio.

—¡Fila nueve! ¡Todos presentes!

—¡Fila diez! ¡Tres desaparecidos!

Diodoro asintió bruscamente.

—Trece desaparecidos de cien. Mal asunto. —Miró en derredor—. ¿Alguien ha visto a Crax o a Andrónico?

—No, señor —corearon los soldados.

El polvo salado se arremolinó.

—Dion, llévate la fila uno a la derecha. No vayáis lejos; diez largos de caballo por cada hombre. Regresad al primer toque de trompeta. A ver si encontráis a alguno de los nuestros. Paques, llévate la fila diez y haz lo mismo en la izquierda. ¡Adelante!

Se volvió hacia Hama y Antígono.

—¿Dónde demonios estamos? —Sin aguardar una respuesta, miró a Sátiro—. ¿Qué estás haciendo aquí, niño?

El muchacho tomó aire y se concentró en hablar con firmeza.

—Traigo un mensaje —anunció.

—¿Qué mensaje? —preguntó Diodoro, arrodillado encima del caballo, intentando ver algo por encima del polvo.

—Pero antes, estás a unos cinco estadios detrás del punto más a la derecha de la falange enemiga, tío. Y todos los
peltastai
han sido rechazados. Vengo de allí.

Diodoro lo miró detenidamente.

—¿Estás seguro? La vida de los hombres depende de esto.

Sátiro se atragantó un poco.

—No —admitió, vacilante—. No estoy seguro del todo.

Hama lo calmó dándole un abrazo.

—Pero sí bastante seguro, ¿verdad?

—Bastante seguro, tío —respondió el joven, mirándolo a los ojos.

Diodoro asintió bruscamente.

—Si llevas razón, nunca volveré a dudar de ti. Hama, haz regresar a Paques y ponlo en vanguardia; tantearemos el camino en la dirección que ha indicado Sátiro. Un escuadrón de caballería detrás de nuestra falange les dará un susto de muerte, con esta mierda de polvo. Toca otra vez la trompeta, hipereta. —Cogió a Sátiro del caballo de Hama. Sus duros ojos grises se clavaron en los del muchacho—. ¿Mensaje? —preguntó. Tendió una mano y le dieron una cantimplora.

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